28 de marzo de 2008

- EL AGUA -





El agua tiene valor absoluto

Por Gonzalo del Castillo



Fue Tales de Mileto quien, en el nacimiento del pensamiento filosófico, aseveró: "Todo es agua". Todo es agua porque la vida esencialmente lo es. Infimo en la infinitud del universo, nuestro planeta es, sin embargo, hogar de una extraordinaria diversidad de vida por contar con ese milagro esencial. Nuestro planeta es pura vida, y esperemos que se conserve así.

El agua es, por lo tanto, el bien vital por excelencia, insustituible y primordial: si no hay agua, no hay vida. Así de simple. Tanto que resulta francamente increíble que, a estas alturas de la evolución humana, las sociedades tengan como principal desafío para el siglo que comienza la salvaguarda del cuarto elemento. Pero ésa es nuestra realidad. Semejante situación amerita que nos replanteemos la forma en que pensamos nuestro desarrollo humano y social.

Tal vez, en tiempos como los actuales, en los que la lógica costo-beneficio rige nuestro comportamiento, debamos volver a considerar conceptos que, aunque abstractos por su consistencia, son fuertes por sus significaciones. Replanteémonos, entonces, la moral y nos asombrará descubrir hasta qué punto hablar de agua implica plantearse un pensamiento ético.

El valor y el bien

En el campo de la ética, se entiende por "bien" lo que en lenguaje moderno se denomina "valor". Sin embargo, ambos términos comportan una diferencia sustancial. El bien puede ser interpretado tanto en sentido objetivo, como realidad, como en sentido subjetivo, como objeto de apetencia, en tanto que el valor posee un modo de ser objetivo, en cuanto que es entendido o aprehendido independientemente de la apetencia. Las cosas no valen porque sean bellas, buenas o verdaderas; son bellas, buenas y verdaderas porque valen. De esta manera, lo que es un bien para mí, puede no serlo universalmente, puede ser un mal para otro, pero lo que es un valor, lo seguirá siendo más allá de que yo lo desee o no.

Lo que quiero expresar con lo arriba mencionado es que el agua es, más que un bien, un valor, y aunque se le ponga precio, no tiene precio. No podemos evadir la consideración ética del agua. El agua como bien coincide con el dominio de la moral.

Es decir: hablar del agua en cuanto problema implica considerarla como un objeto de la ética. El agua es un bien que no tiene precio porque es puro valor, un valor supremo en cuanto valor vital.

Por lo tanto, no nos podemos ocupar del problema del agua, sino abordándolo desde la ética. Es aquí donde se hace necesario replantearnos la forma en que nuestras sociedades modernas usan y abusan de este bien esencial.







No es precisamente la ética la que tutela el desarrollo de las políticas hídricas globales. Basta con observar algunos de los datos que diversos organismos nos suministran para entender lo planteado:

Más de mil millones de personas se ven privadas del derecho a disponer de agua potable, y 2600 millones no tienen acceso a cloacas y saneamiento adecuado.

El agua en mal estado es la segunda causa de muertes infantiles en el mundo: 3900 niños mueren cada día por enfermedades relacionadas con el agua.

Los hogares pobres pagan por el agua hasta diez veces más que los de mayores ingresos.

Unos dos millones de toneladas de desechos son arrojados diariamente en las aguas, lo que incluye residuos industriales y químicos, vertidos humanos y desechos agrícolas.

Los datos son tan elocuentes como alarmantes, y el problema radica, en gran medida, en el hombre y su cosmovisión. Asistimos hoy al resultado de siglos y siglos de concepción antropocéntrica, de acuerdo con la cual, la naturaleza está ahí para ser domeñada por el hombre sin ninguna vinculación moral. El último domina, la primera es subyugada. La naturaleza entendida como bien, sin valor.

La crisis de los recursos hídricos nos urge a encarar una revolución integral de esta relación: ponernos junto a la naturaleza y no enfrente o encima de ella, comprendiéndola como sujeto de valor, abordándola con una actitud moral.

Los escenarios conocidos hacen dudar sobre la factibilidad de esta propuesta, reduciéndola, tal vez, a simple expresión de deseo o producto de la ingenuidad. Se dirá que esto no pasa de ser una mera utopía, que, como tal, nunca llegará a realizarse.

Permítaseme, entonces, abogar por el derecho de nosotros los jóvenes de recuperar la inocencia y la utopía, las que, con fe y trabajo, puedan resultar en una fuerza de transformación de la realidad, creciendo en cuerpo y consistencia para terminar convirtiéndose en auténtica voluntad innovadora.

El autor es representante internacional del Movimiento Agua y Juventud.

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