12 de noviembre de 2008

Desde los tiempos de Erasmo, crece el influjo de la insensatez en el mundo
Elogio de la locura
Silvia Zimmerman del Castillo
Para LA NACION


El título de una de las obras más célebres de la literatura germana es La nave de los locos . Se trata, además, una de las primeras obras escritas en idioma vernáculo, dato relevante si se piensa que su autor, Sebastián Brant, la publicó a fines del siglo XV, cuando el humanismo en boga era más proclive al latín que a las lenguas vulgares. El hecho es que el éxito del poema sirvió a la rápida difusión del idioma alemán, esa música de álgebra y ruiseñores que, desde entonces, es la argamasa de una literatura de acento fuerte, turbadora profundidad y cruda belleza.

El pintor Hieronymus Bosch debió de haber leído minuciosamente el libro de Brant, al que le habrá conferido un significado contundente en consonancia con sus íntimos desvelos, al punto de llevarlo a encarar su propia versión del tema: la famosa tabla en la que una nave cargada de locos se desliza por un mar en el que nadan hombres desnudos.

Los locos no son sólo los enajenados. En la pintura de Bosch aparece apenas un personaje demente, ataviado con cascabeles y orejas de burro, abstraído en su desquicio y apartado del resto. Los locos son los maniáticos, pero también los inmorales y los pecadores fatuos que prefieren las adormideras del goce y la ignorancia antes que la sabiduría, el compromiso y la inquietud moral.

El poema relata el viaje de ciento once personajes, cada uno entregado a su vicio, pecado, pecadillo o estulticia. Todo hace a lo mismo, porque la inmoralidad es estupidez exacerbada y la estupidez, la forma más expandida de la inmoralidad.

La nave se dirige a Locagonia, el país de la locura, un modo de decir que va a la deriva.

En la obra de Bosch sensiblemente se presagia el naufragio que no advierten los viajeros, ocupados como están en sus lujurias y necedades. Sin embargo, la nota más patética la dan los hombres desnudos que nadan y se debaten en el negro mar, intentando subirse a la nave de los placeres que, como dijimos, va a la deriva.

También Erasmo de Rotterdam fue cautivado por la fuerza alegórica de la sátira, y, basándose en ella, escribió el Elogio de la necedad , obra que superaría en éxito y trascendencia a la fuente que la inspiró, y que en su tardía primera edición en español, aparece con el título de Elogio de la locura , acaso en sintonía con la estrecha correspondencia que aquellos renacentistas hallaban entre la estulticia y la sinrazón.

En las páginas de Erasmo, Necedad hace su propio encomio, declara su divinidad y celebra su gloria. Nos enteramos de que es hija de Pluto, el dios griego del dinero -entre los romanos, Plutón era el dios de los muertos, ¡qué curioso!-, "a cuyo antojo, hoy como siempre, trastórnanse las cosas sagradas y profanas; por cuyo arbitrio se rigen la guerra y la paz, los imperios, la justicia, los tratados, las alianzas, las leyes, las artes. En una palabra: los negocios públicos y privados de los hombres".

La corte de Necedad merece un párrafo aparte. La conforman Egoísmo, Adulación, Pereza, Voluptuosidad, Molicie, Demencia, Sublime Modorra, Olvido, y Con, genio de los banquetes.

Con todos ellos bajo su mando, Necedad ejerce su imperio sobre todos los hombres y a través de todos los tiempos. Y no son en nada despreciables los beneficios que dispensa a sus seguidores, quienes se muestran "regordetes, encendidos y rebosantes de salud en su piel, como cerdos acardienses", a diferencia de aquellos que, entregados al estudio, la filosofía y los serios asuntos, lucen pálidos y envejecidos, pues, sin lugar a dudas, "la vida más agradable se alcanza no sabiendo absolutamente nada".

Fue necesario llegar a este siglo XXI para advertir que el panegírico de Necedad, si bien abundante y sincero, no alcanzó a dar justa cuenta del extraordinario aporte de la diosa a la felicidad de los hombres y el desarrollo de la sociedad.

Siglos de poetas, filósofos, idealistas y sabios nos han enceguecido y extraviado en cuestiones densas, absurdas y definitivamente inútiles. La vida pasa por otro lado, en donde Necedad propicia sus bondades.

En este tiempo que afortunadamente nos toca vivir, debemos a los necios de todas las naciones globalizadas y al prodigioso avance tecnológico en las comunicaciones que los acerca, los consolida en su razón y difunde sus preclaros pensamientos, el que el mundo reconozca al fin el imperio y el valor de Necedad, porque no es sino gracias a ella que hoy vivimos gozosos y públicamente concupiscentes.

Su batalla libertadora está logrando victorias que habrían sido inimaginables años atrás, como, por ejemplo, la de esa fiesta escolar durante la cual una maestra se desnudó ante sus alumnos quinceañeros en una erótica simulación del baile del caño: camaradería, veracidad, acercamiento, comprensión, educación a la altura de estos tiempos de avances.

De la misma manera, gracias a Necedad, tras largas e infaustas luchas por conquistar sus derechos, las mujeres alcanzan el que le corresponde desde siempre: ser objetos sexuales.

¿Qué cosa puede ser más placentera?, ¿Ser científicas, escritoras, cocineras, estadistas, ingenieras, madres? También, pero, antes, objetos sexuales, y los medios audiovisuales de masas dan infinitas oportunidades para lograrlo.

Se puede empezar cumpliendo con el deber o en cualquier reality show y terminar modelando como se vino al mundo, en poses osadas y con miradas de fuego, hasta alcanzar las camas de hombres de acción, políticos, de preferencia, o empresarios igualmente deseosos de protagonismo hipersexual. Bien lo dijo Freud: lo fundante es el sexo, y es bueno que se lo manosee, se lo muestre y se lo publicite, se lo venda, se lo compre y se lo consuma: una gran era de la sexualidad como conquista de la libertad.

Definitivamente, hoy somos más libres que ayer y el mundo va bien aunque parezca que está mal, porque la pobreza de dos tercios de la humanidad, el hambre y sus dolores, el crimen y sus víctimas, la corrupción en desafuero, son cosas en las que nada tiene que ver la bonachona e indolente Necedad y que, por otra parte, fácilmente se calman o se ocultan con un circo de sexo y un muestreo de supinos deleites. Algunos hombres y mujeres a cargo de las más altas decisiones, instruidos en la estulticia, han comprendido el valor de la metrosexualidad y del placer, y ahí van, satisfaciendo sus necesidades, ostentando su satisfacción, esculpiéndose el rostro y el cuerpo en la búsqueda ancestral de la juventud eterna, arduamente jóvenes y hermosos, y felices, porque quien no es feliz, mal puede hacer felices a los demás.

En esta barca, la vida es bella, y no hay nada que pueda sustraernos del ejercicio de nuestros más primarios y carnales apetitos, en virtud de lo cual somos hoy más maduros, más tolerantes con las bajezas y más despreocupados por los insufribles valores. Nada logra mancillar la felicidad de los felices, a menos que, un día, Pluto, el padre de Necedad, el único capaz de doblegarla, entre en ira o cambie de humor. Y entonces, ¡ay!, sobreviene Demencia, el horror, el pánico. Porque si Pluto se encapricha, Necedad tendrá que llamarse a sosiego, y sus súbditos deberán asumir la responsabilidad de hacer sufrir a los que bracean en el ancho océano, y fatigarlos más de lo que se fatigan al nadar y nadar tras la nave, y anunciarles a los que trabajan en vanas utopías, que deberán suspender sus estudios y sus denuedos hasta que Pluto se aplaque, Necedad recupere el timón, y el mundo vuelva a ser lo que siempre ha sido: un ecuménico juego de necios.

Es así como vamos por la vida, atravesando mares de feroces turbulencias, pero mecidos en los cantos de la estupidez, embriagados de mentiras y egoísmo, libres y ensimismados, libres y tristemente alegres, como viajeros locos en un barco a la deriva.

La autora es escritora y directora del capítulo argentino del Club de Roma

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