22 de junio de 2008

- FRACTURA -











Polariza y reinarás:

el antagonismo como estrategia


Cien días de conflicto, tensión política y malestar social pusieron a la sociedad argentina otra vez frente al espejo de sus peores demonios. Golpistas, oligarcas, intolerantes, patoteros, gorilas, pueblo, antipueblo, ricos y pobres, negros y blancos. ¿Hasta qué punto se puede tensar la cuerda de la polarización retórica sin caer en una profecía autocumplida?



Por Hilda Sábato
Enfoques - La Nación



De un lado el pueblo, del otro la antipatria. Esta es la fórmula que usó el ex presidente de la República, actual presidente del PJ y número uno del entorno de la Presidenta en ejercicio, Néstor Kirchner, para sintetizar el conflicto político en que está inmersa la Argentina desde hace más de cien días. No fue una fórmula aislada, sino que se articula con otras parecidas acuñadas por diversas figuras del gobierno y del partido gobernante en una retórica fundada en dicotomías y desplazamientos. El país aparece así dividido en dos: se está a favor o en contra del gobierno, lo que equivale a ser popular o antipopular, democrático o golpista, peronista o gorila.

Esta manera dicotómica de interpretar el conflicto político en términos de un polo que representaría al pueblo (la patria, la nación, la causa) enfrentado a otro que encarnaría al enemigo antipopular (la antipatria, la sinarquía, el régimen) y, por lo tanto, antinacional, fue característica de la vida política argentina de buena parte del siglo XX. Tanto el yrigoyenismo como el primer peronismo funcionaron sobre esas bases, pero también lo hicieron, con otras metáforas, las dictaduras militares. Esas imágenes fueron efectivas en la conformación de identidades políticas y tuvieron consecuencias en las formas en que se desenvolvieron los conflictos, con frecuencia reducidos a una confrontación amigo-enemigo que solo parecía poder resolverse a través de la violencia. Mucho se ha dicho y se ha escrito críticamente en los últimos treinta y cinco años sobre esta "tradición" política, en el marco de la valorización de la democracia y el pluralismo y de los esfuerzos que siguieron a la caída de la dictadura militar por construir una vida política sobre nuevas bases. Y no creo equivocarme si afirmo que en ese plano se lograron avances significativos. Fueron tres décadas y media muy duras para la mayoría de los argentinos, durante las cuales el desmantelamiento del estado, la destrucción del aparato productivo, la crisis económica y, sobre todo, la exclusión social, todos procesos iniciados durante la dictadura, no solo no lograron revertirse sino que se agudizaron. Sin embargo, y a pesar del desprestigio en que por momentos cayó la actividad política en general y sus cultores en particular, hubo un afianzamiento de valores y prácticas asociadas con la democracia, el pluralismo, el reconocimiento de la legitimidad de la diversidad y de las diferencias, y la aceptación del conflicto como inherente a la vida democrática. Si bien no sería difícil encontrar ejemplos que desmientan este diagnóstico quizá optimista, en general hay coincidencia en que estamos en ese camino.

Intransigencia

Por eso el discurso del gobierno "atrasa", es decir, retoma una manera de entender el conflicto, y también de procesarlo, que una buena parte de la sociedad argentina buscaba dejar atrás. En esa parte se incluían hasta hace muy poco la propia Presidenta y el ex presidente, así como otras figuras del gobierno y del PJ, quienes ganaron las elecciones con un discurso bastante diferente al que ahora despliegan. Y si bien algunos motivos de aquella retórica habían asomado ya en ocasiones anteriores, nunca lo hicieron con la contundencia y la intransigencia actuales.

