25 de agosto de 2009

- ARGENTINA HOY -



















El gran escritor franco-rumano nos recomendaría trabajar para el renacimiento

Cioran y la Argentina de hoy

Abel Posse
Para LA NACION
Noticias de Opinión


"Pasemos del infinito negativo de la nostalgia al infinito positivo del heroísmo"
(E. Cioran, refiriéndose a la decadencia rumana).

Hay un momento en las alternantes decadencias de los pueblos en que nos sentimos desesperados por el destino grande que nos imaginamos en tiempos de bonanza y de éxito (como fue el caso de la Argentina desde la organización, a partir de 1853, hasta la Guerra de las Malvinas, para fijar un hito aproximado). De país respetado y admirado, fuimos pasando, de tropezón en tropezón, a una desilusionante comunidad capaz del error y hasta del ridículo.

Es la falta de valores y la pérdida del orgullo nacional lo que nos lleva a la descomposición de las formas políticas y a la decadencia económica. Esto nos cuesta entender a los argentinos, que somos incapaces de reflexionar sobre la enfermedad básica que nos acosa: los disvalores, los mecanismos errados y hasta una concepción falsa y rencorosa acerca de la realidad del mundo actual.

En Francia se acaba de publicar, en Editions de l´Herne, un curioso conjunto de ensayos de Emile Cioran, el extraordinario filósofo franco-rumano, sobre sus reacciones de indignación ante la Rumania de los años 30, sumida en la grave e insuperada decadencia, que pagaría como sierva y luego con decenios de comunismo, hasta el fusilamiento del matrimonio Ceaucescu.

Implacablemente, Cioran denuncia a su pueblo, a sus connacionales de aquella década: "Somos un pueblo, una aglomeración, pero no una nación. Porque en vez de batirnos por una idea histórica, en el mejor de los casos, sólo hemos vivido a la defensiva. Hemos ido a la rastra de la Historia?"

Afirma Cioran que cuando se llega a ese punto, ya no hay "soluciones administrativas", sean del orden político o del orden económico. Se requiere una disposición heroica o un hecho histórico mayor, capaz de producir una situación, como la del enfermo al que sólo una crisis salvará de llegar a la etapa terminal.

Para Cioran, los pueblos no tienen destino en el mundo hasta el momento en que ingresan por el umbral de la historia. La historia es existencia. Lo demás es sobrevivencia insignificante, mera duración. (Los argentinos sentimos que caemos de una historia brillante en la mera duración insignificante y decadente de hoy.)

Cioran introduce una palabra más propia de la teología que de la política: afirma que cuando un pueblo entra en ese estadio de inoperancia y decadencia sólo podrá reintegrarse en la corriente de la historia mediante una "transfiguración". Debe arrancarse de la mediocridad, de la vulgaridad y del conformismo de sus formas acostumbradas y encender creativamente todas las figuras que componen la multiplicidad de un pueblo.

Debe transfigurarse, ir más allá de las figuras de la cotidianidad y alzarlas en pasión, en voluntad, en alegría, en creación, en prosperidad, en amor; no quedarse estancado en la demagogia, en la chatura del pueblo inerte y conformista, y levantarse hacia la anagogía, hacia lo espiritualmente superior.

Eso ocurre cuando un pueblo es protagonista del tiempo, más allá del mero durar. Un viento de voluntad y de dignidad nacional lo lleva a afirmar sus posibilidades, conjugándolas con las mejores corrientes de su época. El orgullo nacional se recupera desde la cultura. Se trata de ser desde la propia cultura; esto quiere decir, sin renunciar a lo particular, a su idiosincrasia, a su estilo.

Tal vez, después de la derrota en las Malvinas, se estableció en nosotros el demonio del escepticismo. Salvo alguna excepción, no hay convocatoria sobre estos temas, que están muy por encima de lo cotidiano. Somos una generación aburrida, espesa, carente de imaginación y de coraje. Aceptamos dirigentes que, por lo general, están muy por debajo del nivel de la inteligencia de los argentinos. Es como si hubiésemos firmado un sombrío pacto de resignación para la mediocridad.

Perdimos el sentido de pertenencia y de presencia en la historia de nuestro tiempo. Hasta nos hemos despegado del Mercosur, de la imprescindible estrategia conjunta con Brasil y hasta con la hermandad continental nacida de los Libertadores. (Brasil, con su voluntad nacional intacta, ingresa en los espacios mayores del poder mundial. La Argentina se esfuma en la insignificación internacional.)

El politicólogo Marcelo Gullo acuñó el término "insubordinación fundante" para el sentimiento que se va dando en muchos pueblos y a lo largo de la historia para rebelarse contra la mediocridad y para acceder a las formas políticas mayores de su época y de sus intereses nacionales.

