7 de enero de 2008
- ARCIMBALDO -
Para comerte mejor
Personajes con cara de hortalizas y ojos de pescado, pintados en el siglo XVI por el italiano Giuseppe Arcimboldo, llevaron un poco de frescura a los altivos parisinos
El acontecimiento cultural más divertido de la temporada en París parece ser la exposición Giuseppe Arcimboldo en el Museo de Luxemburgo. Por toda la ciudad, los quioscos promueven al artificioso pintor italiano del siglo XVI desplegando coloridos pósters de rostros mofletudos, formados por mazorcas, pepinos, ajos y cerezas.
Tenía mis dudas, pero resultó ser una muestra encantadora por su concisión admirable, casi elegante y no demasiado superficial. Un público alegre y cortés se agrupa frente a esos retratos soberbios de personajes con cara de hortalizas y ojos de pescados. Se diría que, en Arcimboldo, reconoce una pizca de ese impulso francés por poner las cosas en orden.
Arcimboldo quiso expresar la inestabilidad de la vida, su mutabilidad en un mundo en expansión. Se propuso inspirar una sensación renovadora de asombro, de posibilidad, a veces no del todo reconfortante. Las conquistas comerciales de las potencias europeas del siglo XVI revelaron nuevos continentes. Entre sus frutos exóticos, el choclo podía ser el cómico remedo de una oreja humana, pero también el símbolo político de la dominación europea sobre lugares, economías y pueblos remotos. Y sobre la naturaleza misma.
Ahora bien, me animaría a decir que la mayoría de los visitantes -al parecer, buena parte de ellos son niños- no se detiene a analizar los significados metafóricos. A diario, forman una larga cola que sale de la puerta principal del museo y serpentea por los Jardines de Luxemburgo. Allí, los padres arrancan a sus hijos renuentes de la vieja calesita para llevarlos a la muestra.
"El señor Cara de Fruta", como lo llama desdeñosamente un amigo mío, siempre ha tenido éxito entre las multitudes. Pero su arte es más serio y presuntuoso. Arcimboldo debe de haber sido uno de esos hombres cultos que, al principio de una cena, son jocosos, pero cuya arrogancia ya ha aflorado cuando sirven la ensalada. ...l no tiene la culpa de haber inspirado a miles de espantosos surrealistas del siglo XX, aparentemente consternados ante la idea genial de sustituir una nariz por un pepino o una mejilla por una rosa.
Arcimboldo nació en Milán en 1536; su padre era un artista local. Al principio, pintó retratos convencionales, oscuros, cuya fragilidad no empañaba la destreza del autor. Rindió culto a Leonardo da Vinci a través de Bernardino Luini -que habría sido un amigo de su familia- y de otros intermediarios. Los encargos de vitrales y tapices dieron ciertas alas a su imaginación peculiar y, con el tiempo, le valieron un empleo en Viena, en la corte de Maximiliano II, y luego en la de su hijo, el refinado Rodolfo II.
Allí elaboró, por fin, sus célebres rostros, que lograron satisfacer cierto gusto por el exotismo. Por entonces reinaba una viva curiosidad humanística. Entre los eruditos y los artistas circulaban textos antiguos, como la Historia Natural de Plinio el Viejo, redescubiertos recientemente.
Unas acuarelas suyas de peces y otros animales, que le sirvieron de modelos precisos para partes de rostros, demuestran su firme apoyo en la ciencia y la observación directa. La exploración del mundo y el progreso de la óptica, la ingeniería y otros campos despertaron en Rodolfo, así como en otros mecenas ilustrados, el deseo de poseer los artefactos y las obras de arte más raros, exquisitos e inexplicables.
No pocas obras de escultores y decoradores respondieron también al interés obsesivo por lo maravilloso. Cocos, caracolas, huevos de avestruz y fragmentos de coral recogidos en los rincones más distantes del planeta se transformaron en copas, tazones y empuñaduras de espadas, versiones tridimensionales de los rostros que pintaba Arcimboldo. Nos hablan del enraizamiento del arte en el misticismo y la magia. Después de todo, el pintor es un prestidigitador que convierte unos polvos coloreados en una ilusión. Arcimboldo siguió ese camino. Bosch y los miniaturistas persas le sirvieron de guías.
Retratos reversibles
Todo artista tiene su especialidad. Para Arcimboldo, este desliz de la mente, tan común, devino en una virtual industria privada. El busto de un bibliotecario barbudo, con varios libros por rostro y señaladores por dedos, manifiesta un virtuosismo tan ingenioso como el de sus "retratos reversibles": en la posición correcta, son naturalezas muertas; invertidos, son retratos.
Hay otros cuadros más interesantes. Un anciano esquelético en tres cuartos de perfil, con ramas en vez de barba, de una perversidad memorable porque en su senectud mantiene, en cierto modo, una dignidad casi cortesana. Un jurista alemán, el humanista Johann Ulrich Zasius, tiene por cabeza un pollo desplumado; por boca, la de un pez, y su cola por mentón. Es un cuadro pavoroso que casi nos recuerda el retrato del papa Inocencio X, de Velázquez. Perturba nuestra mente, cual recuerdo borroso de una pesadilla.
El mismo efecto producen cuatro retratos pequeños, rígidos y simples de la familia de Pedro González, cuyos miembros se caracterizaban por tener el rostro cubierto de pelo, igual que el Hombre Lobo. Un hecho tan casual como la aparición del rostro de la Virgen María en un sándwich tostado.
El universo fabrica tales maravillas. El hombre las imita por medio del arte y la industria, con la esperanza de superarlas. Arcimboldo quiso lograr, cuando menos, eso. Su ambición, tan franca e intelectual, confiere a travesuras, a menudo grotescas, su elegante altivez. Pensándolo bien, no es de extrañar que los franceses lo amen.
ARCIMBOLDO El genial pintor nació en Milán, en 1536. Rindió culto a Leonardo da Vinci. Sus vitrales y tapices le valieron un empleo en Viena, en la corte de Maximiliano II, y luego en la de su hijo, Rodolfo II. Allí elaboró sus célebres rostros, en los que sustituyó una nariz por un pepino o una mejilla por una rosa.
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