10 de junio de 2009

- NUCLEAR -



Armas atómicas



El terror nuclear

Carlos Escudé
Para LA NACION
Noticias de Opinión


"Apenas cayó la bomba, un fulgor enceguecedor asomó sobre el mar. De inmediato se elevó una espesa columna de humo tan alta como una gran montaña, cuya cumbre se expandió con forma de hongo. El mar cambió de color. Se calcula que la explosión mató a millares de ejemplares de especies submarinas. Varios grandes navíos se hundieron y muchos fueron dañados."

La crónica del diario La Presse, de Montreal, se refiere a los efectos, en la bahía cercana, de la detonación producida en el centro de Hiroshima, que ocasionó la muerte inmediata de unas 70.000 personas en tierra firme. Es citada por el historiador español Eloy Benito Ruano en un ensayo publicado en 2000, en el que reflexiona sobre las reverberaciones bíblicas de esa y otras crónicas de época del suceso. El distinguido medievalista la compara con el Apocalipsis de Juan: "El segundo ángel tocó su trompeta, y como una gran montaña de fuego se levantó del mar, y una tercera parte del mar se volvió de sangre, y pereció una tercera parte de las criaturas que lo habitaban, y una tercera parte de las naves fue destruida?" (VIII, 8-12).

La asociación no es caprichosa. A partir de agosto de 1945, en Europa y en Estados Unidos se cobró conciencia de que la humanidad había ingresado en una etapa en que contaba con los medios para desencadenar el fin de los tiempos. En los Estados Unidos, este despertar se convirtió en pánico cuando, en 1957, los soviéticos pusieron en órbita su primer Sputnik, y demostraron que poseían misiles de alcance intercontinental con los que podrían lanzar armas atómicas sobre ciudades norteamericanas. Multitud de gente pudiente se lanzó a construir refugios privados. A los niños se nos enseñaba que si veíamos un resplandor más intenso que el sol, nos echáramos de inmediato cuerpo a tierra.

Fui testigo directo de esta psicosis colectiva durante mi infancia y temprana adolescencia norteamericana. Vivía cerca de Boston y tenía entre doce y trece años cuando se desencadenó la crisis de Berlín de 1961 y la de los misiles de Cuba de 1962. Diariamente, nuestra primera obligación escolar era leer y comentar el periódico. Sabíamos que si el presidente Kennedy perdía su partida de póquer, la ciudad en la que vivíamos podía ser barrida al instante de la faz de la Tierra. Eramos infantes que comprendían que podía no haber mañana.

La psicosis se superó, porque los soviéticos resultaron ser gente racional, que reaccionó con sensatez al juego de la disuasión. No estaban dispuestos al suicidio, y por eso perdieron la Guerra Fría sin desencadenar un conflicto caliente. Pero, a partir de los atentados contra las Torres Gemelas de 2001, ingresamos en una era en la que algunos de los adversarios de Occidente asumen el suicidio místico asesino con entusiasmo. Y entre ellos, hay quienes poseen armamento nuclear, y otros que pronto podrían adquirirlo.

La alarma más reciente, provocada por Corea del Norte, es una amenaza mayúscula para Japón y para Corea del Sur, pero relativamente menor para la mayor parte del mundo. En contraste, los casos de Paquistán e Irán son de enorme gravedad. Paquistán ya tiene la bomba, su gobierno es muy débil, muchos de sus militares son fundamentalistas y su población es mayoritariamente extremista. Su arsenal puede caer en malas manos en cualquier momento. Y el gobierno de Irán, que pronto podría poseer una bomba, está juramentado a destruir a Israel, a la vez que financia combatientes extranjeros, como el Hezbolá libanés y el Hamas palestino.

Tarde o temprano, la proliferación de armas de destrucción masiva parece inevitable. Si Irán obtiene su bomba, habrá metástasis en el Medio Oriente. Y si Corea del Norte consolida su poder nuclear, la habrá también en el Extremo Oriente. Esto conlleva la posibilidad de que los días de vida humana en la Tierra estén contados.

