20 de noviembre de 2008

- AUTO -




La vida cultural del automovil


La era de la movilidad




La publicación en Argentina del libro de Guillermo Giucci, profesor en la Universidad de Río de Janeiro, permite indagar en la relación entre el auto, la vida cotidiana y los debates culturales y estéticos. Pocos objetos de consumo masivo han tenido una influencia tan decisiva: el automóvil modificó enteramente la organización de la vida social y urbana. De las vanguardias de la década del 20 hasta la literatura apocalíptica, el auto fue objeto de discusiones aún vigentes.

Por Hernan Arias
Diario Perfil



Fordismo

La invención de la línea de montaje que no se detiene nunca generó un impacto no sólo económico, sino también cultural.
En un cuento titulado Historia de un macuto, el autor alemán Heinrich Böll ensaya con buenos resultados un procedimiento narrativo novedoso: decide contar las aventuras en las que, durante varios años, se ve involucrado un macuto –es decir, el tipo de mochila mediana que usaban los soldados a mediados del siglo XX–. De esta manera, yendo tras los pasos de un objeto, Böll retrata toda una época.

Algo parecido es lo que se propone Guillermo Giucci, profesor de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, en su libro La vida cultural del automóvil, publicado en la colección “La ciudad y las ideas” de la Universidad Nacional de Quilmes. El autor señala en la Introducción que le interesa examinar “el ascenso de la automovilidad como un elemento decisivo de la modernidad cinética entre 1900 y 1940”, no porque estas fechas indiquen ni un comienzo ni un fin, sino porque comprenden la “emergencia” del automóvil en lo que se denominó la Segunda Revolución Industrial, ese período en el que “en gran medida los motores eléctricos y a combustión sustituyen la energía muscular humana y animal”.

Para Giucci, la importancia del automóvil deriva “de la centralidad del objeto en la transformación de la vida urbana”, y a partir del análisis del surgimiento y la expansión de dicho objeto intenta captar qué tipos de transformaciones se fueron produciendo tanto en el diseño de las ciudades como en las relaciones sociales, así como también en la sensibilidad del hombre moderno. Para el filósofo alemán Peter Sloterdijk, por ejemplo, el automóvil es “lo más sagrado de la modernidad”, y quien conduce un auto “siente cómo su pequeño yo se expande en un ente superior que tiene el mundo de las vías rápidas por Patria y comprende que fue llamado a ser algo más que la mitad de un peatón animalesco”.

El sabio de Dearborn

Giucci divide su trabajo en cinco apartados, y dedica los dos primeros a la figura de Henry Ford, llamado “el sabio de Dearborn”. Este empresario norteamericano, si bien no inventó el automóvil, fue quien lo popularizó al modificar las condiciones de producción (en su fábrica, la línea de montaje no se detenía nunca) y convertir a un objeto de lujo, sólo accesible para los ricos, en una mercancía popular. Para el autor, con la aparición del Ford T “el automóvil, como objeto de consumo familiar, anuncia la progresiva mecanización de la vida cotidiana”, y, por otra parte, en los Estados Unidos provoca que “automóvil, mercado, consumo y ciudadanía puedan identificarse como elementos intercambiables”.

Henry Ford fue un personaje oscuro. Un empresario antisemita que, por un lado, se convirtió en el símbolo de la nueva era al consagrar su fórmula, el “fordismo”: producción en masa, reducción de precios al consumidor, sueldos elevados para el trabajador y abundancia de bienes materiales. Mientras que, por otro lado, era capaz de declarar en una entrevista que “La Historia es más o menos palabrería vana”, con lo que, según Giucci, dejaba en claro “el frágil vínculo existente entre la Historia y la tecnología”. Sostenía además que el conocimiento de la historia política era irrelevante para la vida cotidiana, y en esa misma entrevista aseguró que el problema del mundo era que se vivía en los libros y la tradición, cuando lo importante era “hacer la historia del presente”. Para Ford el hombre piensa mejor cuando “no lo estorba el conocimiento del pasado”, y “pensar”, en su discurso, significa “actividad mental dirigida al logro de metas”.

