4 de mayo de 2009

- ENCUESTAS -




Política y sociedad


El reinado de las encuestas


Desprestigiados ante los ojos de los votantes, los sondeos vuelven a ocupar hoy un lugar central en la construcción política, aunque ya no tanto como modo de auscultar la opinión ciudadana, sino como herramienta de negociación en la trastienda política. ¿Por qué tienen tanto protagonismo? ¿Cuáles son los riesgos de una cultura democrática más preocupada por la vidriera mediática que por la construcción de consensos y programas?


Por Raquel San Martín
Noticias de Enfoques



Pocas personas conocen tan de cerca la intimidad de los políticos como los encuestadores. Como los astrólogos detrás de los reyes, pero munidos de la legitimidad científica de su profesión, pueden dar a los candidatos algo que en tiempos inciertos se vuelve valiosísimo: una certeza a la que aferrarse.

El problema es que, mientras los partidos políticos se desmembran hasta volverse irreconocibles y las reglas de juego electoral se violan sin pausa, la certeza de las encuestas empieza a volverse cada vez más efímera. ¿Cómo puede alguien emitir una opinión razonada sobre una candidatura cuando las opciones cambian todo el tiempo?

Sin embargo, en una carrera hacia adelante, los políticos -oficialismo, oposición y alrededores comparten esta conducta, con algunas excepciones- tienen un comportamiento paradójico: con sus vaivenes y negociaciones complican el panorama para los votantes, pero luego salen desesperadamente a querer saber qué opinan. Mientras tanto, las encuestas empiezan a usarse cada vez más como herramientas de negociación en la trastienda política, además de como insumos de corto aliento para las decisiones de campaña.

"Las encuestas han dejado de ser un mecanismo de ayuda para poder auscultar las demandas ciudadanas y se han convertido en cartas de negociaciones políticas poco transparentes y divorciadas totalmente de cualquier lógica partidaria", describe Enrique Peruzzotti, profesor de la Universidad Torcuato Di Tella e investigador del Conicet. "Desde el 2001-2002, las dinámicas políticas se han oligarquizado y están centradas fundamentalmente en lograr acuerdos entre élites por el reparto de cargos públicos y puestos en las listas", afirma.





En otras palabras, si hasta hace poco un político gastaba entre 20.000 y 70.000 pesos para medir su imagen positiva en un distrito, ahora lo hace para tener un certificado de popularidad -efímero pero convincente- que eleve su valor ante potenciales aliados o que logre inquietar a abiertos competidores.

De usarse como brújula para leer el estado de la opinión pública, proyectar la dirección de una campaña o testear el conocimiento de un candidato, los sondeos pasaron a ser clave para decidir si habrá campaña o transformar a alguien en candidato. Nacha Guevara hace unos días, o Palito Ortega y el propio Daniel Scioli durante el menemismo, entre muchos casos, son ejemplos de este uso. "La crisis de representación de 2001, todavía no resuelta, ha provocado mayor discrecionalidad, acuerdos precarios y no programáticos, desdibujamiento de las identidades partidarias y una frivolización de la política que muchas veces queda reducida a una búsqueda de personalidades que den bien en las encuestas o que no generen fuerte resistencia social", dice Peruzzotti.

En este escenario, políticos y encuestadores están atrapados en una relación de mutua necesidad, pero plena de desconfianzas y de un cinismo que asombra. "La gente no cree en nada, ni en los políticos, ni en los medios, ni en las encuestas", resumió con sinceridad aplastante ante LA NACION un profesional reconocido de los sondeos de opinión. "Los encuestadores tienen un desprestigio bien ganado", comentó un asesor de campaña opositor, cuyo espacio está, sin embargo, "en pleno casting de encuestadores".

Heriberto Muraro, sociólogo, director de Telesurvey y uno de los encuestadores con más trayectoria en el país, lo llamó un "juego de espejos": "El público no está interesado en las elecciones, sino preocupado por otras cosas, y espera que los políticos le digan cuáles son las opciones para poder elegir el 28 de junio. En vez de hacer eso, los políticos le preguntan quiénes quieren que sean los candidatos. Es una suma de desconciertos que se retroalimenta".

En otras palabras, la misma incertidumbre y fluidez del escenario político invalida la eficacia de los sondeos. Como dijo un encuestador a LA NACION, "estamos viviendo tal cantidad de ensayos, propuestas descabelladas y golpes de efecto que a la gente le cuesta entender qué pasa y las encuestas se convierten en un instrumento cada vez menos fidedigno. Los sondeos suponen que las personas tienen cierto nivel de información y tiempo para reflexionar, en contextos de relativa estabilidad".

