24 de junio de 2008

- AL "A" -




PASAJE ROVERANO

El único edificio de la ciudad con acceso directo al subte

Avenida de Mayo 560 - data de 1878



Eliot Ness no hubiera desentonado como habitué del restaurante Ley Seca. Claro que tendría que haber cambiado Chicago por estas latitudes, más precisamente por el pasaje Roverano, en la Avenida de Mayo 560, barrio de Montserrat. La curiosa denominación de la casa de comidas identifica a uno de los locales tradicionales del pasaje, que conecta la avenida con la calle Hipólito Yrigoyen. La planta baja es una galería. Menudean en ella los negocios de confección de tarjetas personales y sellos, y cerrajerías.

Al restaurante le disputa nombradía en el lugar la centenaria peluquería Romano. Su antigüedad la testimonian sus maderas originales y su mobiliario. Y una fomentera, cuyo admirable aspecto se impone apenas se ingresa. Es un elemento decorativo ahora, pero en épocas pasadas en ella se calentaban los paños para los fomentos faciales que se les colocaban a los recién rasurados. ¿Frecuentadores? "Por la ubicación, siempre hemos tenido muchos legisladores", dice Juan Romano. "Cuando era jefe de gobierno, venía Aníbal Ibarra. Hoy, nuestro cliente más destacado -añade, con indisimulado orgullo- es monseñor Jorge Bergoglio. Pide turno y se cruza."

La casa y el pasaje, de estilo neoclásico, los hicieron construir los hermanos Angel y Pascual Roverano en 1878 -antes de la apertura de la avenida-, es decir que está en su 130° aniversario. Desde 1966, la entonces municipalidad le otorgó el grado de "protección integral". El inmueble del Roverano (uno de los tres pasajes que tiene la Avenida de Mayo, junto con los de los palacios Barolo y Urquiza Anchorena) es el único que tiene acceso directo a una estación de subte con sus ascensores.

La edificación primitiva constaba de planta baja y primer piso. En aquélla se instalaron numerosas oficinas de abogados, por la vecindad con los tribunales, que por ese entonces funcionaban en el Cabildo (comparte medianera con el Roverano), mientras que el piso superior se destinó a alquiler de viviendas. Para la construcción de todo el inmueble se utilizó material importado de Europa, como puede observarse en sus vidrieras curvas y en sus ocho columnas de mármol ónix.

Como se dijo, una singularidad que no posee ningún otro sitio de la ciudad derivó de la autorización oficial dada a los propietarios, en 1915, para efectuar una comunicación entre el edificio y la estación Perú del subte A, que aún se conserva: desde cualquiera de los dos ascensores que hay en cada piso (ocho, actualmente) y desde la planta baja se accede a la estación. El encargado del Roverano, Mario Villalba, destaca la utilidad de esto en los días de lluvia. "Quienes tienen oficina o gente que está de paso, que quiere tomar el subte, simplemente bajan y así evitan mojarse. Se suman muchos turistas que en el Obelisco hacen la combinación para dirigirse a distintos lugares", comenta.

La apertura del bulevar, en 1894, que tuvo un toque inicialmente francés, pero que luego fue un "clásico" de la colectividad española, le creó al Roverano un "problemita": la traza concebida por el arquitecto e ingeniero Juan Buschiazzo lo privó de su fachada, hasta que en 1912 el arquitecto Eugenio Gantner inició su remodelación, concluida en 1918. Además de sumarle seis plantas, le agregó tres subsuelos.

En su largo historial, el edificio concebido casi a finales del siglo XIX -que fue la primera casa privada de la avenida- alberga hechos curiosos: según una versión, hacia 1920 un grupo de anarquistas alquiló una dependencia para sus reuniones en uno de los subsuelos, pero fueron desalojados a los dos meses por no pagar la renta, lo que podría catalogarse como una previsible postura de raíz ideológica. En 1970, en una de sus oficinas se concretó el encuentro de Ricardo Balbín con el delegado de Perón, Jorge Daniel Paladino, para lanzar la alianza bautizada La Hora del Pueblo.

Hay que destacar de modo especial las esporádicas apariciones en el edificio, en la década del 30, de Antoine de Saint-Exupéry. El autor de El Principito trabajaba para la Compañía Aérea Nacional, que tenía sede en el segundo piso, y pasaba a buscar las sacas de correo para hacer de cartero aéreo, en su monoplano, entre la Capital y la Patagonia.

Por Willy G. Bouillon
De la Redacción de LA NACION

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