18 de enero de 2008

- ROTH -




El Roth de los milagros

Por Eduardo Fidanza
LA NACION - OPINION



Al cabo de la guerra, el viejo conde Franz Xaver Morstin se pregunta qué es la patria. Siente orgullo y tristeza. Se resiste a obtener un pasaporte para atravesar la nueva geografía de Europa. Odia los Estados nacionales. Imagina el Imperio, ya destruido, como una gran casa con muchas puertas y muchas habitaciones, donde podían albergarse en paz distintas tradiciones y costumbres. Le pregunta al judío Salomón Piniowsky –en el que conviven en perfecta armonía la simpleza y la inteligencia– qué piensa del mundo. El judío responde: ya no pienso nada de nada; el mundo se ha ido a pique.

El teniente Carl Joseph Trotta, hijo de una estirpe de fieles servidores del Imperio Austro-Húngaro, se ha vuelto un borracho perdido. Pelea, sin honor, en la frontera con Rusia, en los últimos días de los Habsburgo. Ha defraudado a sus mayores, ha extraviado el sentido de su existencia. Desesperado, vacío, le grita a su padre: “¡Los muertos! ¡No puedo olvidar a los muertos! ¡No puedo olvidar nada, padre, no puedo!”.

Con el fondo de una Viena crepuscular, otro representante de la familia Trotta musita, cuando escucha a la turba vocear la caída del imperio alemán para dar paso a un gobierno popular: sé que a esto se le llama ser reaccionario, pero no tengo fe en ningún gobierno del pueblo. Quiere pagar la cuenta después de unas copas, pero todos han huido. Al dueño del café, un judío, ya no le interesa cobrar, sino salvar la vida. Le entrega las llaves para que cierre cuando decida irse.

Para estas criaturas, la Primera Guerra Mundial y la caída del emperador Francisco José significaron una inflexión trágica. No tanto por la muerte –la mayoría hubiera preferido ese honor–, sino por la desaparición de una cultura, del mundo donde habían crecido y se habían formado. Fueron testigos de la destrucción de la monarquía, de los valores y las costumbres que daban sentido a sus vidas y de las ventajas materiales y estamentales que los distinguían.

Sus testimonios vacilan entre la nostalgia, la autocompasión y el rechazo. Uno llora. “Lo habíamos perdido todo: posición, nombre y rango, casa, dinero y valores, pasado, presente y futuro.” Otro se rebela: “Esta es la sopa de la decadencia, y yo me niego a tomarla”. Está el que se lame las heridas: “Empezábamos a amar nuestro desconsuelo –dice– como se ama a un enemigo fiel”. Y también el que concluye, dolorido: “Somos una generación elegida por la muerte y por ella repudiada, sobre la que pesa un dictamen: incapaz para la muerte”.

Estas son las cavilaciones típicas de los personajes del escritor austríaco Joseph Roth. Es difícil ofrecer noticias ciertas acerca de él. Como ha indagado el ensayista mexicano José María Pérez Gay (en El imperio perdido, un libro fascinante): Roth dejó indicios falsos por todas partes. Construyó una identidad apócrifa (y, agregaría, calidoscópica). Elaboró, incesante, su “falsa autobiografía”: cambió el lugar de nacimiento; inventó y reinventó a su padre; relató hazañas imprecisas, amores nunca verificados, viajes imposibles. Hubo versiones para todos y en cada momento. Los testigos nunca pudieron coincidir en un relato coherente y parecido de la vida del escritor.

Los documentos dicen que Joseph Roth, quien se convertiría en uno de los mejores novelistas y cronistas de Europa central entre las dos guerras mundiales, nació en 1894 en la ciudad fronteriza de Brody, llamada la “nueva Jerusalén” por el neto predominio de los judíos entre sus habitantes. Brody, hoy Ucrania, pertenecía a la región de Galitzia, una referencia clave en el universo de Roth. Formó parte del Imperio Austro-Húngaro desde su creación, en 1867.

Roth nunca conoció a su padre, desaparecido del hogar e ingresado en un manicomio. En 1914 inició estudios de literatura en la Universidad de Viena, que abandonó después de empezada la guerra. Se alistó en 1916 y fue destinado al frente oriental, en la frontera con Rusia, cerca de su ciudad natal. Presenció la invasión de los ejércitos del zar y la persecución y matanza de la población judía.

Cuando Roth regresó a Viena a fines de 1918, su mundo, y el de su generación, se había desintegrado: los proyectos académicos ya no contaban, el poeta que hubiera querido ser estaba acabado y debía trabajar para ganarse la vida. Como corresponde a los soldados que vuelven de una guerra perdida, debemos suponer que nadie lo reconoció ni lo saludó. Uno de los personajes de su incierta autobiografía sitúa este regreso sin gloria en una noche vienesa de Navidad. Camina por la calle bajo una lluvia que era casi nieve: “Mi gorra estaba desnuda –relata–: le habían arrancado la escarapela. También mi cuello estaba desnudo: le habían arrancado las estrellas. Y yo mismo estaba desnudo. […] No me rebelaba, pero era desgarrador. Era el fin”.

