2 de agosto de 2009

- EL EJE -





La institucionalidad estatal como eje de la cultura política


Khatchik Derghougassian
Para LA NACION
Noticias de Enfoques



Los países de la región, un muestrario dispar en su evolución democrática
Siete países latinoamericanos celebrarán elecciones presidenciales en 2009. Dos de estos son vecinos de la Argentina: Uruguay, 25 de octubre, y Chile, 11 de diciembre. Brasil elegirá el sucesor de Lula en 2010. Este mes, la popularidad de Michelle Bachelet alcanzó el 74%; en abril pasado, y en medio de las internas del Frente Amplio, Tabaré Vázquez lideraba las encuestas de opinión con 61% de aprobación; en febrero, el porcentaje de los brasileños que aprobaban la gestión de Lula alcanzó el record de 84%.

Ninguno de estos jefes de Estado se tentó con la re, o re-reelección, pese a que, según indican las encuestas, sólo las personas de Bachelet y Lula podrían garantizar la permanencia en el poder de, respectivamente, la Concertación y el Partido de los Trabajadores. Más aún, los tres han sido muy claros y firmes en su compromiso de respetar los términos constitucionales y no modificarlos para beneficiarse con un mandato adicional. Habrá, por supuesto, una fuerte competencia electoral: no se descarta el triunfo del centro-derecha en Chile y la derrota del PT en Brasil; la fórmula Mujica-Astori en Uruguay, en cambio, parece consolidar el "giro a la izquierda".

La ética personal de Bachelet, Tabaré Vázquez y Lula explica sólo parte de un proceso político en que la competencia democrática no se caracteriza por discursos polarizados más parecidos a antagonismos irreconciliables. Esta ética personal es más bien el reflejo de una cultura política forjada por una notable fortaleza de institucionalidad estatal, un concepto que no se debe confundir con el fetichismo del "Estado fuerte". Más allá de la clásica oposición Estado-mercado, la institucionalidad estatal es la condición a la vez estructural-material y agencial-cultural que permite la elaboración, continuidad o cambio consensual de políticas de Estado.

Nadie puede cuestionar el compromiso con la democracia de la sociedad argentina desde 1983. La crisis de 2001-2002 es la prueba contundente; pese al estallido, la fragmentación y los trágicos episodios de violencia, la capacidad de movilización y autoorganización de una sociedad al borde del caos demostró que el entendimiento y la práctica de la democracia en la Argentina va más allá de su formalismo electoral, que, sin embargo, recobra toda su importancia a la hora de decidir la forma de definir la gobernanza. Pese a las limitaciones de la democracia representativa y las críticas que a menudo se le hace, ninguna fuerza política nacional cuestiona su virtud.

El compromiso con la democracia, sin embargo, todavía no ha consolidado la institucionalidad estatal como estructura, ni ha generado una cultura política conforme. La historia de las rupturas institucionales y su violencia explican buena parte de la demora de este salto cualitativo de la democracia argentina. La última ruptura que sobrevino con el golpe de 1976, en particular, terminó de destruir la institucionalidad estatal, no sólo como estructura, sino también como entidad que media en los conflictos internos de la sociedad y consensúa soluciones. El Estado fue sinónimo de represión, crisis económica y exclusión social.

Es entendible, por lo tanto, que mientras la palabra "democracia" cobraba un sentido mágico en la transición, quedara más relegada la institucionalidad estatal, que se confundió con la burocracia. Sin una fuerte institucionalidad estatal, consolidada como estructura y cultura política, las elecciones se transformaron en rupturas y recomienzos, y, con la excepción del compromiso con la democracia, casi ninguna política, interna o exterior, logró asegurar su continuidad como política de Estado.

La institucionalidad estatal se logra como construcción y aprendizaje social. No es un proceso vertical, ni tarea exclusiva de actores, partidos o individuos, que compiten por el poder. Se genera en el flujo de ideas, de los debates públicos, en comunidades epistémicas donde las grandes cuestiones del destino nacional tienden a consensos y proyectos que, por supuesto, luego deberán ser llevados a la práctica.

El autor es profesor en relaciones internacionales en la Universidad de San Andrés

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