23 de diciembre de 2007

- JERUSALEN -






Jerusalén: el conflicto dentro del conflicto







La ciudad que atesora las principales gemas de las tres religiones monoteístas es también un hervidero de tensiones religiosas, políticas y sociales que se dibujan sobre el telón de fondo de la disputa entre palestinos e israelíes

Por Carolina Arenes
Enfoques - La Nación


Parece inspirado en los relatos bíblicos. En el trajín de peregrinos, fieles y turistas, un hombre alza la voz y, en medio de la multitud, transforma su oración en una sucesión de palabras y gestos exaltados. Nadie le presta demasiada atención. Es diciembre, y el fervor religioso ya habitual en esta Ciudad Sagrada se acentúa con la cercanía de las Fiestas.

Como si se tratara de una metáfora divina, en este mes coinciden las principales celebraciones de cristianos, judíos y musulmanes: Navidad, Hanuka y el Aid al Adhah. Tal vez este hombre sólo quiera rezar en voz alta, tal vez sólo sea un peregrino que no puede sustraerse a la emoción de caminar sobre estas piedras milenarias. Ahí va el hombre sermoneando al aire. No lleva túnica ni pastorea a sus ovejas, pero parece empeñado en predicar frente al Muro de los Lamentos, como si se tratara de un nuevo Mesías.

No sería el primero ni tampoco el último. Hace algunos años, la policía encontró en este lugar a un hombre sin ropas ni documentos. "¿Está completamente desnudo?"-preuntó un oficial-. "No -le informaron-, lleva una piel de animal sobre su cuerpo". "Oh -volvió a decir el oficial-, me temo que tienen a otro Juan el Bautista".

Era el sexto que la policía encontraba aquella temporada y que, como tantos otros, había ido a parar después al hospital siquiátrico de Kfar Shaúl, en esta ciudad, víctima de lo que se conoce como Síndrome de Jerusalén, una patología que recrudece para estas fechas y que es frecuente entre peregrinos y turistas, que de pronto se entregan al delirio místico, embuidos de una espiritualidad que aquí se siente tal vez con más intensidad que en otras partes del mundo.

No es para menos. Tres veces santa, la ciudad que hoy es la principal manzana de la discordia entre palestinos e israelíes -el conflicto dentro del conflicto-, es también un cofre sagrado que atesora las principales gemas de las tres religiones monoteístas. Los cristianos veneran allí el lugar de la vida, pasión y muerte de Jesús y el lugar en donde su cuerpo fue enterrado; los musulmanes custodian la Mezquita de Al-Aqsa y la Cúpula de la Roca, donde según la tradición está la piedra sobre la que Abraham se dispuso a sacrificar a su hijo y desde donde Mahoma fue elevado al cielo; para los judíos, el Muro Occidental o Muro de los Lamentos -lo que ha quedado del Segundo Templo destruido en el año 70 por los romanos- es también el lugar donde se esconde la sagrada piedra de Abraham que hoy duerme debajo de las capas de una historia que nunca da tregua.

Las principales calles de la ciudad están adornadas con luces que nosotros llamaríamos navideñas y que aquí, por estos días, dibujan dos siluetas a modo de celebración: una es la del candelabro de Hanuka y la otra, el contorno de la ciudad de Jerusalén, con una leyenda: "40 años". ¿De qué? Bueno, depende de a quién se le pregunte. "De la reunificación", dicen los israelíes, que explican la anexión del sector Oriental de esta ciudad, en necesidades defensivas del país después de la guerra de los Seis días. "De la ocupación", contestan quienes objetan el avance israelí sobre los territorios palestinos.

Si las palabras nunca son inocentes, aquí lo son menos todavía. ¿Hablamos de Cisjordania o de Judea y Samaria? ¿De reunificación o de ocupación? ¿De asentamientos de colonos o de colonias ilegales? ¿De refugiados o de autoexpulsados? ¿De cerca de seguridad o de muro? ¿De activistas o de terrorismo?

Las palabras nunca son inocentes. Menos aquí.

Por las callejuelas de la ciudad vieja, entre los pasillos laberínticos en los que perderse es un destino inevitable, hombres y mujeres de todos los colores, de todos los atuendos y tradiciones parecen ser la materialización más exitosa del sueño multicultural. Es Hanuka y un grupo de adolescentes judíos, con las típicas vestimentas de los ortodoxos, bailan y cantan al son del violín que toca uno de ellos. Desde los puestitos del mercado, los vendedores, en su mayoría hombres palestinos, observan la escena sin pasión y sin sangre. Uno teme que algún rencor -de esos que aquí se acumulan de años en años, de siglos en siglos- destruya la magia del momento (recientemente, un muchacho judío fue apuñalado mientras caminaba solo por el barrio musulmán). Pero no, la música sigue sin sobresaltos. Unos metros más allá, con sus túnicas y sus velos, dos mujeres musulmanas le regalan a este ojo occidental la quintaesencia del exotismo de Oriente. Unos y otros, los tradicionales y los modernizados, los ortodoxos más radicales o los que convierten su cuerpo en una expresión de puro sincretismo cultural y combinan velos con jeans ajustadísimos, los turistas que pasan de largo, todos parecen poder convivir.

