8 de septiembre de 2008

- PROBLEMITAS -



La conjura de


los necios



El debate intelectual y el poder abrumador de la izquierda cultural.
Por qué el progresismo se impuso en el campo del pensamiento.



Protesto. Protesto formalmente y aunque poco y nada creo en eso de asumir la palabra ajena (ser “la voz de los que no tienen voz”), me parece que en este caso expreso la opinión de muchos que –como yo– consagran su vida al estudio, la reflexión, la creación artística o cultural, sin encontrar no obstante el debido acceso al espacio público.

Intentaré explicarme. Los recientes debates intelectuales a propósito del conflicto entre el Gobierno y el campo pusieron en evidencia una vez más, a mi juicio, el poder abrumador de la izquierda cultural. Su hegemonía. Como para que no lo olvidemos o no nos hagamos ilusiones.

La izquierda cultural o –si se prefiere– el progresismo, dominan sin disputa los espacios culturales disponibles, entiéndase universidades públicas, centros de investigación, bibliotecas, suplementos literarios, editoriales, revistas culturales, centros de exposición, museos, teatro, cine, radio, televisión... y cuánto yo haya pasado por alto y el lector desee agregar. En síntesis, los instrumentos de producción y reproducción sistemáticos de la cultura, incluyendo la industria cultural.





Tanto en nuestro país como en el resto del mundo occidental este estado de cosas no se ha generado de la noche a la mañana sino en largo tiempo a través de una paciente práctica de poder. Sin embargo, en los años que corren del nuevo siglo, el proceso de acumulación de poder se ha acelerado de un modo impresionante. La causa próxima de ello es el apogeo del pensamiento neoliberal que sucedió al vergonzoso capítulo final del experimento socialista soviético.

Ante la crueldad, desconsideración y vocación minoritaria de las propuestas neoliberales, inaccesibles para el común (¿cuántos estamos en condiciones de ser empresarios exitosos?), la reacción era de esperar. Mucha envidia y resentimiento se incubaron durante la década del ’90 y la izquierda cultural supo aprovecharlo sagazmente. Hoy, ser de “izquierda” es un sobreentendido, un dato del sentido común del mundo de la cultura, algo que se da por descontado. Intelectuales y artistas son, por naturaleza, de “izquierda”; caso contrario, no integran la corporación.

Pero esto no es todo. A la disposición de los principales resortes, se suman algunos procederes típicos, acaso no del todo recientes, pero notoriamente potenciados por estos días. En primer lugar, la omisión deliberada de los puntos de vista que permanezcan fuera del territorio imaginaria pero efectivamente delimitado por la izquierda cultural, que escapen a lo admitido. Omisión de los puntos de vista quiere decir también, en buen romance, exclusión impiadosa de las personas que los sustentan. La fórmula es tan simple como antigua y eficaz: jamás mencionarlas por su nombre y apellido.

Va de la mano con esto, en segundo lugar, la confección de la agenda, de lo que se ha de debatir. Cuáles son los temas e, incluso, la manera en que ha de abordárselos, las opciones que ofrecen. Sin solución de continuidad, en tercer lugar, la conversión de la problemática vigente dentro del orbe progresista en la única posible, el pensamiento único. No existen otras cuestiones, supuestamente, que las que afligen a la izquierda cultural. Y en los términos en que le preocupan.





Tampoco otras tendencias literarias o plásticas que las que le apetecen. Y así con todo lo demás (cine teatro, etcétera). Ejemplo paradigmático: cuál es la orientación que debe adoptar la izquierda después del derrumbe del comunismo. O si existe todavía un sujeto revolucionario. Más de una vez me he preguntado por qué razón los que no provenimos del marxismo tendríamos que discutir esto. ¿Y si nos interesaran otras cosas? ¿Y si estas tuvieran no obstante algún valor? ¿Por qué uno estaría obligado a ocuparse de lo que no le interesa?

Quizá todo lo dicho sería disculpable si el progresismo mostrara signos de una vitalidad pujante. El despotismo puede ser índice de la fortaleza de una juventud desbordante o de decadencia senil. El carácter abstruso y rebuscado del discurso de la izquierda cultural, su alambicamiento, así como su falta de ideas y su indefinido dar vueltas sobre las mismas cosas, evocan el escolasticismo tardío, cuya sutileza sólo testimoniaba que la vida, a la busca de nuevos horizontes, ya se había alejado de él.

Pero además de la escolástica tardía vale la pena recordar también cómo en medio de semejante desolación se alzó la figura de René Descartes cuyo discurso, infinitamente menos sutil, casi bárbaro, inauguró sin embargo una nueva época. A veces la civilización necesita de los grandes simplificadores, aquellos que se atreven a cortar el nudo gordiano. No es ocioso destacar que Descartes fue hombre ajeno a la Universidad y al resto de las instituciones culturales.

Estamos a la espera de nuevos Descartes que señalen los rumbos por donde encaminarse el siglo que comienza. Mientras tanto, soportamos la escolástica marxista tardía, discurso que, huérfano de todo frescor juvenil, nos agobia con su rebuscamiento ininteligible, cegando posibilidades creadoras.


Por Silvio Juan Maresca
Filósofo
Revista Noticias

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