19 de noviembre de 2008

- TRISTEZA -



Lágrimas medidas

Ni la desocupación, que avanza por el mundo con botas de siete leguas, conseguirá frenar la inmigración



Alicia Dujovne Ortiz
Para LA NACION
Noticias de Opinión



Estoy desesperado, ps, m´hijita, esto no es vida. Se van los meses, se van los años y yo acá. No, ps, m´hijita, para Navidad no puedo volver, la aceituna termina en marzo, ps. En cuanto cobre me yegreso, ya se lo he dicho muchas veces pero ahora créame, ps, m´hijita, esto se acabó, en España están todos parados y a los que no tienen papeles quién va a tomarles, ps. No hay trabajo, m´hijita. En Bolivia tampoco, ia lo sé. Qué yemedio nos queda, si Dios nos quiso pobres así ha de ser nomás. El dinero no es nada, ps. Yo lo que quiero decirle es que estoy muy orgulloso de usted, m´hijita, porque se queda sola estudiando y no anda con novios... ¿Ah, sí? ¿Y qué edad tiene? -la voz sonó súbitamente preocupada-. ¿Y es yesponsable?"

Parafraseando el título de una telenovela mexicana, o venezolana - Los ricos también lloran , en la que el llanto de los pobres queda sobreentendido-, en Andalucía también llueve. Era domingo, estábamos en el locutorio colombiano de un pueblecito granadino, y llovía a cántaros mientras el trabajador agrícola boliviano, conchabado para una cosecha de la aceituna que, por lo visto, o por lo oído, resultaba inacabable, hablaba con su hija por teléfono. La abundancia de "ps" suavizaba las frases con una suerte de silbidito tierno y pudoroso que la cabina, mal aislada, permitía captar en sus menores matices. Quizá las reducidas proporciones de ese recinto lo transformaran en confesionario, y ciertamente la urgencia por expresar su congoja le impedía a este padre bajar la voz. Una congoja que expresaba, como tal vez no lo hará, también por pudor, el día del regreso, tras el primer abrazo en el aeropuerto y el primer mantoncito de Manila bordado a máquina traído de regalo.

Pero el fenómeno sobrepasa el perímetro de esas cuatro paredes transparentes, donde un papá desesperado, aceitunero acaso clandestino en un país "parado", que ve aumentar el desempleo minuto a minuto, quedaba tan visible como audible. En todas partes el locutorio le sirve al inmigrante para mantener la ilusión: mientras pueda hablar, no habrá cortado el hilo, como sí lo hacían nuestros abuelos al subirse al barco.

El que Buenos Aires tenga por lo menos un locutorio por cuadra no la sindica como rica (aunque sí la señala como capital que produce inmigrantes después de haberlos recibido). Los barrios elegantes de París ignoran la existencia misma de ese sitio llamado locutorio. Hay cabinas por la calle, también transparentes, destinadas a quienes, poseyendo teléfono en casa y habiéndose dejado el celular en la guantera, recurren a ellas in extremis. Pero el espacio mínimo y atiborrado con varios teléfonos y tres computadorcitas es para los que carecen de línea fija.

Tan escasa entidad tiene este espacio fuera del circuito inmigrante, que ni siquiera lleva un nombre equivalente al que le hemos puesto en castellano: no se le llama "parloir", tan conventual o carcelario como "locutorio", sino "cíber", aludiendo a Internet, para que quede más fino. En general, sus propietarios son argelinos, aunque últimamente han sido reemplazados por los paquistaníes.

En el norte de la ciudad, alrededor de Barbès, pululan los locutorios administrados por muchachos de ojos blancos que se destacan sobre la piel verdosa. Recién llegados de su lejano Paquistán, han juntado sus euritos para montarlos y los han decorado con posters que representan a bailarinas de uñas largas y ojos también resplandecientes. Lástima que no hablen francés. Ni una palabra. Aunque pretendan hablar inglés, los diálogos entre morochos paquistaníes y morochos del mundo entero merecerían quedar grabados en esa biblioteca de Washington que guarda voces famosas.

Por falta de vocabulario, soy incapaz de imitar el paquistaní por escrito, pero digamos que suena como cuando se hace vibrar la punta de la lengua contra la parte interior del labio superior. Sin embargo, todos se entienden: la llamada sale barata y a nadie se le oculta que enfrascarse dentro del cubículo de vidrio a pegar gritos, a veces llorosos, otras jocosos, en senegalés o en rumano, significa nada más y nada menos que saltar fronteras. El nuevo cocoliche genera un sainete universal que sólo espera la aparición de otro Discepolín u otro Distéfano. Pero nuestra época prefiere lo sociológico antes que lo cómico. Por ende, la tragicomedia vivida dentro del cubículo es definida como la manifestación oral de la "familia transoceánica".

Los motivos no faltan. En España acaba de salir un libro de una pedagoga argentina, Nora Rodríguez, titulado Educar desde el locutorio y destinado a un nuevo tipo de inmigración, sobre todo latinoamericana: la de las madres. Como para el trabajo doméstico y el cuidado de niños no hay desocupación, cada vez más mujeres, tan desesperadas como ese padre del domingo lluvioso, deciden cruzar el charco en busca de fortuna. Para citar a María Antonia Sánchez Vallejo en El País de Madrid, estas mujeres "revolucionan el modelo patriarcal al convertirse en sostén de sus hijos y asumir a distancia la desgarradora relación con los niños desde otro continente".