Sin embargo, algo indica que nada es lo que parece y que hay algo de armonía forzada para la foto en esa postal de la coexistencia que podría hacernos derramar lágrimas de confianza en la humanidad. No, alertan los que llevan años aquí y se las saben todas: esto no es coexistencia pacífica, esto es pura practicidad: las tiendas abarrotadas de baratijas que parecen sacadas de los relatos de Las mil y una noches y que ahora se ven en bulliciosa actividad casi mueren de inanición durante la última intifada, cuando esta ciudad de casi 700 mil habitantes, de los cuales 150 mil viven aquí, en el corazón histórico, quedó paralizada por la violencia.

"En Jerusalén hubo muchos atentados -dice Jana Beris, periodista uruguaya-israelí que escribe para varios medios internacionales, entre ellos la BBC y LA NACION-, la desconfianza es grande todavía. Por eso no es que ahora, en la vida diaria, haya una convivencia activa; los chicos israelíes y los palestinos no comparten escuelas, clubes, discos, pero el hecho de que las familias se crucen en las calles y en los centros comerciales habla de una normalidad que supera lo que aparece después en los titulares de los medios."

Es que los conflictos aquí no son unidireccionales. Si uno tiene la mínima expectativa de entender algo de lo que pasa, mejor que deje a un costado reduccionismos: la complejidad de Jerusalén -como espejo de la realidad israelí- no permite trampas simplificadoras. Aquí las líneas de fractura son múltiples. Sobre el telón de fondo de la disputa nacional entre árabes e israelíes se dibuja un mosaico de diferencias que marca el pulso de la vida diaria.

De hecho, el avance del sector religioso ultraortodoxo del judaísmo (se estima que hoy representan entre el 30 y el 40 por ciento de la población) es un tema obligado. Con sus largos sacos negros, la kipá, la barba larga y los bucles que caen a los costados de la cara, estos hombres que viven recluidos con sus familias en barrios ortodoxos (uno de los más increíbles es Mea Shearim, un poblado que parece detenido en la Edad Media), dispuestos a no contaminarse con el mundo secular, tienen familias supernumerosas que están logrando cambiar el balance demográfico de la ciudad.

Desde la ruta 1, a la entrada de Jerusalén, se puede ver el barrio donde vive Shalom Rosenberg, un enclave religioso, que ahora se convirtió en ultraortodoxo, y en donde este catedrático de pensamiento judío de la Universidad Hebrea de Jerusalén dice haberse enriquecido mucho pese a que no comparte las posiciones radicalizadas del judaísmo. Personaje muy respetado aquí, Rosenberg, que nació en Argentina hace unos 50 años y es de los que anda de kipá negra, confirma la tendencia que ya se ve más clara en las nuevas generaciones: en las escuelas primarias de Jerusalén Oeste, la ortodoxia llega al 50 por ciento; en algunos barrios de Jerusalén, en general los del norte, el porcentaje de ortodoxos va del 30 al 50, y en algunas escuelas primarias, llega al 100 por ciento.

Las piedras contra autos que circulan durante el shabat, las barreras que impiden entrar en algunos barrios religiosos el día de descanso judío son parte de los temores que anidan en la población secular ante el crecimiento de los ortodoxos. Sin embargo, hoy, en lo que también se conoce como la Nueva Jerusalén, la occidental, hay mucho movimiento nocturno, no tanto como en Tel Aviv, pero mucho más que en años anteriores. "Años atrás -confirma Jana Beris- no había cines abiertos un viernes de noche, por Shabat, y ahora los hay, y también hay muchas opciones de restorantes, lugares para ir a bailar, etcétera."

La oposición a la marcha reivindicativa de homosexuales, que finalmente se hizo en Jerusalén, logró una unión impensada: se formó una coalición judía, cristiana y musulmana para oponerse. Para un hombre como Rosenberg es una buena señal de que, a pesar de todos los conflictos, hay capacidad de diálogo. Para los seculares, es una señal de que los extremos, de un lado y del otro, encuentran puntos de contacto.

¿Coexistencia pacífica? No, dice el padre Artemio Vítores, el sacerdote español que desde hace 37 años tiene a su cargo la Custodia de Tierra Santa. Escondida en el caprichoso recorrido de la calle Casa Nova, en el barrio cristiano, donde también está la Iglesia del Santo Sepulcro, es la sede desde donde el padre Vítores trabaja para fortalecer la presencia católica en Tierra Santa. "Hasta antes de la intifada, los sábados este mercado estaba lleno de judíos. Luego, los ataques contra la población cambiaron todo: había verdadero miedo. Pero ahora ya van dos años buenos y hemos vuelto a encontrarnos cuando hago el Vía Crucis."

El peregrinaje cristiano a Tierra Santa también ha repuntado después de la violencia de los últimos dos años que vació de peregrinos los sagrados lugares de la cristiandad. Sólo en este mes, para Navidad, se esperan unos 60.000 visitantes, más del doble que el año pasado.

