21 de agosto de 2009

- CENTENARIO -





En 1910, la Argentina era un país ganado por el entusiasmo


La euforia del primer siglo



Horacio Salas
Para LA NACION
Noticias de Opinión



El año 1910 es mucho más que una fecha celebratoria del Centenario. Es el año clave de la Argentina, de una época que se extiende entre 1852 y 1916, o -con una frase ajena- la hora más gloriosa de la generación del 80. Basta revisar los discursos de entonces para advertir el optimismo generalizado. La reiteración de vocablos como "futuro", "destino" y "porvenir" era el reflejo social de lo que sentía la gran mayoría de los habitantes del país. No cabían dudas al respecto: haber nacido aquí era un privilegio, que justificaba la cuota de vanidad y orgullo que caracterizaba a la sociedad argentina.

Si un país donde estaba todo por hacer había logrado el lugar y el respeto que ostentaba en el mundo, si en sólo unos pocos años se había logrado que Europa fijara su atención en este remoto territorio, sus habitantes podían envanecerse. Y lo hacían. Lo que restaba era mostrarlo.

Para ello invitaron a notorias personalidades políticas, intelectuales y científicas de todo el mundo con el objeto -se esperaba- de que posteriormente difundieran sus impresiones sobre la Argentina, al regresar a sus respectivos países. Operación publicitaria que, además, colaboraría para aumentar el comercio con el resto del mundo y atraer un mayor número de inmigrantes al puerto de Buenos Aires.

Para 1910, la ciudad contaba con 1.270.234 habitantes, de los cuales sólo el 49% eran argentinos de nacimiento. El resto había arribado desde los rincones más remotos del planeta, aunque dos colectividades eran netamente mayoritarias: la italiana y la española. Los inmigrantes respondían al ofrecimiento de la Constitución nacional, que invitaba a todos los hombres del mundo a habitar el suelo argentino. Y llegaron. Escapaban del hambre de las aldeas gallegas o calabresas, del hacinamiento de Génova y Nápoles, de la miseria de Europa Central, o de las persecuciones y pogroms zaristas. Traían esperanzas. América los encandilaba con sus posibilidades y se embarcaban rumbo a un país que, pensaban, estaba en sus comienzos, donde había trabajo, y la posibilidad de "hacer la América" parecía encontrarse al alcance de la mano.

El jurista español Adolfo Posada, en su libro La República Argentina , producto de su viaje con motivo del Centenario, narró un diálogo con un inmigrante que viajaba en la tercera clase del buque que lo trasladaba desde España. A la pregunta: "¿Y a qué vas a la Argentina?", formulada a un viajero asturiano, éste le respondió: "Pues a lo que todos: a ver si salgo de pobre".

Para los invitados oficiales, la Argentina era también una curiosidad. Un mundo que a la distancia se vislumbraba exótico y desconocido. Inimaginables extensiones, una llanura uniforme, interminable, desierta: la pampa, y una ciudad cosmopolita obstinada en parecerse a París. Un país que cada año sumaba nuevos contingentes inmigratorios y estaba regido por una oligarquía refinada, que dilapidaba fortunas en cada uno de sus viajes. Valía la pena partir a ese territorio remoto, próspero y fascinante.

La idea de mostrar Buenos Aires resultó brillante. Los primeros visitantes notorios llegaron varios meses antes de las celebraciones. Por ejemplo, Vicente Blasco Ibáñez (autor de La barraca y Sangre y arena ), que se encontraba en la cumbre de su popularidad, se adelantó a sus competidores. Fue invitado por Emilio Mitre y el resultado fue La Argentina y sus grandezas , un volumen de buen tamaño en el que lo más notable eran las fotografías, que mostraban los flamantes edificios levantados en los últimos años y las de los que se encontraban en proceso final de edificación, como el del Congreso Nacional.

El Teatro Colón había sido terminado en 1908. El monumental Palacio de los Tribunales y muchos otros palacios se encontraban en los primeros tramos de su construcción. Algunos, como la actual Cancillería, la sede de la Nunciatura Apostólica, la embajada de Francia y casi un centenar de otros similares, como Aguas Corrientes, los hospitales Francés, Español e Italiano, en ningún caso contaban más de treinta años.

Pero no todo respondía a la paz imaginada, o la que se idealizó con los años. Las protestas se multiplicaban: una semana antes de efectuarse los festejos, el anarquismo decretó una huelga general revolucionaria para que se aboliera la Ley de Residencia, que permitía expulsar del país a los extranjeros indeseables ("Les aguaremos la fiesta", habían prometido), razón por la cual el gobierno nacional optó por encarcelar a decenas de dirigentes o simples simpatizantes anarquistas, suprimir el derecho de huelga, decretar el estado de sitio y establecer la censura de prensa en los diarios considerados peligrosos: La Vanguardia , socialista; La Protesta , de tendencia anarquista, y La Batalla , vespertino ácrata que alentaba el magnicidio tanto del presidente en ejercicio, Figueroa Alcorta, como del presidente electo, Roque Sáenz Peña.

Sin embargo, la mayoría de los visitantes, admirados por los agasajos realizados en los sitios que los llevaban a conocer, se dejaron hipnotizar por los preparativos y la fastuosidad del recibimiento (incluso se ordenó a grandes comercios y joyerías de la calle Florida que no se cobraran las facturas provenientes de gastos de embajadas y visitantes ilustres). Jules Huret sostuvo que en ornamentación e higiene "Buenos Aires podría servir de modelo a todas las regiones españolas y a más de una población francesa, por la limpieza de sus vías públicas y por su servicio de higiene a enfermos y heridos".

El ex primer ministro francés Georges Clemenceau, escribió: "Pasean a pie señoras elegantes seguidas por la mirada de los hombres agrupados en las veredas; pero en esta admiración no se mezcla una palabra atrevida o de dudoso gusto: el de Buenos Aires es un pueblo de buena educación".

Incluso España mandó al frente de la delegación a una tía del rey -la infanta Isabel-, personaje carente de importancia política en la corte española. Pero de todas maneras, durante algunos días, como señaló un diario porteño, "la infanta reinó en la Argentina". Había sido el primer personaje de la nobleza europea en visitar el país y el hecho se agradeció con creces. Hasta se compuso un tango en su homenaje y su rostro regordete cubrió los escaparates del centro durante meses.

Los corresponsales parecían concordar con esas opiniones. El influyente diario El Imparcial , de Madrid, en una nota editorial publicada el 1º de marzo de 1910, sostenía que era preciso apoyar enfáticamente la presencia española en las celebraciones del Centenario porque -decía- "aparte del amor a aquel pueblo existen razones de orden mercantil. La Argentina -añadía-, siguiendo su progresivo desarrollo, llegará, al final de este siglo, a tener setenta millones de habitantes, y entonces aquel pueblo será el contrapeso que la raza latina oponga a la anglosajona".

Y aunque la presencia de las delegaciones extranjeras fue brillante y reunió una entusiasta multitud, lo mismo que los congresos científicos y las exposiciones deportivas, artísticas y tecnológicas, y los visitantes regresaron a Europa entusiasmados con aquel remoto y desierto país, la prospectiva del anónimo editorialista hispano falló. Lástima.

El autor escribió, entre otros, Buenos Aires 1910.memoria del porvenir y El universo de Borges.

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