Por cierto, si hay una reiteración en la historia humana, es que en todos los siglos se registran guerras totales, que son aquellas en que las principales potencias usan la totalidad de sus recursos para destruir a sus enemigos. En el siglo XX hubo dos, las más destructivas hasta el presente. Y la próxima, que ya se insinúa en la virulencia del extremismo islámico, bien podría ser la última.

Los optimistas opinarán que, frente a la macabra realidad de que las nuevas tecnologías de destrucción pueden aniquilar incluso al Estado más poderoso, ya nadie apelará a sus armas más potentes. Pero ese juicio tiene escaso sustento. Es mera conjetura que ignora otra constante histórica: que todo siglo tiene su "Hitler". ¿Qué es un Hitler? Un demente asesino a cargo de los destinos de una gran potencia; un Milosevic, en la Casa Blanca; un Pol Pot, en el Kremlin.

Debemos reconocer, por tanto, la validez de la analogía planteada por el investigador español. De pronto reaparecen en nuestro tiempo los terrores del Medioevo, pero con mayor fundamento. Cuando el hábitat humano parecía infinito e inacabable, había escasas razones para suponer un fin de los días. Las lanzas, sables y carros de batalla, incluso la pólvora, eran una amenaza para las vidas, pero no para la vida.

Por desgracia, la inexorable acumulación de tecnologías convirtió aquel hábitat infinito en uno cada vez más pequeño y acotado. Como el hombre casi nunca (des)inventa nada, esta involución estaba asegurada. Cuando aprendimos a luchar con armas de hierro, nunca más usamos las de bronce. Y cuando inventamos la bomba atómica, ésta no sólo se quedó entre nosotros, sino que su espectro amenazante se amplifica a medida que se suman más países al siniestro club nuclear.

Para los hombres, el planeta fue alguna vez una superficie plana, segmentada y sin fin, sobre la que siempre se podía avanzar o retroceder. Los pueblos más remotos no tenían contacto entre sí. Pero Colón y Magallanes convirtieron a la Tierra en una unidad esférica. Posteriormente, el ininterrumpido avance tecnológico en materia de transporte, comunicación y medios de destrucción hizo posible las guerras mundiales. Y con el advenimiento de la era nuclear, ya están en su lugar todas las piezas materiales necesarias para desencadenar la guerra final que la Biblia judeocristiana profetizó con la metáfora de una última batalla contra Gog y Magog.

Simultáneamente, el deterioro ecológico agiganta la posibilidad de la autodestrucción. Así como casi ningún Estado se desarma voluntariamente, porque eso significaría subordinarse frente a los que permanecen armados, casi ningún empresario está dispuesto a sacrificar un buen negocio en salvaguardia del medio ambiente, porque sabe que sólo serviría para que un competidor ocupara su lugar. Estados, empresas e individuos están sometidos a lo que la teoría del juego llama el "dilema del prisionero".

El ser humano pudo florecer en el hábitat ilimitado del pasado, pero sus pulsiones lo inclinan casi siempre a maximizar el beneficio egoísta de un segmento de la humanidad, a expensas de los intereses comunes de la especie. Y en un planeta cada vez más chico y hacinado, a partir de cierto umbral crítico el fin parece garantizado, ya sea por guerra, peste o por cambio climático.

Es así como, finalmente, las inverosímiles hipótesis milenaristas nos dieron alcance, triunfantes ante el escepticismo racionalista. Desde Ezequiel, la tradición judeocristiana confluye en la misma profecía. La cristiana Epístola de Bernabé (c. 135 DC); Agustín, en su Ciudad de Dios ; Isidoro de Sevilla, en sus Etimologías, y el Beato de Liébana, en su Comentario al Apocalipsis de Juan , entre otros, centran sus especulaciones escatológicas en el concepto de "semana cósmica". Lo mismo hace el Talmud judío, que pone un límite preciso al fin de los días: nos dice que éste se producirá en algún momento anterior al año 6000 del calendario hebreo, o sea el año 2240 de nuestra era.

Es algo muy creíble. Y el audaz pronóstico se realizó hace un milenio y medio, sin la menor sospecha de los aciagos desarrollos tecnológicos que, en nuestro tiempo, harían atendible la profecía.

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