1 de septiembre de 2008

- LEYES -





La ley del grupo y la ley de todos


Por Amy Gutman
Para LA NACION




Mi interés de toda la vida por la justicia se remonta a la figura de mi padre, que escapó de la Alemania nazi en 1934. Era un estudiante universitario judío y logró llevarse a toda su familia -sus padres y cuatro hermanos mayores- a vivir con él en India. La familia de mi padre no hubiera sobrevivido (y yo no estaría viva) si mi padre no hubiera tomado la iniciativa y si no le hubieran permitido inmigrar, primero a India y más tarde a los Estados Unidos.

Durante muchos años, mientras crecía en una pequeña ciudad de los Estados Unidos, fui la única chica judía de mi clase. Todo el mundo conocía la filiación religiosa de los demás. Los estudiantes católicos tenían tiempo libre para asistir a "educación religiosa", y yo iba a la escuela hebrea después de clase, una vez a la semana. Pero aunque éramos agudamente conscientes de que teníamos distintas identidades religiosas, no entendíamos lo que eso significaba.

Cuando el primer chico judío ingresó en mi escuela elemental, un compañero de clase dijo en el recreo que los judíos eran los asesinos de Cristo. Eso me hizo pensar, en una etapa temprana de la vida, sobre el papel que la identidad grupal desempeña en la vida de los individuos y de las sociedades democráticas.

Es imposible subestimar la importancia del papel de la identidad grupal, ahora llamada habitualmente "política de identidad", en las sociedades democráticas contemporáneas, en un amplísimo espectro de fenómenos que van desde la movilización política usual en época de elecciones hasta la desestabilización provocada por el malestar civil durante las crisis.

Los críticos de la política de la identidad suelen concentrarse en sus desventajas. Los grupos exigen a sus miembros lealtades que pueden entrar en conflicto con sus obligaciones hacia la sociedad, los otros seres humanos y el bien público.

Las identidades de grupo -cristiana, musulmana, judía, masculina, femenina, latina, negra, caucásica, por sólo mencionar algunas- casi inevitablemente estereotipan a las personas (ya sea como "asesinos de Cristo" o antisemitas, intolerantes o tolerantes, holgazanes o industriosos, fuertes o débiles, ambiciosos o solidarios). Los estereotipos, por naturaleza, encasillan a los individuos y limitan su libertad de autodefinición. Los estereotipos también tienden a generar hostilidad, en vez de las alianzas basadas en valores comunes, que son puntales de la democracia. Desconfianza, odio e incluso violencia suelen ser la consecuencia del carácter divisivo de esta política de grupos de identidad. No son la mejor receta para asegurar la salud de las democracias ni la defensa de las causas justas.

Sin embargo, los partidarios de las políticas de identidad nos pintan un cuadro muy diferente. Señalan que no sólo los seres humanos siempre han sido identificados con grupos, sino que siempre lo serán. Los seres humanos, observan, son animales sociales. Más aún: los individuos se identifican naturalmente con aquellos que son "como nosotros". Después de todo, "ser como nosotros" incluye identidades de grupo voluntarias e involuntarias de tan amplio espectro como identificarse (y ser identificado) como humano, varón o mujer, joven o viejo, cristiano, musulmán, judío, heterosexual, homosexual o transexual y así sucesivamente.

Negar la importancia de la identidad grupal no es negar tan sólo un componente fundamental de la identidad de cualquier individuo. Es también pasar por alto el papel positivo que la identidad grupal desempeña en la vida de mucha gente: muchos grupos identitarios -especialmente los grupos minoritarios, que han experimentado la discriminación por parte de las mayorías- proporcionan seguridad personal y sentido de pertenencia social, orgullo y respaldo mutuo, dado que las mayorías aún deben recorrer un camino para evitar plenamente las actitudes discriminatorias.

Y aun en ausencia de discriminación, los defensores de la identidad grupal nos recuerdan que los números cuentan. La clave del éxito en la política democrática es convocar, organizar y movilizar grupos, ya sean grupos de interés o grupos identitarios (habitualmente, son la misma cosa).

¿Existe la manera de zanjar esta disputa bastante enconada entre los críticos y los defensores de la política de identidad?

En la política democrática, la mayoría de las personas son más influyentes cuando actúan en grupo, y los grupos son expresión de una libertad básica: la libertad de asociación.

Si se les da libertad, los individuos se identificarán con un grupo. Pero una política que no se base en el sentido de justicia dividirá, más que unirá, a una democracia. La clave, entonces, es emplear el propio sentido de la justicia democrática como base y medio de evaluación de la política de identidad.