Sin embargo, no lo fue. Al colapso le seguiría la escritura. Como dice Pérez Gay: el dolor inconfesado de los austríacos se convirtió en sustancia de literatura.

Ahora bien: no se imagine que esto significó, en el caso de Roth, una adecuada elaboración del duelo. Y, menos aún, una ordenada transformación de la desesperación en creatividad. Roth, como el teniente Trotta, tenía una trágica y maravillosa imposibilidad de elaborar. El alcohol ocupó el lugar de la sensatez, para anestesiar las heridas que no quiso (y, tal vez, no debía) curar. Y una mullida ironía se alió con la capacidad de observación para registrar el nuevo mundo y poner distancia de él. “No soy un hijo de mi tiempo –reflexiona uno de sus personajes–. […] Por pura comodidad no quiero volverme hostil o agresivo, y por lo tanto digo que no lo entiendo, cuando debería decir que lo odio o que lo desprecio. Tengo muy buen oído, pero juego a ser sordo, porque creo que es más noble simular este defecto que admitir que he prestado oídos a voces vulgares.”

Joseph Roth dominó, con maestría, diversos formatos de escritura. Apreciaba la concisión y la exactitud, aprendidas bajo el rigor de la crónica periodística. Escribió con igual soltura notas para diarios, cuentos, nouvelles y novelas de largo aliento, como La marcha Radetzky, seguramente la pieza más célebre y acabada de su producción. Escribía para vivir, bajo el apremio de la necesidad. Y por eso, tal vez, no fue un intelectual. Punzante, le gustaba repetir el axioma de su contemporáneo Karl Kraus: un escritor que lee muchos libros es como un camarero que se come la comida en lugar de servirla.

Roth, centroeuropeo típico, nació y vivió en el cruce de múltiples caminos, difíciles de compaginar. Como se ha señalado, formaba parte de una cultura de raza hebrea, de pensamiento eslavo, de idioma alemán y de vocación austríaca. Pero su médula hay que rastrearla en la pertenencia a los Ostjuden, los judíos orientales, castigados y errantes, cuya patria no corresponde a una tierra, sino a la imaginación y la utopía. Un pueblo que tiene por bendición (y desgracia) caminar, nunca afincarse.

Los judíos orientales eran víctimas de un doble desprecio. El de otros judíos, que los consideraban de segunda categoría, y el de los no judíos, donde anidaba, creciente y bestial, el antisemitismo. Roth, con su lengua viperina, irónica, decía de sus congéneres: el judío de París desprecia al de Francfort, éste al de Berlín, el de Berlín al de Viena, el de Viena al de Varsovia, y todos desprecian al de Galitzia. “Allí, en el patio de atrás –exageraba–, soy el último de los judíos.”

En su exilio –inicialmente autoimpuesto, luego forzado–, Roth viajó en sentido inverso: primero a Viena, luego a Berlín, para terminar sus días en París, destruido por el aguardiente y el coñac, unos meses antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.

Intentó adaptarse, adquirir las formas aceptadas, disimular. Parecerse. Pero su buen oído de sordo, o tal vez el cronista que llevaba en la sangre, le impidieron evadirse: habló, con clarividencia, de las “vejaciones en los campos de concentración”, para describir, se supone, el trato recibido por los judíos a fines de los años 20, en los refugios de acogida destinados a los que huían del Este.

Por debajo de este registro, político y dolorosamente irónico, corre en Roth otro que me interesa aún más: el legendario y poético; el del arte de contar, que cautiva en clave menor, íntima. En Roth, el judío errante, yace el vacío de una espera desdichada, la de un Mesías demorado e incierto que debe llenarse narrando, inventando historias; evocando, con tierna melancolía, un mundo que nunca fue ni será.

Es el Roth de los milagros. De la magia recuperada y la redención. Aquel que alumbró a Nissen Piczenik, el comerciante de corales que estaba perdidamente enamorado del mar. O al mendigo Andreas, el célebre santo bebedor, cuya desdicha se transformó en luz por el designio de Santa Teresa, a la que nunca llegó a devolver los favores. Sus suicidios son, en verdad, inefables redenciones: Piczenik aprovecha un naufragio para tirarse por la borda al encuentro de “su única patria”: el océano. Andreas tiene una muerte parecida a la de su creador: cae en un bistró, abatido por el alcohol, tratando de pagar su deuda. El relator concluye, piadoso: “Que Dios nos dé a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”.

Poco antes de la suya, en noviembre de 1938, Roth se autorretrató en una mesa del café Tournon de París, su refugio de los últimos años. El dibujo lo muestra adusto, empuñando un cigarrillo, sentado a la mesa, sobre la que reposan dos copas y un sifón. Es un boceto logrado, fidedigno. Al pie, debajo de su firma, escribió: “Así soy en verdad: sucio, borracho, pero lúcido”.

Es un epitafio posible para su vida. El otro, más alentador para nosotros, sus lectores de hoy, consta en una carta a Stefan Zweig, donde confesó: “Sólo conozco el mundo cuando escribo”.

El autor es sociólogo y director de la consultora Poliarquía.

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