19 de mayo de 2009

- POESIA -




La poesía que forja y que educa




Pequeñas llamas contra el viento

Ernesto Schoo
Para LA NACION
Noticias de Opinión
Foto: Alfredo Sabat


Si escribo en primera persona, no es para hablar de mí ni para suscitar elogios ni vanagloriarme de virtudes que no tengo. Lo hago para hablar de personas sometidas (millones en el planeta) a una existencia que poco tiene que ver, no ya con el vértigo del consumo, sino con las mínimas condiciones en que un ser humano puede desarrollar una existencia digna. Modesta, pero digna. Y como estoy convencido de que lo único que califica al hombre como tal es la solidaridad (y la compasión; no la lástima), me atrevo a contar, alterando levemente los nombres, una historia de este país, esta ciudad y estos tiempos terribles (¿hubo alguna vez otros?). Porque creo que esta historia, pese a las penosas circunstancias en que transcurre, emite una luz de esperanza. En el último párrafo de su admirable biografía de San Francisco de Asís, Chesterton dice que la vida del santo brilla, en la espesa tiniebla del mundo, como la débil llama de una vela: ojalá que el vendaval que ruge en el seno de esa tiniebla, no la apague.

Para resumir: conozco a Mora (llamémosla así) y los suyos desde hace diez o doce años. Todos los domingos por la mañana yo paseaba mi perra, y ella estaba sentada junto a la vidriera de la panadería, a la vuelta de mi casa, con dos de sus hijos: un varón de un año y medio o dos, provisto de una cabellera que se le enredaba en la cabeza y descendía hasta los hombros (Mora me informó que no le cortaba el pelo en cumplimiento de una promesa hecha a la Virgen), y una nena de cuatro o cinco años. Todos los domingos, yo le daba una moneda de un peso (aclaro que no soy el único en el barrio que se ocupa de esta gente, otros vecinos también lo hacen). Con el tiempo, empezamos a hablar, porque Mora es muy simpática y conserva, en un rostro ajado -a pesar de que debe de ser joven aún-, unos ojos espléndidos, muy expresivos. Me enteré así de que el niñito sufría de los bronquios y, debido a la mala alimentación, era ligeramente retrasado. La nena no, todo lo contrario: hoy Pamela es una adolescente estudiosa, que cursa el secundario con buenas calificaciones.

Madre e hijos vivían entonces en un (para mí) vago territorio entre Quilmes y Berazategui, creo, en condiciones penosas. Poco a poco, nuestras vidas comenzaron a entreverarse: Mora me preguntó si no tendría yo un inhalador para el nene, y dio la casualidad de que, dado que soy asmático, lo tenía, pero en desuso. Un ventarrón se llevó el techo de su precaria vivienda: algunos vecinos y yo contribuimos a que se repusieran las chapas. Cuando Pamela empezó la primaria, le compramos los primeros útiles, el primer delantal. Por ahí merodeaba una abuela, astuta y mentirosa, en busca de sacar algún provecho para ella: su nieta me contó que, cuando vivían juntos, la vieja les pegaba, a ella y a sus hermanos, con un trozo de neumático. Por suerte, ha dejado de frecuentar el barrio.

Así las cosas, Mora se mudó a un "asentamiento": me imagino que es un eufemismo para designar una villa. Allí le mataron al mayor de los varones, que no había estado viviendo con ella hasta ese momento, sino con unos parientes. Un chiquito de cinco años. El compañero de Mora murió y circuló la voz -falsa- de que ella habría cobrado una indemnización: alguien entró en la casa, en su ausencia, exigió que el chico le dijera dónde estaba el dinero y, al no tener respuesta, lo mató a palos. Así me lo contó su hermana mayor, al día siguiente, cuando vino a pedir algo para enterrarlo, si bien la municipalidad del lugar les dio el ataúd y un sitio en el camposanto. Nunca he sabido a ciencia cierta si el asesino fue hallado y castigado, porque las informaciones son confusas. Poco después, murió el menor, en el hospital Pedro Elizalde, al cabo de un calvario bronquial que lo obligaba a usar mochila, y tras un vano intento de comenzar a educarlo en un jardín de infantes.

Han pasado los años, Mora me dice que ahora vive en su propia casa, aunque muy lejos de Buenos Aires, y han ido apareciendo otros parientes, sus sobrinos, Tico y Jezabel. Tan sólo conservo este nombre verdadero porque me resulta inexplicable, dados los dudosos antecedentes de su primera portadora histórica; pero he observado que, en la familia, predominan los apelativos bíblicos: los hijos muertos de Mora se llamaban Joel y Jonathan. ¿Influencia de alguna misión evangélica? Me lo pregunto. Con estos sobrinos -y con la emprendedora, aplicada Pamela, cuyos cuadernos, que me muestra de vez en cuando, abundan en "muy bien, diez" y son ejemplo de prolijidad-, es que se encienden, a mi entender, las pequeñas luces de esperanza. Hace poco, Tico (tiene catorce años, representa menos) me pidió "un libro de Antonio Machado". Ante mi asombro, me explicó que en el colegio -séptimo grado, imagino- le pidieron que llevara versos de Machado y los comentara. Le presté una antología del poeta y me enteré de que su trabajo fue calificado con un nueve. Días después, su hermana, la vivaz Jezabel, de diez u once años, vino a pedirme (para ellos, yo soy "don Ernestor -así, con ere final-, el escritor") un libro y una biografía de Neruda. Le compré Veinte poemas de amor y le imprimí de Internet los datos requeridos. No puedo describir el entusiasmo con que casi me arrebató el libro y los papeles, y de inmediato se puso a leerlos, en la puerta del supermercado cercano donde la familia se instala casi todos los fines de semana.

Ignoro a qué escuela concurren Tico y Jezabel, no sé si lo que les piden sus maestros nace de iniciativas propias o del programa de estudios en vigor en la provincia de Buenos Aires. Lo que me asombra, me admira y me conmueve, casi hasta las lágrimas, es el hecho de que se los eduque y se los sensibilice a través de la poesía. La poesía como herramienta para forjar a una persona.

Conviene advertir, de paso, que estos chicos están siempre limpios, lavados, peinados y lustrados, con ropas que suelen estar remendadas, pero que se ven decorosas. Esto me indica que, pese a las circunstancias lamentables en que viven, la familia aspira a algo más: no han aceptado la fatalidad ni perdido la esperanza. Saben que la única manera legítima de salir de la pobreza y del atraso es mediante el estudio, la adquisición de conocimientos y el trabajo. A Pamela, desde este año ya en el secundario, le enseñan inglés y computación. El último fin de semana, Mora me anunció que a Tico le pidieron en el colegio un diccionario ilustrado. "¿Qué es un diccionario ilustrado?", me preguntó. Y me confesó que es analfabeta.

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