12 de marzo de 2009

- DECADENCIA -













La decadencia que predijo Borges

Bajo el signo del desprecio

Silvia Simmermann del Castillo
Para LA NACION
Noticias de Opinión


El insuperable Chesterton dijo en una ocasión: "Todo pasará. Sólo quedará el asombro, sobre todo el asombro ante las cosas cotidianas". A mí no deja de asombrarme la floración de los árboles al compás de las estaciones, como la de los jacarandás en el comienzo de la primavera y la de los palos borrachos en el corazón del tiempo estival. Me asombra siempre Buenos Aires, como lo asombró a Borges, el verano de 1972, cuando al pasar junto a un puesto de flores, el aire se impregnó de jazmines. "¿Se da cuenta, Silvia? -me dijo-, Esto también es Buenos Aires."

No sé si atribuírselo a la proximidad de mi partida a Francia o a la amistad de los jazmines, pero el hecho es que, seguidamente, Borges me confesó sus temores: que el probable retorno de Perón inaugurara un nuevo ciclo de violencias sin precedente y que hubiera una sostenida degradación de los argentinos. Le pregunté en qué fundamentaba sospechas tan apocalípticas. "Probablemente en los rumores -me respondió-, pero, sobre todo, en la atmósfera."

La percepción de las atmósferas es una suerte de saber cuyos axiomas conocen los animales, las pitonisas y los escritores; ciencia que la rigurosa comunidad científica no reconoce como tal, pero ciencia al fin, y hasta me atrevería a decir que altamente exacta. No enumeraré aquí los comprobados aciertos de aquel presagio, porque lo que quiero compartir con quien generosamente lee estas líneas no se refiere al pasado, sino a nuestro presente y al futuro, que, aunque impreciso como todo futuro, puede advertirse en la atmósfera, y no sin inquietud.

Cada tarde, me llego a la plaza Las Heras para contemplar sus árboles, que ya lucen el esplendor de los años. Caminando y caminando, ayer me dirigí a donde un grupo de jóvenes jugaba a la pelota. De lejos, la escena me resultaba alegre y vital, pero bruscamente mi plácido paseo mudó en una experiencia de profanación. De pronto, me sentí indefensa ante una catarata de palabras soeces, improperios irrepetibles de tan depravados, que ultrajaban no sólo la dignidad de los destinatarios de las alocuciones cruzadas, sino también la de los paseantes que, como yo, se hallaban repentinamente acribillados a obscenidades, sin más amparo que la resignación.

Sobreponiéndome al malestar, advertí, por las ropas, que no se trataba de un grupo de indigentes. Y tampoco de una riña. Pronto comprendí, y no sin estupor, que con esa procacidad los jóvenes manifestaban su camaradería y la alegría del triunfo. No supe el nombre de ninguno de ellos, porque todos coincidían en nombrarse con ese apodo que se ha convertido en una marca país, con el que nos hemos habituado a expresar nuestro afecto, curiosamente, desde la descalificación. Una forma de decir desdiciendo a la que, de sólo ver la perseverancia de los argentinos en hacer de una tierra bendecida un basural, estoy comenzando a considerar, más que una costumbre lamentable, un simple acto fallido.

Lo cierto es que la experiencia fue tan asombrosa como alarmante. Asombrosa, por lo cotidiana; alarmante, por lo que connota como atmósfera, como síntoma de una realidad social.

De tanto desdecir, desdecimos los problemas. Actualmente, reclamamos seguridad, demandamos justicia, cuando lo que urge enfrentar es la raíz del mal, ante la cual la Justicia no puede dar más que respuestas tardías y hasta inútiles, y frente a la cual la seguridad se convierte en una meta absurda.