Hay muchos aspectos en los que una política -dependiente de los grupos, pero también basada en un sentido de justicia- puede actuar para garantizar igual libertad, oportunidad e igualdad cívica a todos los individuos, no sólo para los miembros más privilegiados o poderosos de los grupos aventajados o en desventaja.

Consideremos un caso muy claro -que podría haberse resuelto de otra manera- de negación de la justicia debido a la política de identidad: Julia Martínez vivió casi toda su vida en la reserva de indios pueblo de Santa Clara, en el sudoeste de los Estados Unidos. Se casó con un hombre navajo, y criaron ocho hijos. Hablan tewa, la lengua tradicional, y practican las tradiciones y costumbres de la tribu de los pueblo. Como Martínez se casó fuera de la tribu pueblo, a ella y a sus hijos se les negó la ciudadanía pueblo y el derecho a la seguridad social. Si Martínez hubiera sido un hombre casado fuera de la tribu, ella y sus hijos hubieran gozado plenamente de los derechos concedidos a los pueblo.

Martínez demandó a las autoridades tribales, invocando la ley de derechos civiles indígenas, de 1968: "Ninguna tribu india en ejercicio de su capacidad de autogobierno podrá negarle a ninguna persona que se halle bajo su jurisdicción la protección igualitaria de sus leyes." Martínez perdió el caso, porque la mayoría de la Corte Suprema de los Estados Unidos decidió que derogar las decisiones tribales, por buena que sea la razón, "es destruir la identidad cultural bajo el disfraz de estar concediéndola".

Según la opinión de la mayoría de la Suprema Corte, proteger la identidad grupal de la tribu pueblo significaba negarles a Julia Martínez y a sus hijos, así como a mujeres y niños de otras tribus, igual derecho a beneficiarse por medio de la afiliación y la pertenencia a sus tribus.

En nombre de la protección de la soberanía de los pueblo, la mayoría de la Corte Suprema negó concretamente a mujeres indias estadounidenses y a sus hijos una ciudadanía igualitaria, dado que no reconoció que la mayoría de los individuos tienen múltiples identidades grupales. Martínez es una mujer de la tribu pueblo, casada con un hombre navajo que es también un ciudadano estadounidense, con la expectativa de gozar de los mismos derechos que todos los hombres en las mismas circunstancias. Al negarle a Martínez los mismos derechos que a un hombre, como exigía la ley de derechos indígenas de 1968, también se le negó justicia. Eso la obligó a aceptar una posición subordinada, como pueblo y como ciudadana estadounidense.

El caso de Martínez ilustra lo erróneo de la idea de que debe concederse soberanía absoluta, sin ninguna consideración de la igualdad de derechos, a cualquier grupo. Martínez no perdió su apelación de trato igualitario por su identidad grupal, sino más bien porque la mayoría de los miembros de la Suprema Corte de los Estados Unidos decidieron conceder soberanía absoluta a las autoridades pueblo -que son todos hombres-, aun cuando eso implicara derogar la igualdad cívica, la igualdad de libertad y de oportunidades de las mujeres pueblo.

No existe ninguna clase de evidencia que demuestre que la identidad pueblo hubiera sido destruida por la decisión de conceder iguales derechos a las mujeres pueblo. Las identidades grupales, tal como expone este caso, son múltiples, no únicas. Sin duda, la identidad de Martínez como mujer pueblo forma parte de lo que implica la identidad pueblo. Debido a que las identidades grupales son múltiples y no únicas, y al hecho de que la democracia depende de la existencia de justicia, la relación entre identidad grupal y democracia es compleja. Una perspectiva democrática debe prestar atención a la interacción entre las identidades grupales y la política democrática, y evaluar esa relación basándose en principios de justicia ampliamente justificables.

Los grupos de identidad no son, en general, ni amigos ni enemigos de la justicia democrática. Plantean diferentes desafíos que deben ser resueltos por aquellos que se preocupan por la democracia. Los grupos identitarios ofrecen la ventaja de organizarse sobre la base de una identidad mutua dentro de la política democrática. También plantean desafíos a los subgrupos que forman parte de ellos y a los individuos que no pertenecen a ellos. Un enfoque democrático de la política de identidad sería reconocer tanto los roles positivos como los problemáticos que la identidad de grupo presenta en la política democrática. De esa manera, la noción de identidad en democracia nos sugiere una manera de reconocer lo bueno, lo malo y lo peligroso de la política de identidad, para poder así estimular lo bueno y desalentar (aunque no podamos erradicar completamente) lo malo y lo peligroso.

La autora es rectora de la Universidad de Pensilvania. Su último libro es La identidad en democracia (Katz).
Traducción: Mirta Rosenberg

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