Si dejar a los chicos al cuidado del padre o de la abuela ya es desgarrante, tratar de educarlos por teléfono puede volverse casi más perturbador que aquellos abandonos definitivos de quienes se iban sin esperanzas de volver. Perturbador para los hijos, que viven esperando la llamada, y para las madres, obligadas a ocuparse de los hijos ajenos mientras los suyos están lejos.

El locutorio encierra trampas, debidas a la frustración que cada charla provoca y, a la vez, permite mantener la relación familiar, que no se rompe sino que entra, como dicen los expertos, en una "fase distinta".

Un modo optimista de decirlo, en realidad. Las estadísticas reflejan el verdadero carácter de esa fase: el 67 por ciento de los hijos forzosamente "interoceánicos" tiene problemas de conducta. Es por eso que en su libro, nuestra compatriota pedagoga propone una serie de diez consejos para "ser madre por teléfono". Mi indiscreción en el locutorio pueblerino me autoriza para agregar: "y ser padre".

En primer lugar, se trata de reemplazar las órdenes, que la distancia vuelve caducas, por los simples deseos ("sería bueno que" en lugar de "tenés que"). En segundo, no cantarle muchas loas al país de acogida para que el hijo no se engañe pensando que la madre, o el padre, están en el paraíso. En tercero, jugar: canciones, adivinanzas o trabalenguas pueden ser telefónicos. En cuarto, reír. En quinto, no llorar, o abreviar el llanto lo más posible si no se logra esquivarlo por completo. En sexto, dar consejos pero no cargar al nene o al adolescente con una retahíla abrumadora por el estilo de "los hermanos sean unidos porque ésa es la ley primera". En séptimo, no vivir comparando la vida de antes, cuando estaban juntos, con la separación de ahora porque es muy triste. En octavo, decir y repetir palabras de amor. En noveno, no exagerar con los regalos para no mostrar que a uno la culpa lo carcome. Y en décimo, elogiar al hijo y asegurarle, como lo hacía instintivamente el boliviano de mi cuento, "estoy orgulloso u orgullosa de vos". Bien mirado, estas recomendaciones son útiles para cualquier intento educativo, a través de los océanos o más de cerca.

Aparte de los locutorios abiertos a todos, el colectivo de inmigrantes bolivianos en España dispone de un sistema gratuito de teléfono y de una webcam en varias ciudades, para conectar las dos mitades de la familia. Los organizadores del colectivo han calculado los tiempos, como ya lo ha hecho el Eclesiastés: tiempo para desfogar los sentimientos y tiempo para actuar con buen criterio, hablando lo justo. "En una conversación de diez minutos -puntualizan-, la madre no se puede pasar ocho llorando y lamentando la ausencia o impartiendo directivas."

Aunque no se especifique el tiempo exacto concedido a las lágrimas, esto también es válido para un locutorio de los comunes y ejemplificador en general: si midiéramos la duración de nuestros lamentos como si un aparato midiera los minutos, quizás alcanzaríamos un modo de comunicación más claro y eficaz. El alejamiento ayuda a despojarse de lo sobrante, como sucede al armar la valija para tomar el avión. Dejar su país implica desprenderse de una sobrecarga de quejidos. Es un aprendizaje que nos prepara para toda eventualidad, cosa que en el momento mundial por el que atravesamos no viene mal. El aceitunero de marras se extendió todo lo que pudo pero hacia adentro, no a lo largo. Estos dramas requieren un estilo inevitablemente lacónico que también es digno de ocupar, como el nuevo sainete, un sitio en la mejor biblioteca.

¿La desocupación que avanza por el mundo con botas de siete leguas conseguirá frenar la inmigración y, con ella, cerrar las puertas de los locutorios en los países por ahora más prósperos?

¿Se volverá a La Paz o a Cochabamba el héroe de nuestra historia? No lo veo seguro, aunque se lo desee con toda el alma. Si se me permite disentir con la telenovela, los ricos también lloran pero con menos derecho. Para los otros, en ciertos períodos que a menudo son largos, quedarse en casa es un lujo y regresar, o yegresar, también.

Cuanta más crisis haya, más creatividad, inventiva, ingenio y coraje tendrán que ser desplegados, por doloroso y sacrificado que resulte, de donde se desprende más tendencia a zarpar y menos a volver sobre sus pasos. Una vez que se han ido, los desesperados suelen permanecer anclados en un viaje que no cesa.

Al estallar la crisis de 2001 entre nosotros, siempre tan precursores, rompí el chanchito para pagarle lo que le adeudaba a mi empleada peruana. Ella no tenía hijos pero le mandaba a la madre. El dinero de la inmigración, guardado en el colchón y enviado, de preferencia, a través de viajeros amigos por no pagar la comisión, es la primera fuente de divisas del Tercer Mundo.

Meneando la cabeza con pena le pregunté si ahora, en vista del corralito, se volvía al Perú. "¿Al Perú? No, señora, no puedo -me contestó azorada como si le propusiera comprarse un pozo de petróleo-, me voy a Miami." Y ante mis ojos redondos aclaró: "Yo nunca puse plata en el banco".

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