17 de julio de 2009

- PESTE -




Epidemia de la exclusión


La peste que humaniza



Alicia Dujovne Ortiz
Para LA NACION
Noticias de Opinión



"Quiero expresar, a través de la peste, el ahogo que hemos sufrido y la atmósfera de amenaza y de exilio en la que hemos vivido. A la vez quiero ampliar esta interpretación y relacionarla con la noción de existencia en general."

Estas palabras fueron escritas por Albert Camus alrededor de 1942 y forman parte de las notas que el autor fue tomando para la escritura de su célebre novela La peste , publicada en 1947 con un inmenso éxito, y no precisamente de estima: sólo en francés, y sin contar las innumerables traducciones, el libro lleva vendidos cinco millones de ejemplares.

La cifra no parecería asombrosa en un mundo de best sellers prefabricados, pero lo es si se consideran la escritura objetiva y escueta elegida por Camus y, sobre todo, el tema: una crónica de la peste que estalla en la ciudad argelina de Orán, colonia francesa, a principios de los años 40.

Por algún motivo, el público lector ha encontrado en este libro una metáfora de esa atmósfera hecha de amenaza y exilio en la que, lo perciba o no, transcurre buena parte de su vida. Algo se les habrá removido adentro a los franceses, justo después de la guerra, para que la historia de una peste, sobrevenida en un lugar para ellos tan poco interesante como Argelia, les pegara tan duro.

Esa historia, como el propio Camus lo hace notar con ironía, no puede ser más simple. Orán es una ciudad portuaria, comerciante y despreocupada (todo parecido con Buenos Aires es meramente accidental). Una ciudad más bien fea y bastante común, donde los acontecimientos dramáticos no parecen estar en su verdadero sitio. La realidad de sus habitantes es otra, o así lo creen, hasta que las ratas comienzan a morir. Hasta ese momento, su vida cotidiana se ha compuesto de un cúmulo de distracciones. El proceso que insensiblemente se va cumpliendo a partir de la primera muerte implica aceptar que las cosas se han dado vuelta: ahora, lo natural es el microbio, mientras que la salud, la integridad, la pureza, son obra de la voluntad. El habitante de una ciudad apestada no puede distraerse, porque el mal está en todos y cada uno lleva la peste en sí, de modo que quien se distrae se contagia y contagia al otro.

La peste produce dos actitudes opuestas. Algunos se entregan a ella considerándola un merecido castigo divino, mientras que otros, los que no se distraen, reencuentran su dignidad por medio de la solidaridad y la rebelión. Pero tanto unos como otros conocen la experiencia de la separación. Ya no es posible encontrarse, ni verse, ni tocarse.

Más que la peste en sí, el gran tema de la novela es la soledad forzosa, el exilio en la propia casa. Camus, que se inspiró para escribirla en la famosa conferencia sobre el teatro y la peste pronunciada en 1938, en la Sorbona, por aquel desollado vivo que fue el poeta Antonin Artaud, había pensado en titularla Los exiliados de la peste , o, más sencillamente, Los exiliados . Esto significaba que la idea subyacente no era otra que la ausencia, y que sufrir la peste equivalía a emigrar sin hacer las valijas, a desprenderse de sus costumbres más entrañables para instalarse en esa tierra de nadie que es el destierro.

Más allá de la peste viral o microbiana, el tema es universal en la medida en que, como dice Camus, el miedo al dolor, a la muerte, al encierro, a la imposibilidad de comunicarse es lo que al hombre le ha tocado, a menos que reaccione con un impulso generoso.

Pero Camus tampoco exalta ingenuamente la capacidad de reacción: conservar la lucidez en medio de multitudes que pasan de la distracción al pánico es lo más fatigoso y, finalmente, lo que conduce a morir -digamos a bien morir-. Los héroes de esta novela no terminan triunfantes como los buenos de una película norteamericana, sino muertos, sólo que con un agregado que Camus encuentra fundamental: el sentido ético permanece intacto.

Imagen pesimista -pero no desmoralizadora- de nuestra existencia, La peste es una obra de referencia del siglo XX, que tantas epidemias, en un sentido amplio, ha suscitado. Su mensaje, expresado del modo menos retórico posible, es que el exilio es característico de lo humano, si no esencial. Sólo al desprendernos de nuestras falsas seguridades, de nuestra indiferencia, adquirimos la condición de persona. Paradójicamente, a los exiliados de la peste, solos y separados, se les ofrece la ocasión de compartir el sufrimiento de todos y hasta de aliviarlo un poco.

