6 de agosto de 2009
- PARLAMENTO -
Hora de reparar la democracia
La responsabilidad del Congreso
Natalio R. Botana
Para LA NACION
Noticias de Opinión
Hará pronto un siglo, cuando en 1911 se discutía en la Cámara baja el proyecto de ley del presidente Sáenz Peña, que establecía el sufragio masculino, secreto y obligatorio, dos diputados se pronunciaron en tono crítico, con estas palabras: "Yo creo que un diputado argentino resistiría una insinuación de Cleopatra, pero no sé si podría resistirse a una insinuación del presidente" (L. Ayarragaray); "La mejor demostración que inicia este gobierno [?] estaría hecha si después de más de un cuarto de siglo fuera derrotado el Poder Ejecutivo una vez en el Parlamento" (J. Costa).
Efectivamente, en aquel entonces el Poder Ejecutivo no fue derrotado, pero más allá de aquellas analogías, acaso sea importante rescatar la impresión que, por aquellos años y mirando hacia atrás, prevalecía entre los legisladores: el Poder Ejecutivo representaba, en todo caso, una fuerza irresistible. La idea que presidía esos debates era dar a luz una legislación que cambiara tal estado de cosas. ¿Lo hicieron?
En realidad, no siempre fue así, pues hubo que negociar y elaborar acuerdos parciales en el curso de varios períodos presidenciales, sin ir más lejos en estos últimos veinticinco años. Esta es una de las escenas posibles; la otra, envuelta en la atmósfera de crisis, adviene, en cambio, cuando un Poder Ejecutivo equipado con los recursos para fraguar un ejercicio hegemónico de su cometido cae vencido, primero en un debate legislativo crucial y luego en unas elecciones que fueron planteadas por el mismo gobierno como una batalla decisiva, de todo o nada.
El doble error provocó que, en un santiamén, ese gobierno se viera reflejado en el espejo de su propia debilidad. En esa tierra incógnita hoy estamos instalados. Debilidad por el lado del Ejecutivo, en contra, como hemos visto, de una tendencia arraigada en el país que pondera las presidencias fuertes; dispersión en el Congreso, porque en ambas cámaras se está disgregando la mayoría oficialista en el contexto -ratificado en los últimos comicios- no de una, sino de varias oposiciones.
Lo menos que puede afirmarse al respecto es que se trata de un escenario complicado con ganas, debido al hecho de que la Argentina enfrentará en este mes un doble desafío: superar el obstáculo productor de conflictos de la delegación de facultades fiscales al Poder Ejecutivo por parte del Congreso (en este punto se ubica, desde luego, el choque violento derivado de las retenciones aplicadas a las exportaciones agropecuarias) y, en segundo lugar, responder al acertijo de si es posible recrear en el ámbito legislativo una nueva cultura política, ligada al compromiso y no a la confrontación.
El primer punto es de naturaleza constitucional; el segundo, estrechamente vinculado con el primero, tiene relación directa con el perfil de los liderazgos que, de aquí en más, deberían prevalecer en el país.
La cuestión de los poderes delegados abreva en la tradición de predominio del Poder Ejecutivo que acabamos de subrayar. El kirchnerismo no inventó este legado; le bastó con hacerlo más prepotente al influjo de un favorable viento de cola en la economía. Ni hablar de poner a punto las cláusulas de la reforma constitucional de 1994.
Tal vez valga la pena percatarse de que el uso y abuso del poder fiscal mediante resoluciones administrativas proviene tanto de los gobiernos civiles como de los gobiernos militares. ¿O acaso se olvida que las leyes para fijar derechos de exportación por medio del Código Aduanero, para determinar retenciones móviles o emitir bonos externos de la deuda pública se dictaron durante los gobiernos de Juan Carlos Onganía y Alejandro Lanusse?
No eran, en rigor, leyes; eran decretos leyes de gobiernos de facto que nada tenían que ver con las normas claras y precisas en materia de derechos de exportación emanadas de la reforma constitucional de 1866. En este aspecto se ha producido en la Argentina un maridaje espurio. Cuando las normas de facto convienen se las conserva y se las renueva en el Congreso. ¿O acaso se olvida (segundo interrogante) que seguimos practicando elecciones con los auspicios de una ley electoral dictada por la denostada dictadura militar, sin ser revisada por el Congreso entre 1983 y la fecha?
Todo esto debería modificarse al influjo de una ética reformista compartida por el oficialismo y las oposiciones. Por el lado del oficialismo, estamos perdiendo la oportunidad de elaborar algunos acuerdos básicos mediante el diálogo político; por el lado de las oposiciones, corremos el riesgo de empantanarnos si no trazamos la línea de una política que, al mismo tiempo, recupere las facultades cedidas por el Congreso y no comprometa la solvencia del esquema fiscal necesario para seguir gobernando con un mínimo de eficacia.
En la voz de muchos agoreros, el pronóstico de un derrumbe fiscal sigue planeando sobre la actualidad. No faltan razones para ello, si el Gobierno se empeña en hacer oídos sordos y en imponer a rajatabla la prórroga de la legislación delegada. Por insistir en ese temperamento y encerrarse en la lógica de un poder propio e intransferible, se inclinó hacia abajo el plano que, con arrogancia, venía apuntando hacia arriba desde 2003. Siguen sin entender la lección, agrediendo judicialmente a los medios e imaginando una recuperación del poder perdido como si nada hubiera pasado.
De más está decir que estas exigencias se acrecientan a la vista de que aún no hemos dado la vuelta el codo de la primera mitad del mandato de la presidenta en ejercicio. Falta mucho y ya estamos especulando con las candidaturas de 2011. Estas son fugas hacia adelante, que eluden la obligación primordial de practicar, de cara a las dificultades, políticas responsables.
Una vez que ha pasado la tormenta de la confrontación y cuando, para peor, todavía no se ha dejado de lado esa manía de cultivar la intransigencia, parece cosa de inocentes insistir en la necesidad de que el espíritu de compromiso se haga carne en la dirigencia. Se trata de una hipótesis que habrá que analizar con más cuidado, pero acaso no sea desacertado explorar las actitudes de una opinión pública hoy aparentemente fatigada con respecto a unas posiciones extremistas que por doquier ven enemigos y corruptos, y sólo aspiran a imponer sus verdades particulares como si fueran la verdad de todo el conjunto.
No hay duda de que cunden los estilos de esa clase, de que hay corrupción en los intersticios del Estado y de que habrá que avanzar con las investigaciones en sede judicial. Las dudas sobrevienen cuando se nubla el horizonte del régimen democrático, constitucional y pluralista, que debemos proteger contra viento y marea. La clave de este régimen, decía uno de los grandes pensadores del siglo XX, es el respeto a la legalidad; pero en una escena cruzada por tantas facciones y partidos, esos sentimientos de respeto no podrían incorporarse a los usos y costumbres si no emergen entre aquellas corrientes compromisos fundantes de políticas de largo plazo.
Hoy el Gobierno no es más lo que era, ni la oposición representa un único y sobresaliente polo. La pluralidad es vasta, el respeto a la legalidad está desgastado y la opinión pública no parece sentir, por ahora, la ausencia de líderes con la varita mágica de soluciones mesiánicas. Así nos fue. No hay hegemonías ni repúblicas regeneracionistas perfectas. Deberíamos conservar, con algo más de modestia, una democracia republicana digna de ser reparada ladrillo sobre ladrillo.
Confiemos en que el Congreso sea el recinto en que esta nueva ética de la acción política revele sus mejores atributos.
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