En 1922, Ford publicó My Life and Work (Mi vida y obra), un libro armado por el escritor fantasma Samuel Crowther que se convirtió en referencia obligatoria entre los grupos empresariales de diversos países, puesto que se trataba de un manual de consejos. Utiles. En sus páginas descarta las visiones apocalípticas de un mundo compuesto de máquinas y seres mecanizados, y asegura que no hay nada mejor que el conocimiento de las máquinas y de su uso para disfrutar de la naturaleza. Según Giucci, con Ford “la idea del trabajo automatizado alcanza un punto disparatado”, tal como lo retrata Charles Chaplin en Tiempos modernos.

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Deslumbramiento y resistencia. Otro aspecto interesante de la investigación llevada a cabo por Giucci es el sondeo de las distintas repercusiones que tuvo el “fordismo” y la aparición del automóvil entre los pensadores y artistas de la época. Hubo quienes se deslumbraron, como el escritor uruguayo José María Delgado, quien visitó las instalaciones Ford en Detroit a fines de la década de 1920. Según Giucci, “Delgado identificó la fábrica de automóviles con una mezquita maravillosa y refirió su visita en términos de romería a un santuario secular”. Otro artista que experimentó algo similar fue el fotógrafo Charles Sheeler, quien “sufrió una especie de conversión al industrialismo cuando fue encargado de documentar fotográficamente la nueva planta de la Ford en River Rouge”. Pero sin duda quienes celebraron en mayor medida el advenimiento del automóvil fueron Marine-tti y los Futuristas italianos, que vieron en el auto “el Dios vehemente de una raza de acero que, ebrio de espacio y hambriento de infinito, baila por las blancas calles del mundo”.

Otros artistas, en cambio, tuvieron impresiones bien diferentes. Diego Rivera, por ejemplo, quien en 1932 viajó a los Estados Unidos junto a Frida Kahlo para pintar un mural sobre el tema de la industria en el Instituto de las Artes de Detroit, desoyó el pedido de homenajear al automóvil y a la Ford Motor Company y se concentró en la vitalidad, el movimiento y la energía del proceso industrial, destacando a los obreros que trabajaban en la planta. Aunque esta obra tuvo una recepción polémica, fue Edsel Ford, coleccionista de arte, presidente de la compañía e hijo de Henry Ford, quien defendió el trabajo y evitó que se destruyera, como sucedió con el mural El hombre en la encrucijada, también de Diego Rivera, que fue tapado en el Centro Rockefeller de Nueva York.

Dos escritores que dieron a conocer sus reparos frente a esta nueva revolución industrial fueron Louis-Ferdinand Céline y Aldous Huxley. El primero, además de retratar las duras condiciones de trabajo de los obreros de la Ford a partir de su propia experiencia (ver recuadro), vio en ese “templo del progreso” –como llamaban a la fábrica de Detroit los turistas que la visitaban– un conjunto interminable de “jaulas de moscas”. Huxley, por su parte, publicó en 1932 Un mundo feliz, donde toma a la Ford Motor Company como el modelo para la sociedad panóptica, ordenada, estandarizada, con su laboratorio, hospital, escuela y consumo dirigido que se describe en su novela. Según Giucci, Huxley consideraba que “la mecanización crea uniformidad exterior e interior de la conducta, limita la elección estética con la imposición de artículos estandarizados generalmente feos, y promueve la estupidez con la producción a enorme escala de narcóticos espirituales y sustitutos del pensamiento como el periódico, las revistas, el cine y la radio”.

Escrito en un estilo claro y dinámico –algo poco frecuente en las publicaciones académicas–, La vida cultural del automóvil es un detallado trabajo de investigación en el que Guillermo Giucci consigue articular con fluidez gran cantidad de información vinculada a los orígenes de la industria automotriz, la expansión del automóvil y la ideología que la sustenta, y nos permite dimensionar el modo en el que ese objeto ahora familiar impactó en el mundo hace apenas cien años.

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