24 de noviembre de 2007

- PENSAMIENTO -




¿Por qué piensa usted lo que piensa?

Por Manuel Cruz
Para LA NACION



Hace unos días, en el programa radiofónico en el que colaboro de manera habitual, me preguntaron: “Las ideologías, ¿nacen o se hacen?”, La respuesta inmediata, espontánea, no podía ser otra que ésta: “Las ideologías se hacen, claro está; no nacen como florecillas en el campo, sino que son productos culturales y, precisamente por ello, elaboraciones humanas”.

Cosa distinta y, a mi modo de ver, mucho más interesante, sería preguntarse por los mecanismos por medio de los cuales un individuo, en un momento dado de su vida, opta por un determinado discurso u opción (especialmente política, aunque también podríamos referirnos a otras, de considerable trascendencia en la vida de cada cual).

Una primera respuesta a esta reformulación de la pregunta es la que localiza en estructuras materiales (desde neurofisiológicas a socioeconómicas) la instancia decisiva para entender las opciones que, en el campo de las ideas, van tomando los sujetos. Hace escasas semanas, diferentes diarios españoles informaban que los autores de un trabajo publicado recientemente en la revista Nature Neuroscience aseguraban haber hallado diferencias en el funcionamiento de un cerebro liberal frente a otro conservador.

La sustancia de su tesis era bastante sencilla: el primero reacciona mejor ante los cambios, mientras que el segundo es más rígido. Dudo que ningún lector medianamente culto se sobresaltara –o ni tan siquiera se sorprendiera– ante semejante tipo de tesis. De hecho, desde hace bastante más de cien años venimos oyendo parecidas cantilenas. Todos los cientificismos (biologismo, economicismo, sociologismo…), que estallan en el siglo XIX a raíz del extraordinario desarrollo de las diferentes ramas del conocimiento, creen disponer de la clave de bóveda del edificio del saber y, en la misma medida, se sienten en condiciones de dictaminar qué elemento de la realidad (que suele coincidir, nada casualmente, con el objeto de su propia disciplina) es el que explica de manera más convincente la totalidad de lo que hay.

No quisiera que parezca, en ningún caso, que simplifico unas posiciones que sin duda vienen apoyadas en sólidas investigaciones y que, por añadidura, suelen estar más matizadas de como se las acostumbra a presentar en los medios de comunicación. Pero como los formatos obligan a una cierta rotundidad, habrá que decir que si efectivamente los elementos básicos para entender las diferentes posiciones políticas se encuentran en los cerebros, distintos, de los respectivos individuos, no se comprenden entonces del todo bien las variaciones que experimentan sus opciones políticas a lo largo del tiempo (a no ser que supongamos que sus cerebros experimentan paralelas variaciones, que explicarían, pongamos por caso, los cambios en el sentido de su voto).





Otro argumento análogo puede ser: si la raíz de los comportamientos públicos tiene semejante origen, de una solidez científicamente contrastada, tanto partidos como administraciones y grandes corporaciones podrían establecer, con los medios de que disponen, predicciones de alta fiabilidad acerca de las preferencias y decisiones de los ciudadanos.

En el fondo, tanto éstos como cualesquiera otros argumentos apuntan en una misma dirección, a saber, la de llamar la atención sobre el hecho de que todos estos “ismos” parecen poner en entredicho la autonomía del sujeto, a la hora de tomar sus propias decisiones (en este caso, en el ámbito de las ideas).

Que esa autonomía nunca será una autonomía absoluta, una soberanía sin restricciones, parece fuera de toda duda. Todos somos hijos de nuestro tiempo y de nuestra circunstancia, y no es ésta una afirmación meramente retórica, sino vinculante. O, lo que viene a ser lo mismo, una afirmación que desarrolla unas consecuencias teóricas de alcance.

Probablemente, deberíamos empezar, si asumimos una tal premisa, por renunciar a formulaciones de máximos (y de máximos era sostener que todo –ideología incluida– es cuestión de sensibilidad neurocognitiva), en beneficio de posiciones más ponderadas; del tipo: no nos inventamos por completo, sino que, en el mejor de los casos, nos modelamos. O: no nos creamos de la nada, sino que nos vamos construyendo con unos materiales que no tuvimos la oportunidad de elegir. Somos, como propusiera en su momento el filósofo español Javier Muguerza, preferidores racionales. Imperfectamente racionales, puestos a ponderar todavía un poco más la posición.

Lo que equivale a afirmar que dibujamos nuestras preferencias utilizando todas aquellas herramientas y criterios que nos han sido dados, atribuyéndoles un orden o una prioridad que –ella sí– está en nuestra mano determinar. Podemos abandonarnos a nuestras pulsiones inmediatas (y acogernos a la más liviana e inconsistente de las justificaciones: ¡es que yo soy así!, decimos en tales situaciones) o podemos apostar por una jerarquía de las motivaciones.

Es lo que hacen quienes distinguen, pongamos por caso, entre intereses y razones. La distinción abre una vía sugestiva hacia los comportamientos éticos en todas las esferas de la vida, pero, en particular, en la política. Hace unos años, a una variante de estos comportamientos se les denominaba desclasamiento (podríamos considerar como uno de los padres fundadores de la categoría al propio Karl Marx, consagrado por entero a aportar doctrina emancipatoria a una clase social que no era la suya de origen). Hoy, en que podría resultar ilusorio confiar en la proliferación de actitudes tan generosas, todavía podemos encontrar a nuestro alrededor pequeños gestos que las recuerdan vagamente.

No seremos del todo aquello que venimos obligados a ser por nuestra biología, nuestra cultura o nuestra posición de clase, mientras seamos capaces de anteponer los ideales a los intereses, los valores a las conveniencias.

¿Palabrería grandilocuente? ¿Frase rotunda para intentar rematar con un poco de brillo el artículo? No. Me refiero a eso que hacen tantos ciudadanos cuando apoyan a una fuerza política que no les favorece especialmente (o quizás incluso les perjudica en algún campo concreto), pero que consideran que defiende un modelo de sociedad más justo o más solidario. Sencillo, ¿verdad?

El autor es catedrático de filosofía en la Universidad de Barcelona. Su último libro es Cómo hacer cosas con recuerdos. (Katz Editores)

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