3 de abril de 2009
- DIFERENCIAS -
Las diferencias que tenemos con Brasil en el humor político y social
Un argentino de Río
Fabio Giambiagi
Para LA NACION
Noticias de Opinión
Soy brasileño, hijo de padres argentinos que, por razones profesionales, pasaron dos años fuera del país a comienzos de los años 60 y que, por razones políticas, se tuvieron que ir de la Argentina a mediados de los 70. Así como el argentino Borges decía ser "un europeo nacido en el exilio", durante una parte de mi vida me sentí un argentino nacido en Río de Janeiro. Las reflexiones que haré a continuación son personales, pero reflejan el estado de espíritu de diversos amigos que pasaron por circunstancias de vida similares, con la diferencia de que todos ellos habían nacido en la Argentina. No por casualidad, habiendo tenido todos después de 1983 la oportunidad de regresar a la tan añorada Buenos Aires (de la cual cada uno de nosotros, por así decir, sigue enamorado), optamos en todos los casos por seguir viviendo en Brasil.
Habiendo llegado aquí en 1976, huyendo de la Argentina sangrienta de aquella época, algo que siempre me llamaba la atención era que conflictos callejeros como, por ejemplo, pequeños choques de autos, que en la Argentina acababan invariablemente a las trompadas, en Brasil no pocas veces derivaban en una mesa de bar para tomar um chopinho. Criado en la tradición italiana de las grandes peleas, habiendo pasado mi adolescencia en el vértigo de la primera mitad de los años 70, con el país fracturado por la división de la sociedad entre peronistas y antiperonistas ?y, talvez, habiendo salvado la vida al escapar a Brasil durante los años de horror del Proceso?, fui aprendiendo aquí con los años, a través de esos pequeños gestos traducidos en versos por el poeta Fernando Pessoa, que en lugar de una verdad podía haber dos.
Por la impetuosidad de la juventud, evidentemente, ese aprendizaje no fue inmediato. La transición a la vida adulta coincidió, en mi caso, con la transición brasileña a la democracia, en la cual brilló la figura de Tancredo Neves. Tancredo era un viejo zorro de la política, que siempre se había caracterizado por la moderación. En 1983, empezó a perfilarse como candidato a las elecciones presidenciales que ocurrirían un año después, en los estertores del régimen militar, y que en aquella época eran indirectas, a cargo de un colegio electoral de legitimidad más que dudosa.
Por esa escasa legitimidad, en 1984 hubo movilizaciones multitudinarias en todo el país, para aprobar un proyecto de ley que transformaba las elecciones presidenciales en directas. Si se aprobaba, lo más probable es que en las elecciones venciera el hombre fuerte de la oposición, el diputado Ulises Guimarães. Pero el proyecto no prosperó, y la salida que encontró la oposición fue "vencer al régimen con sus armas" y presentarse en el Colegio Electoral con un candidato "aceptable", que pudiera ser votado por una parte de los parlamentarios oficialistas. Eso cual condujo a la elección de Tancredo Neves. Como falleció un mes después del fin del gobierno militar, llegó a la presidencia el candidato a vice, José Sarney.
Con la impaciencia de mis 22 años y habiendo estado en la vorágine de las manifestaciones con el entusiasmo de quien parecía estar participando en una revolución, viví aquel desenlace como una traición. Antes del drama de sus últimos dias, veía a Tancredo con una enorme desconfianza, como si hubiera traicionado al pueblo para juntarse con los enemigos. Después, los años me llevaron a pensar que todo aquello había sido una notable lección de sabiduría política de todos los actores: de Tancredo, que fue el maestro de la transición, respetado por todos los partidos y capaz de dialogar con diferentes grupos; de Ulises Guimarães, que abdicó de sus legítimas pretensiones y, en lugar de hacer arder al país en una campaña de destino incierto, supo dar un paso al costado al entender que el momento histórico requería ceder el liderazgo a otra persona con menos resistencias del régimen, que estaba en su ocaso, y de los mismos militares, que reconocieron que su ciclo tenía que cerrarse y estuvieron dispuestos a retirarse del palco, aunque no quisieran hacerlo en calidad de derrotados.
Lo que la generación de argentinos que vinieron a Brasil en aquellos ya lejanos años 70 fue notando con el paso de las décadas es que las historias diversas de nuestros países ?y ahora escribo como brasileño? eran también reflejo de las diferencias entre las respectivas idiosincrasias nacionales. Eso quedaba más claro cuando uno viajaba de vacaciones a la Argentina y conversaba con los amigos. Invariablemente, concluíamos que se trataba de conversaciones muy diferentes de las que estábamos acostumbrados a tener aquí, en función de las simpatías que cada uno de nosotros iba teniendo por los grupos políticos locales. Mientras que en Brasil era natural aceptar las divergencias, y ellas casi nunca comprometían las amistades, ir a la Argentina de visita era sumergirse en un torbellino de insultos y resentimientos. Los "otros" no eran personas con opiniones diferentes, sino cipayos, vendepatrias y traidores, o cosas peores. En otras palabras: enemigos, a los que habría que destruir. Con el paso del tiempo, el sentimiento común a todo ese grupo de amigos fue el cansancio por esa forma ?en última instancia? de vivir. Descubrimos que habíamos optado por Brasil no porque nos gustara más tomar una cerveza que un café en un boliche porteño; no por preferir el samba al tango, sino por haber aprendido a aceptar las diferencias y a apreciar la tolerancia, en lugar de fomentar el odio y el desprecio.
Para quien no pasa de ser hoy de un observador distante, los signos del crecimiento de ese rasgo cultural son visibles en la Argentina actual. Basta releer la obra de Osvaldo Soriano sobre las disputas enloquecidas entre argentinos de hace algo más 30 años, para darse cuenta de que el huevo de la serpiente y la sed de sangre están otra vez a la vuelta de la esquina. El hecho de ser formalmente brasileño y de trabajar en un organismo oficial me inhibe de manifestar mi opinión franca sobre la responsabilidad de las autoridades para que se haya llegado a la situación de crispación actual. Con la ventaja de haber conocido íntimamente la realidad, la idiosincrasia y la historia de ambos países, sin embargo, hay algo, sí, que puedo afirmar: la Argentina necesita, desesperadamente, un Tancredo Neves, alguien capaz de conversar con todos.
El autor, economista, es funcionario del Banco Nacional de Desarrollo Económico de Brasil.
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