Esa fiesta de protagonizar una "insubordinación fundante" es ejemplificada por Cioran con la figura de Charles de Gaulle, que asume el poder en una Francia débil y desprestigiada, vencida con poca lucha y con enormes dificultades económicas desde la posguerra, y que propone a los franceses no el mero bienestar burgués, sino nada menos que la grandeza, el retorno a una Francia capaz de aportar creación, estilos, principios, ideas nuevas para el mundo.

Para superar la decadencia se necesitan sentido de la aventura y desafío de creatividad, en todos los órdenes. De Gaulle estableció el resurgimiento a partir de los valores nacionales, el sentimiento patriótico y la reacción de dignidad que los franceses sentían en profundidad y con culpa.

¿Podremos los argentinos de esta hora mediocre alzarnos hacia la fuerza de dignidad que alguna vez tuvimos?

Somos una generación resignada a verse caer en la escala de valores de las naciones. Cada día, anotamos con prudencia de notarios la torpeza cotidiana que enseguida olvidaremos. Vivimos una democracia aparente, carente de mecanismos de reacción, que ni siquiera puede defendernos del autoritarismo insólito que sigue ejerciendo el señor K en el pleno uso ilegítimo de los poderes del Estado.

Hemos vinculado la idea de democracia con la de debilidad y hasta con la de indiferencia.

Vivimos un interinato minoritario desde el 28 de junio último. En esos comicios, la voluntad nacional se expresó en dirección contraria al oficialismo, y hasta indignada por causa de un estilo de gobierno capaz de dañar la economía tanto como el prestigio del país.

En esta hora, el Gobierno, que es mandatario y no mandante, debe servir para restañar la republicanidad dañada, la economía paralizada y la pobreza que ya se hace mayoría en el país que hasta hace poco en nuestra región fue el más poderoso y rico.

Para esto debe abrirse inexorablemente al diálogo con todos los factores de poder de la Nación y abandonar el rencoroso búnker en el que se definió nuestra actual decadencia. No podemos imaginar dos años de presidencia vicaria, usurpada, no asumida realmente.

Nos preceden muchas generaciones que vivieron con pasión sus convicciones, insubordinaciones y renovaciones: los guerreros de la independencia; la generación de los constituyentes, que se propusieron no sólo estructurar un país sino ser una gran nación; la inédita alianza fundacional Roca-Sarmiento; los hombres del 80, con su voluntad modernizadora y educativa; la republicanidad impulsada por el yrigoyenismo; el peronismo justicialista; el frustrado intento de Frondizi; el restablecimiento democrático de Alfonsín, hasta el entusiasmo menemista de primermundismo.

Todos estos momentos fueron vividos con pasión. Pasado su tiempo, dejaron su aporte enriquecedor y sus mitologías. Exaltaciones, contradicciones, pero siempre la pulsión de voluntad y de fe en la Patria.

Hoy, los dirigentes se nos presentan como prudentes administradores de un largo aburrimiento y de una decadencia que parece ya el consentimiento de un naufragio. Los vencidos del 28 de junio se mueven y conspiran para un futuro como vencedores. Los vencedores muestran una irritante pasividad, de vencidos apocados.

Urge salir de esta encerrona. Los sectores políticos deben reorganizar la nación a partir de la definición de políticas de Estado válidas para todos. Los dos pilares para hallar consenso fueron ampliamente aprobados en los debates electorales: 1) reorganización institucional republicana, y 2) reconstrucción inmediata del agonizante centro productivo nacional, el agro.

Pero el tema de nuestro tiempo argentino es ineludible: reconstruir esta patria disminuida, enferma, descolgada de sus propios valores. Sin heroísmo ni mucho orgullo, como dudando de su lugar dentro el mundo. Es una tarea educativa, pero que debe encararse de inmediato. Una tarea de fe colectiva.

Sarmiento creía en la instrucción pública indispensable. Alberdi veía más lejos, tal vez en el sentido de lo sugerido en esta nota: una nación se afirma desde la voluntad nacional de la comunidad que la habita. Sin sentido de gloria, no habrá gloria. Sin sueño de heroísmo, sólo habrá entes, meros ocupantes de un terreno comprado en mensualidades, no de una patria. Sin una educación de orgullo y de voluntad de superación, sería imposible repetir nuestras realizaciones de país grande.

Hoy necesitamos educación del alma, más allá del pupitre y del pizarrón (que también faltan).

Nuestros errores políticos, sociales y económicos se reiteran porque tenemos un subconsciente enfermo, de país que piensa mal y que se quiere poco.

Debemos arrancarnos de esta Argentina mediocre, insolidaria, que acepta la pobreza con resignación y el aburrimiento como fatalidad. Si todavía viviera Cioran, él diría que hemos llegado a un punto igual al de la Rumania de su juventud; nos recomendaría escandalizarnos y trabajar no para la sobrevivencia, sino para el renacimiento. Una tarea mayor, indeclinable, para superar la realidad de nuestra decadencia y el dolor de haber sido y ya no ser.

Abel Posse escribió El inquietante día de la vida y Los cuadernos de Praga, entre otros libros

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