Trivialidades mediáticas
Con la atención puesta obsesivamente sobre los entretelones de la política, los medios son el otro componente de este nuevo uso de las encuestas. "Los medios tienen cierto grado de responsabilidad, porque su cobertura política muchas veces se reduce a las trivialidades del día a día de este proceso de descomposición de la política democrática. La agenda política en estos días parece reducirse a una patética pugna entre élites por mantener sus posiciones de poder y privilegios", aporta Peruzzotti.

Muchos encuestadores también tienen reclamos que hacerles. "Los medios no ayudan al público a diferenciar encuestas creíbles y no creíbles, difunden todo, especialmente sondeos que promueven los propios políticos. También dicen que un político "encargó una encuesta". Los políticos tienen proveedores permanentes, las encuestas son parte del plan de campaña", dice Mora y Araujo.

A pesar de ser constantemente escudriñados, a los votantes les llega, a través de los medios, sólo una pequeña porción de todas las mediciones que, a velocidad febril, manejan la mayoría de los políticos. Muchas de ellas ni siquiera están hechas para ser difundidas, sino como armas en la negociación interna.

Basta con recordar, por ejemplo, cuáles fueron los principales argumentos que cruzaron De Narváez y Solá para definir quién encabezaría la lista que conforman. "Las encuestas influyen poco en la gente. Se sabe que quienes más las consumen son los políticos", apunta Manuel Mora y Araujo, uno de los "padres fundadores" de esta profesión en la Argentina.

"Los políticos tienen una gran desesperación por saber. Tienen igual nivel de incerteza que la gente y además tienen miedo", describe Jorge Giacobbe, director de su empresa de mediciones de opinión.

Pero la campaña sólo exacerba lo que, en casi toda la dirigencia, es una necesidad permanente. Cuando era presidente, Néstor Kirchner encargaba dos encuestas de imagen por semana y a sus encuestadores de cabecera agregaba otro, "cuando quería saber qué estaba pasando de verdad". Eduardo Duhalde es otro conocido consumidor de sondeos, como el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, que "mide todo todo el tiempo". Los servicios que se ofrecen se han profesionalizado al extremo, y van desde sondeos puntuales a mediciones cotidianas, encuestas cualitativas y focus groups .

Así como se identifica a Julio Aurelio con el peronismo, Artemio López, Enrique Zuleta Puceiro, Ricardo Rouvier y Roberto Bacman suelen hacer trabajos para el Gobierno, que pagaría unos 300.000 dólares por año a su encuestador predilecto. Por supuesto, los políticos con más recursos y mayor nivel de ansiedad pueden contratar a varios encuestadores simultáneamente, o tener su propio equipo, como Francisco de Narváez. Y los otros muchas veces pueden lograr que una empresa financie los sondeos a modo de aporte a la campaña.





En cualquier caso, este nuevo uso de los sondeos empieza a identificar a las encuestas con una desviación de una práctica política seria. La líder de la Coalición Cívica, Elisa Carrió, lo dejó claro cuando recordó al ex presidente Raúl Alfonsín, tras su muerte, diciendo que "no era un producto de las encuestas. Tenía su propia ética y su vocación".

Expertos y analistas coinciden en que el quiebre en el uso de las encuestas -de instrumento de diagnóstico al marketing político y de ahí a la herramienta en la interna-empezó a hacerse visible a fines de la década del 90, después de un ciclo de encantamiento con los sondeos que se hizo añicos, como tantas otras confianzas institucionales, en la crisis de 2001. En las elecciones provinciales de Tucumán en 1999, para agregar una gota más al vaso de la sospecha, las encuestas de los días previos, que multiplicaron los medios nacionales, daban ganador al candidato de Fuerza Republicana, Ricardo Bussi. Pero los datos oficiales mostraron el triunfo contundente del opositor Julio Miranda.

"Hace una década, en la campaña nacional de 1999, fue notorio que los candidatos empezaron a enojarse con las encuestas, al ver que la difusión de sus resultados podía tener malos efectos políticos", recuerda Mora y Araujo. "Por eso, algunos políticos empezaron a ?embarrar la cancha´, a decir: ninguna encuesta es creíble y todas están dibujadas, sobre todo cuando los resultados les dan mal", señala.

Orlando D´Adamo, director del Centro de Opinión Pública de la Universidad de Belgrano (Copub), afirma que el uso intensivo de las encuestas se empezó a dar en la presidencia de Néstor Kirchner, que vivía pendiente de los sondeos. Y sostiene que desde entonces la gente empezó a sospechar de las encuestas. "Al desaparecer los partidos políticos, las corrientes internas de apoyo a un candidato y las trayectorias en esos espacios, se reemplazan las internas por las encuestas, lo que redunda en una pérdida de debate político importante", dice.

