22 de julio de 2008
- HIJOS -
Los hijos del
pensamiento débil
Por Sergio Sinay
Para LA NACION
Ilustración: Alfredo Sabat
Si los adolescentes que colocaron un preservativo en la cabeza de su profesora y luego intentaron prenderle fuego al pelo en verdad no lo hicieron, y lo que se ve en Internet es, según la propia víctima, "un trucaje", esos muchachotes tienen un futuro asegurado como especialistas en efectos especiales. Si, gracias a una disposición de las autoridades "educativas" mendocinas ya no habrá aplazos para los alumnos de esa provincia, así los pobres estudiantes no se sienten presionados, ¿por qué no darles por cumplidos sus cursos lectivos en cuanto inician la escolaridad, cerrar las escuelas e irse todos, funcionarios, maestros y alumnos, a hacer otra cosa? Si los alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires se creen con capacidad y derecho de cogobernar la institución (capacidad y derecho de la cual muchos padres parecen estar convencidos), sin haber completado ni su aprendizaje ni su maduración como personas, ¿por qué no designar a algunos de ellos como ministros en el tan deficiente y necesitado gabinete nacional?
Hace pocos días, me tocó compartir un panel, ante un nutrido auditorio de padres, con el ministro de Educación del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Mariano Narodowski, y le oí decir que la urgencia de estos tiempos, en el hogar y en la escuela, es restaurar la asimetría entre padres e hijos, docentes y alumnos, adultos y jóvenes. Frente a la inquietante y cotidiana deserción de esa necesaria, nutricia y orientadora asimetría por parte de padres, funcionarios educativos y adultos con responsabilidades políticas y sociales, tales palabras son casi subversivas.
En efecto, subvierten un "orden" en el cual se les ha cedido a los niños, a los adolescentes y al concepto de "juventud" en general un poder extendido y, con ese poder, se los ha dejado a la deriva, sin referencias, sin contención, sin orientaciones éticas. La "falta de tiempo", la presunta "ingobernabilidad" de los chicos y jóvenes, la caprichosa creencia de que ellos "son más inteligentes de lo que éramos nosotros", la resignación a que "hoy el mundo es así", figuran entre las muchas excusas que cubren lo que es lisa y llanamente el abandono de una responsabilidad adquirida por propia decisión.
Nadie está obligado a ser padre ni a ser funcionario. Por lo tanto, si eligió serlo (y hay muchas maneras de elegir, incluso algunas que no lo parecen), el deber moral esencial consiste en marcar límites que ayuden a crecer y a madurar, en transmitir valores con la presencia y la conducta (no por medio del discurso pomposo y vacío), en sostener convicciones con las acciones, en disponer de tiempo, en abandonar el clientelismo político y la demagogia paterno-materna con la que se quiere, en vano, ser "ídolo" de los chicos, los mismos chicos a los que, en la práctica, se deja huérfanos aunque se los mande a los mejores colegios, se les compren los celulares más caros y se les levanten los aplazos y sanciones. A veces se confunde amar a los hijos con sacárselos de encima, y educar con reclutar. Una sanción es siempre parte de un contrato. Indica que tales actos tendrán tales consecuencias y, al cumplirse, trasciende el "castigo". En realidad, enseña que responsabilidad es responder por los efectos de nuestros actos.
En la era del "pensamiento débil", como el filósofo italiano Gianni Vattimo denominó al pensamiento de la posmodernidad (incierto, relativista, sin afirmaciones, ambiguo, difuso, fragmentario, hecho de medias verdades, carente de compromiso), decir "sanción" suena a proponer el autoritarismo. El concepto de "derechos humanos", malversado y manipulado desde el poder, es rápidamente invocado como escudo protector. Algunos padres y funcionarios dicen que en un país que ha conocido la violencia y el autoritarismo, ellos no serán autoritarios con sus hijos o con los alumnos sobre los que deben legislar y cuya enseñanza deben administrar.
Ese argumento es la victoria final del verdadero autoritarismo. Con ello se abdica de la responsabilidad. Al educar, criar y enseñar con la mirada puesta en "lo que me hicieron", me saco la responsabilidad de lo que hago hoy, aquí. No soy responsable; transfiero culpas al pasado. Quizás es lo que hagan mañana los chicos de hoy. Tienen de quien aprenderlo. Esos padres y autoridades son prisioneros del "autoritarismo" que creen rechazar, porque aquél (así sea por la negativa) determina sus conductas, está vivo y presente en ellos, es decir, en la sociedad. Sólo con autoridad lograrán dejarlo atrás.
En este diario, Mario Bunge decía hace poco, con certeza, que urge una declaración de deberes y derechos humanos. Tiene razón. Un término sólo adquiere significado en presencia del otro. Como todo lo que es esencial a la existencia, se trata de opuestos complementarios y necesarios (no de opuestos enemigos, como temen las mentes estrechas cuando asoman la polaridad y la diversidad). Lo mismo dijo en su momento Simone Weill, la gran pensadora humanista (admirada por Albert Camus) que convirtió sus ideas y su compromiso en acción en la Francia ocupada, antes de morir de tuberculosis en 1943, en Ashford, Inglaterra. Weill sostenía no sólo que derechos y deberes van juntos, sino que los deberes anteceden a los derechos. Sin duda, nada más alejado del pensamiento débil.
Cuando los padres desertan de sus funciones y reclaman junto a sus hijos, apañándolos ante el "autoritarismo" de las reglas de convivencia y educación, desmerecen un derecho esencial de los chicos: el de conocer con qué limites crecer y formarse, el derecho a ser guiados por personas con más experiencia y autoridad que ellos, el derecho a que se les transmitan valores por medio del cumplimento activo de esos valores, el derecho a conocer en profundidad la noción de responsabilidad, el derecho a conocer el principio de causa y efecto.
Si no se les respeta ese derecho, ¿qué sociedad conformarán en su adultez? Días atrás fui depositario de la amarga confesión de un director de escuela pronto a jubilarse tras 40 años de docencia. Desalentado por la ausencia de los padres, por banales reclamos a la escuela de progenitores que se excusan de ejercer sus funciones, decía: "Lo único que me alivia de mi retiro es que ya no tendré que lidiar con los hijos de quienes hoy son alumnos. Viendo lo que sus padres hacen con ellos, cómo miran para otro lado, no quiero pensar en ese futuro". Cuando un docente, tras cuarenta años, no quiere pensar en el futuro porque ve el material con el que se construirá, algo demasiado grave ocurre.
En una notable entrevista radial que le hizo Mario Mactas, la profesora Nélida Baigorria (una de las voces más lúcidas y autorizadas del país en materia educativa) recordó algo que ella misma había vaticinado hace más de una década. Dijo, por entonces, que nos acercábamos a una nueva y sutil forma de fascismo. "Allá y entonces se decía que el Duce tenía toda la razón y se le temía", señaló. "Hoy y aquí se dice que los chicos tienen toda la razón." Y cuando no se les teme, se los adula. El pensamiento débil puede empollar fascismo y autoritarismos.
Las sociedades no nacen de repollos ni son improntas de un instante. Se forjan en el tiempo, a fuego lento, con la responsabilidad (asumida o no) de sus integrantes. La sociedad del futuro la forjan los padres, los funcionarios educativos, los adultos de hoy. De esto, sí, los chicos están absueltos. Pero no de sus deberes.
Los últimos libros del autor son La sociedad de los hijos huérfanos y Elogio de la responsabilidad
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