La universalidad del tema, que explica el éxito inusual de una novela tan poco seductora, también tiene que ver con la memoria. De las siete plagas de Egipto a la peste bubónica -pasando por la fiebre amarilla y por el cólera, que diezmó la población del barrio Sur, en Buenos Aires, a fines del siglo XIX-, las fiebres, los granos purulentos, la horrible mueca de los cadáveres han quedado ahí, heredados, agigantados por los fantasmas de épocas pasadas que de repente vuelven.

De ahí quizá la celeridad con que muchos, en la Argentina de hoy, se han instalado en viejos rituales de defensa, como si el recuerdo del lazareto estuviera tan fresco que el gesto para defenderse también permaneciera al alcance de la mano. Es que la llaga sigue abierta y el temor invade todavía las historias de familia. Hacia 1870, una de mis bisabuelas, genovesa, que a pesar de serlo se pescó el cólera, fue aislada por su marido, que era marino, a bordo de su barco fondeado en San Fernando, para salvarla de ese lazareto que resumía todo lo temible: la peste y los negros. Los que morían no podían ser los honrados vecinos, sino la morenada de San Telmo. Había que aislarse de su contacto como fuera, porque la peste eran ellos.

La segunda actitud, que parece contradecir la anterior pero que no la elimina, puesto que es su contracara, consiste en no creer: a pánico excesivo por un lado, excesivo descreimiento por el otro. Al menos en un principio, antes de que se hicieran oír los primeros estornudos, muchos argentinos nos hemos dicho lo mismo que muchos argelinos de Orán: que eso no puede pasarnos a nosotros porque vivimos en una ciudad normal, moderna y civilizada, y que, en consecuencia, hay que buscar al culpable entre los organizadores del complot, léase quienes inflan la noticia para vender diarios o quienes liberan el virus de sus probetas para vender Tamiflu. Sea como fuere, si peste hay, entonces evidentemente la nuestra es otra, nos decimos; nunca como la mexicana, porque nosotros somos blancos, limpios, comemos bien, y las cosas terribles suceden en sitios tan lejanos como ese otro país que fue San Telmo en el tiempo de mi bisabuela.

Todo lo cual nos lleva siempre al mismo punto: el diferente, ese que es pobre y que se apesta porque lo es. Un punto que en la novela de Camus aparece de lado, porque su tesis no es social sino existencial, pero que en la peste real en la que se basó no fue un dato menor: la mayoría de las muertes que efectivamente se produjeron tuvieron lugar en los barrios musulmanes, o sea, entre los "sectores carenciados", como lo susurramos hoy con un pudor expresivo digno de mejor causa.

Peligroso pudor que nos impide enfrentar la realidad, por lo menos diciéndola: entre nosotros, la mayoría de las muertes tienen lugar en ese otro país extranjero llamado conurbano, donde no se es blanco -porque el país arrastra la tara de su autoxenofobia- ni limpio -porque las montañas de basura no lo permiten- ni se come lo bastante en vista de lo anterior.

Ya con la peste del verano, la del dengue, que se borró gracias al frío, pero que se sigue gestando en los charcos putrefactos alrededor de la ciudad, hasta que los próximos calores la reanimen, se incurrió en la riesgosa, o criminal, delicadeza de afirmar que el mosquito no prefería los sitios de la miseria. Ahora, con la gripe porcina, tampoco se levanta la perdiz con suficiente franqueza.

Miedo del otro, del miserable, del negro, del animal. La peste evoca siempre a la bestia inmunda de la cual ansiamos desembarazarnos, porque nos muestra una imagen bochornosa de nosotros mismos. Alude a la impureza, la maldad, la mugre, el pecado, y también la corrupción, la maligna intencionalidad -todo lo que conduce a la búsqueda del chivo expiatorio-.

Nos parece indigno y ridículo morirnos de una enfermedad de ratas, cerdos, aves, mosquitos, vacas locas o, por qué no confesarlo, gente rotosa. La plaga humillante nos enclaustra en la soledad impoluta de nuestras casas, renovando antiguos terrores y vergüenzas: la Inquisición sabía lo que hacía cuando colocaba máscaras infamantes, de hierro, con orejas y trompa de cerdo o burro, a los condenados por su diferencia: judíos, brujas, herejes, homosexuales u otros, todos los otros.

Sólo con un movimiento de lucidez o, como dice Camus, con un esfuerzo para no distraernos, se logrará el remedio, que nunca será eficaz si se sigue negando que las primeras víctimas son las de siempre. No hay Tamiflu que actúe ni barbijo que salve cuando se vive encima de un basural. Si el dengue y esta influenza de marranos (que parece reavivar la memoria de las hogueras purificadoras en la España renacentista) logran hacer admitir que la erradicación del microbio debe ir de la mano con la de la exclusión, entonces podremos concebir una peste que nos vuelva humanos.

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