En 2004, mientras el entonces presidente Kirchner se ocupaba de difundir sondeos de imagen que llegaron a darle casi un 80 por ciento de imagen positiva ("en cualquier país, tener 60 por ciento es motivo de festejo", contextualizó un encuestador), el Copub preguntó a los porteños qué opinión tenían de esas encuestas. El 46,7% dijo que le parecían "una manipulación de la opinión pública", casi el 18% manifestó sentir "cansancio y saturación" y el 14% dijo no leerlas. Para casi el 50%, los resultados no eran confiables.

"Hicimos mediciones sobre la imagen positiva de las encuestas y sabemos que la gente no las lee. La verdad es que no son un género periodístico muy divertido. Son números y eso es aburrido para la mayoría de la gente, que sólo retiene el resultado más global", coincidió Muraro.

Sin embargo, las nuevas reglas del escenario político, con la desaparición de las señales tradicionales de apoyo, como las movilizaciones de grandes masas o las afiliaciones partidarias, hacen que las encuestas sean casi la única señal "objetiva" -dicho con cautela- de favor electoral que se puede esgrimir ante aliados y adversarios. "Con los partidos políticos cada vez más resquebrajados, las nuevas fuerzas, del Frepaso para acá, que no tienen estructura ni figuras canónicas de un partido, tienen que hacer valer su único capital, la popularidad, y eso se hace mostrando las encuestas", apunta Gabriel Vommaro, sociólogo, docente-investigador en la Universidad Nacional de General Sarmiento y autor del libro Lo que quiere la gente (Prometeo), sobre el uso de las encuestas políticas entre 1983 y 1999. Para Vommaro, se trata de una práctica que está a punto de desborde en esta campaña. "Antes era más vergonzante que un político dijera que se definía un candidato por las encuestas, ahora casi no hay reparo en mostrarlo", señala.

La desconfianza entre políticos y encuestadores (podría hacerse un paralelo con la que existe entre políticos y periodistas) parece hoy exacerbada. Los encuestadores dicen que los políticos modifican los resultados de las encuestas que no los favorecen para darlos a conocer, o que eligen sólo un par de cuadros, o una lectura de ellos, para difundir. Que no vuelven a contratar encuestadores para los que "dan mal". Que no tienen presupuesto, ni factura ni orden de pago. Que piden medir lo imposible.

"Acabo de cortar con un cliente que me pidió medir siete escenarios distintos en una misma zona. Le expliqué que no es posible, que los resultados no serían confiables, pero creo que no lo convencí", ejemplificó un encuestador.

De a poco, el uso intensivo de encuestas para la negociación política y para la construcción de una campaña en los medios puede ir minando el patrimonio decisivo de un encuestador: su credibilidad, en un mercado que está en expansión pero en el que los trabajos de peso se concentran en unas pocas empresas. En efecto, el mercado argentino de encuestadores muestra hoy una decena de empresas consolidadas y otras con menos trayectoria pero con la fortuna de haber sido elegidas por un cliente con visibilidad mediática, rodeadas por cientos de empresas pequeñas y hasta encuestadores independientes. Manuel Mora y Araujo, Julio Aurelio, Hugo Haime, Heriberto Muraro, Edgardo Catterberg y Graciela Römer son algunos de los que tienen mayor trayectoria en el país (muchos incluso con militancia política de distinto género en los 80). Empresas con la multinacional Gallup, CEOP (Roberto Bacman), Equis (Artemio López), Analogías y Poliarquía comparten hoy un espacio que se fragmenta cada vez más, sobre todo en el interior del país. "No tenemos estadísticas ni registros formales de los encuestadores, pero el número global debe de haber crecido en los últimos años, en concordancia con las desagregaciones de los movimientos políticos", dice Jorge Lipetz, presidente de la Sociedad Argentina de Investigadores de Marketing y de Opinión.

"En los últimos 5 o 6 años se dio un proceso de prostitución de la encuestología, es decir, la subordinación de parte del elenco de encuestadores a los fines del contratante", dice Giacobbe, una opinión sobre "la manipulación de las encuestas" que en distintos términos comparten casi todos. Pero ese desdibujameinto profesional también preocupa a los dirigentes. "Es difícil elegir con quién trabajar. Hay algunos que te levantan la imagen para que los vuelvas a contratar, dibujan datos o se los llevan a otros", se lamentó un jefe de campaña.

En la memoria hay argumentos para tener cuidado con la confianza. Como lo que sucedió en octubre de 2006 en Misiones, cuando el triunfo de la lista opositora que encabezaba el obispo Joaquín Piña por más de 13 puntos dejó tan anonadado al entonces presidente Néstor Kirchner como a los encuestadores nacionales que, en todos los casos, habían dado a Piña por seguro perdedor.

Pensándolo bien, la reticencia de los votantes a creer en los sondeos es comprensible. Si el proveedor estatal de números, el Indec, está sospechado de manipulación, no es raro que la gente vea una cifra y desconfíe.

© LA NACION

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