Entretanto, la pobreza se acrecienta a escalas exponenciales. Se acrecienta porque se agrava, y también porque, a una edad cada vez más temprana, las niñas se embarazan y traen sus hijos a la miseria. Niñas-madres de trece años, iniciadas desde más niñas aún en la violenta práctica del sexo sin amor, por estupro, por hambre o por la concepción extendida de la sexualidad como fin en sí misma, cuya educativa promoción debemos a los medios de comunicación masiva y a una farándula de exitosos en la que se mezclan políticos, empresarios y fugaces estrellas de turno, como en el cambalache de Discépolo. Cotidianos modelos de un pueblo cada vez más iletrado.

Nuestro problema es la violencia, que de tan presente, tan cotidiana, tan pronunciada y tan mancomunadamente ejercida, se torna invisible a los ojos.

Si la camaradería se expresa con palabras de menosprecio, si un juego se practica bajo el canon de la iniquidad, si nuestros comunicadores sociales, a cualquier hora, nos hablan de la obscenidad como del pan nuestro de cada día e instituyen el agravio como llaneza, la grosería como medida de la inteligencia, la guarangada como humor, me pregunto qué queda para la hora de la transgresión y del enfado. Más aún: qué espacio se le deja al criminal. Cómo puede el delincuente -que existe en toda sociedad conocida de lo que llamamos civilización- marcar su diferencia.

A fuerza de pobreza, gestamos delincuencia, y a fuerza de igualarnos para abajo no le dejamos al marginal dentro de un Estado de Derecho otra opción que la de ser más atroz.

Hegel señaló con lucidez que en una sociedad al malhechor le cabe el derecho del castigo. Ese es su derecho. El delincuente y el castigo son la excepción. Pero cuando las costumbres se desmadran, no hay justicia que alcance a recomponer el orden.

En esta atmósfera de violencia convivimos, y nuestros hijos se educan bajo el signo del desprecio. Se desprecia el saber, porque las universidades compiten en la oferta del poder; se desprecia la cultura, porque nuestros modelos señalan la frivolidad como bondad; se desprecia el amor, porque el sexo es lo importante, y la violencia en él una experiencia publicitadamente válida, una suerte de exquisitez vivencial. Se desprecia al que es pobre porque la pobreza es sólo un índice que, además, se puede falsear. Se desprecian los valores porque importan las finanzas. Se desprecia al diferente porque la consigna es igualarnos siempre para más abajo. Al marginado de este aquelarre de desprecios socialmente convalidados sólo le queda despreciar la vida. A partir de ahí, nada debería sorprendernos: ni el horror de las violaciones de niños ni jueces que liberan violadores ni políticos que ejercen la política del desdén.

Por lo demás, el lenguaje de nuestros representantes adolece de una pobreza que sólo puede permitirse el agravio como argumentación. Bien decía Heidegger que la palabra es la casa del ser. Hoy, nuestra casa es una choza deplorable, exteriorización de una supina pobreza intelectual y espiritual que con avasallante altivez se impone como ética de los tiempos y pragmatismo político. Y no es cuestión de cultura. Mucho menos de cultismo, tampoco de conservadurismos morales y mucho menos de moralina. No es cuestión de creer en Dios. Mucho menos, de creer que son mejores los que creen. De lo que se trata es de que no hay forma de contener a una sociedad y encaminarla hacia su propio bien cuando las bases del bien vivir han sido subvertidas y el desprecio es la moneda corriente de nuestras relaciones.

Nuestro problema se gesta en un estamento tanto o más básico que la justicia y que la seguridad. Nuestro fracaso se engendra y se propaga en la educación que acuerda una sociedad y que se imparte en el hogar, en el colegio, por los medios de comunicación, en el boca a boca.

Sí: hay algo en la atmósfera que me dice que estamos equivocados y que vamos mal. Aun así, no deja de provocarme asombro la floración de los palos borrachos, que este año ha sido especialmente extraordinaria. Y esto también es Buenos Aires.

Silvia Zimmermann del Castillo es escritora y directora ejecutiva del Capítulo Argentino del Club de Roma.

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