Se podría argumentar que, en este caso, la representación dicotómica reflejaba la realidad de una manera más ajustada que la que hubieran permitido otras formas de caracterizar el problema. Es difícil, sin embargo, sostener ese argumento. En efecto, en una primera etapa, la disputa fue claramente sectorial: se dio entre un gobierno que, de acuerdo con sus facultades, tomó una medida que afectaba directamente a un sector -los que producen algunos bienes agropecuarios para la exportación, en especial soja- y las organizaciones corporativas de ese sector que salieron a protestar. Lo hicieron, además, según los mecanismos tradicionales de manifestación corporativa a los que agregaron los métodos más recientes de intervención, los piquetes y cortes de ruta, acciones que si bien han merecido críticas diversas han sido toleradas y hasta alentadas desde el gobierno en ocasiones anteriores. Por lo tanto, la protesta era acotada, refería a un problema específico y reunía a organizaciones que agrupan a sectores sociales muy diversos, con inclinaciones políticas también heterogéneas y, por lo tanto, no fácilmente ubicables en una representación polar del espectro político nacional. Es difícil reconocer en este conjunto a una oligarquía, y mucho más lo es asociarlo con el golpismo, por más que en su seno haya grupos que más de una vez alentaron y acompañaron a los gobiernos militares. Lo es más aún el identificarlo como opositor al "modelo económico" oficial en la medida en que, desde 2003 hasta hoy, el sector fue un pilar de ese modelo a la vez que un beneficiario directo de su implementación. Desde el primer momento, sin embargo, el gobierno optó por representarlo unitariamente como un antagonista esencial: los que protestaban eran la oligarquía, que siempre fue golpista, y que se levantaba ahora contra el gobierno popular en una acción antidemocrática. De allí en más, el deslizamiento era inevitable: cualquiera que no apoyara al gobierno en esta confrontación se colocaba en el polo opuesto. La dicotomía quedó, así, instalada desde el discurso oficial.

No me interesa aquí especular acerca de las razones por las cuales quienes nos gobiernan eligieron esa forma de entender el conflicto y de actuar en consecuencia, sino reflexionar sobre los efectos que éste ya ha tenido y seguramente seguirá teniendo en nuestra vida política. Las palabras pesan y, si bien es cierto que la eficacia de la retórica para generar representaciones colectivas no está garantizada, su incidencia en la vida política puede ser decisiva. En este caso, no podemos saber todavía cuánto del discurso polarizador ha calado en la sociedad argentina, pero es cierto que éste y las prácticas consiguientes han contribuido al menos a transformar una protesta sectorial en un conflicto político que involucra a todos y que todavía no se resuelve.

Así, el camino elegido no solo contribuyó a cohesionar a un conjunto de organizaciones que, como dijimos, es social, política y económicamente heterogéneo y reconoce rivalidades históricas, sino a despertar la militancia de sus bases, que esta vez han ido más allá que las dirigencias en la voluntad de defensa de sus intereses a través de la protesta. También ha favorecido la reacción de quienes, sin estar alineados con el campo y sus demandas, encontraron que el discurso oficial los dejaba afuera o, peor aún, los englobaba en el polo negativo de su definición política. Y que decidieron protestar para pedir cambios en la dirección que el gobierno imprimió a su accionar en relación al conflicto y sus derivados. Esta reacción de una parte de la sociedad argentina (no fácilmente encasillable en términos sociales, ideológicos ni políticos) fue asimilada rápidamente por el discurso oficial al accionar de las fuerzas antidemocráticas y, desde el poder, se montó una demostración alternativa en la Plaza de Mayo en nombre de la defensa del gobierno y de la democracia. Pero ¿estaba la democracia en peligro? ¿estaba el gobierno nacional en jaque?

La construcción de una imagen de la Argentina fragmentada en dos partes con aspiraciones nacionales antagónicas no parece responder a una realidad previa ni reflejar lo que buena parte de los argentinos queremos para nuestro país. Pero su puesta en circulación con la fuerza que da el poder político (resultado del apoyo electoral mayoritario) inevitablemente produce identificaciones y realineamientos. En este caso, además, la dicotomía viene cargada con contenidos históricos todavía presentes para una porción no menor de los argentinos, contenidos que, si bien no parecían tener mucho que ver con el país actual, pueden despertar reflejos, simpatías y rencores que realimenten la polarización. Y si sobre esa divisoria política se pretende imprimir un sesgo social, como en algún momento parecieron sugerirlo varios voceros del gobierno y del PJ, asimilando el pueblo peronista a las clases populares y la antipatria a los sectores medios y altos, la combinación puede tener resultados impredecibles en términos de la posibilidad de construcción de una nación relativamente integrada. Si hoy el mayor problema argentino sigue siendo la exclusión social, no es por medio del enfrentamiento retórico entre pueblo y antipatria que ese problema va a encontrar solución sino a través de políticas públicas activas que ni éste ni otros gobiernos en democracia han sabido o querido adoptar de manera sistemática.

Mientras tanto, en el juego discursivo en que hoy estamos envueltos, seguramente habrá quienes busquen reactivar viejas antinomias para encender pasiones, crear incertidumbre y generar efectos desestabilizadores destinados a favorecer sus intereses por medios que no son los que ofrece la vida institucional. La polarización retórica podría convertirse entonces en una profecía autocumplida. ¿Estaremos todavía a tiempo de salir de esta trampa?

No hay comentarios.: