10 de enero de 2009

- ORIENTE MEDIO -



Un horror sin final


Vicente Massot
Para LA NACION
Noticias de Opinión



No es cierto que la asimetría bélica, a todas luces visible, que existe entre el Estado de Israel y la organización Hamas, clausure la posibilidad de una guerra y convierta las hostilidades que se cruzan hoy judíos y palestinos en una vulgar matanza perpetrada por aquél a expensas de estos últimos. La noción según la cual una diferencia abismal en términos de poder, que favoreciese a un bando y, por lógica consecuencia, perjudicase a su adversario, por definición no admitiría ser calificada de guerra, es teóricamente falsa, además de no aprobar la prueba de la historia.

Las diferencias de calado en punto a tecnología, inteligencia, logística, cantidad de efectivos y capacidad estratégica nada tienen que ver con la naturaleza de la guerra, cuya esencia finca en la decisión política de destruir o neutralizar, según los casos de que se trate, al otro considerado como enemigo. En la medida en que uno de los contendientes -o los dos- juzguen que su existencia está amenazada, la guerra será un hecho.

Eso es lo que ha venido sucediendo, desde hace décadas, en Medio Oriente, en un conflicto caracterizado por la notable y notoria asimetría a la que antes hicimos referencia.

Es más, hay razones para pensar que el carácter desparejo de los ejércitos beligerantes -el de Israel de corte clásico, el palestino de raíz partisana- es uno de los datos constitutivos del enfrentamiento. Si no fuera así, las diferencias armadas no se prolongarían tanto tiempo. Es que, en el caso de haber existido paridad, seguramente una de las dos altas partes de la guerra habría triunfado; no otra cosa sucedió con Israel respecto de Egipto y Siria, por ejemplo. Luego de enredarse en cuatro contiendas convencionales, desde 1948 a 1973, los ejércitos de esos países árabes llegaron a la conclusión de que todos sus esfuerzos habían sido vanos contra las fuerzas judías -mejor preparadas y más aguerridas- y, por lo tanto, desistieron de repetir la estrategia en la que se hallaban empeñados.

La variante partisana que adoptaron los palestinos nació, precisamente, de la imposibilidad de forjar una maquinaria militar semejante a la de Israel. En la asimetría está su gran fortaleza y, al mismo tiempo, su extrema debilidad. Porque Hamas no tiene, en el mediano plazo, chance ninguna de ganar, pero, a la vez, no puede ser totalmente derrotada. Frente al magnífico cuerpo profesional de combate de sus enemigos, los militantes islámicos representan, de lejos, la parte más débil, con la particular coincidencia de que su debilidad no prenuncia su derrota. Al contrario, asegura la continuidad de la lucha.

Destruidos sus tanques, abatidos sus aviones antes de despegar, cercados sus ejércitos en el Sinaí y las alturas del Golán, conquistadas partes de su territorio, qué podían hacer los egipcios y los sirios sino rendirse. Vencidos en guerras clásicas una y otra vez, terminaron por aprender la lección. En cambio, las guerrillas de Hamas carecen de tanques, bombarderos, satélites, lanchas torpederas, misiles de largo alcance y bombas atómicas. Siendo así, revierten sobre Israel las tácticas que, antes de lograr su independencia, los judíos asentados en esa región enderezaron contra los ingleses y los propios palestinos, sin que les temblara el pulso a la hora de utilizar cualquier método con tal de conseguir su reconocimiento como Estado.

No hay ángeles y demonios en esta guerra ni en ninguna otra que se conozca. Las categorías divinas aplicadas para calificar las acciones humanas resultan pura propaganda. Ni los militantes de Hamas son vulgares asesinos que no reparan en medios a los efectos de obtener el fin perseguido ni los israelíes merecen el ridículo mote de genocidas que les han aplicado por las muertes de cientos de civiles ocurridas en la Franja de Gaza. Unos y otros se hallan en medio de la guerra y su principal propósito es vencer. ¿Cómo? Seamos honestos, de la misma manera que el género humano ha dirimido, desde tiempo inmemorial, sus diferencias bélicas: a cómo dé lugar.

Suponer que una unidad combatiente, cualquiera que sea, preferiría retroceder y ser vencida a matar a un solo inocente puede representar un buen ejercicio de ciencia política normativa, pero no resiste el análisis fáctico de la guerra. Los políticos y los generales por igual, aun cuando no lo digan en público y nunca lleguen a las últimas consecuencias de este postulado en sus discursos, piensan siempre lo mismo: no hay sustituto para la victoria. En la materia no existen demasiadas diferencias entre Ben Gurion, Menahem Beguin, Yasser Arafat y Khaled Meshaal.

La paz es, de momento, imposible no porque los presuntos malos redoblaron sus ataques contra los teóricamente buenos, quienes, al ser agredidos, debieron responder ejercitando contra sus enemigos toda la fuerza de que son capaces.

En rigor, no hay solución por tres razones de distinta índole: la intensidad del odio que separa a los contendientes; la imposibilidad de resolver esa verdadera cuadratura del círculo que transparenta la fórmula seguridad -que es cuanto reclama básicamente Israel- por territorios -que es la aspiración de máxima de los palestinos- y la falta de una autoridad regional o mundial capaz de garantizar cualquier acuerdo.

Hamas e Israel están, pues, condenados a prolongar sus hostilidades sin solución de continuidad. Semejan unos duelistas que, con intervalos no previsibles, se hallan dispuestos a cruzar aceros hasta el cansancio, sabedores, los dos, que más allá de las heridas que puedan infligirse ninguno saldrá vencedor.

Hamas, por paradójico que resulte, viene a representar el papel de un David bíblico, sólo que imposibilitado de acertar al todopoderoso Goliat israelí con una honda demasiado rústica para ser mortífera.

Israel, de su lado, aún mediando la ventaja de su poderoso arsenal y su notable espíritu de sobrevivencia, no ha podido ni podrá, por mucho que se esfuerce, doblegar a un pueblo deseoso -como los judíos en 1948- de tener un Estado nacional.

Sin desenlace a la vista, Israel y el Hamas son los actores de una tragedia que supone no un final con horror sino un horror sin final.

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