Mientras recorremos la casa franciscana, Vítores abre aún más el abanico de las tensiones: con los musulmanes, porque en algunos sectores, especialmente en Belén, asfixian a las poblaciones cristianas que ya están en retirada; y con los israelíes, en parte por disputas impositivas (la Iglesia católica pide que sus instituciones queden exentas del pago de impuestos, al igual que lo están las judías o musulmanas y, como en cualquier negociación, recuerda los peregrinos que aportan los lugares sagrados de la cristiandad) y en parte porque las políticas de judaización de la población, dice Vítores, también afectaron a la población cristiana. "En 1948, los cristianos de Jerusalén eran el 20 por ciento, hoy no llegan al 10 por ciento de la población. En Belén, en 1967, los cristianos eran el 70 por ciento; hoy, incluyendo los tres campos de refugiados, no llegan al 15 por ciento. Los cristianos empezaron a emigrar desde 1948: más de 300 mil cristianos dejaron Tierra Santa; quedaron unos 70 mil. Entre los ultraortodoxos judíos hay algunos tan radicalizados que no nos aceptan ni a nosotros ni a los musulmanes ´todos afuera , dicen ellos ".







Difícilmente en muchos otros lugares del mundo las raíces familiares se adentren tanto en la historia como en esta pequeña joya de la humanidad. Basta preguntarle a un transeúnte, a un tendero, a un hombre que se dirige a la mezquita desde cuándo vive aquí para escuchar este tipo de respuestas: "Desde hace más de 300 años. Mi familia ha vivido aquí desde antes de los británicos y ha permanecido pese a todas las conquistas".

La respuesta tiene en sí misma la fuerza de una reivindicación política. Khale Kuri, un musulmán de 44 años que se acerca espontáneamente a conversar y que se esfuerza en ser aún más claro cuando se entera de que está hablando con una periodista, lo dice sin tapujos: "Ellos invadieron, yo vivía acá antes de que ellos llegaran y ahora no tengo ciudadanía, no puedo moverme libremente. No es un problema con los judíos, el problema es con el estado de Israel. Si quieren la paz, tienen que irse de Jerusalén."

Enfático, políticamente informado y bastante más radicalizado que los palestinos que en este mismo momento juegan sus fichas en el proceso de paz que abrió Anápolis, su enojo hacia Israel no parece tener fisuras. La entrada de su casa está sobre la calle Chain, en pleno barrio musulmán. En la parte de arriba de su vivienda vive su hermano, la esposa de éste y los tres hijos de la pareja; él vive abajo con su padre. El lugar es escaso para todos y desde afuera, al menos, se ve sucio y deteriorado, algo que en este sector se repite casi en cada esquina.

Porque la fascinación que ejerce la Ciudad Vieja, hay que decirlo, sólo cede y permite ver matices después de varias visitas. El barrio musulmán, donde vive Kuri, el más populoso y el que tiene indicadores socioeconómicos más desfavorables, sorprende por su belleza, por la cordialidad de su gente y la colorida vitalidad, pero también por el estado notoriamente más descuidado de sus calles y sus edificios. Los palestinos acusan directamente a Israel por lo que definen como una política pública de discriminación.

Distintas investigaciones coinciden en que el estándar de vida, las condiciones físicas de los edificios y servicios públicos difieren de un barrio al otro. El musulmán es el que tiene la más alta densidad de población y peores servicios, mientras que el barrio armenio tiene la menor densidad (cercano al judío), y el barrio judío disfruta el mejor nivel de servicios y facilidades (aunque mucha gente señala la responsabilidad de los palestinos: cuidan poco, no mantienen ni sus viviendas ni su entorno barrial y le prestan poca atención al cuidado de los espacios públicos).

En ámbitos políticos y académicos se habla de la bomba demográfica: la tasa de natalidad entre los palestinos (especialmente los musulmanes) es tan alta que en 20 años podrían llegar a superar a la población judía, lo que, en una democracia liberal como ésta, podría significar el fin del estado judío como tal. El poder de esa amenaza, dicen muchos aquí, logró que incluso los israelíes que habían sido reacios antes, estuvieran ahora más dispuestos a avanzar en conversaciones de paz que incluyan la devolución de la parte oriental de la ciudad. Yo, como israelí -dijo-, quiero un estado palestino: si no se crea ese estado, en un futuro no sé cuán lejano, lamento decirlo, Israel o bien no será una democracia o bien no será judía."

"Yo me quedo -dice Maro Zakarian- una mujer palestina de origen armenio que está a cargo del local de Melias Art and Trainig Center, un emprendimiento que les ha dado a 500 mujeres palestinas la posibilidad de llevar alivio económico a sus familias y de aprender un oficio para el que son especialmente capacitadas. En medio de manteles, capas y almohadones bordados en colores que por estos días celebran la Navidad, Maro dice: "La mitad de los palestinos vive en la pobreza; los cristianos somos minoría; por eso los que pueden se van a EE.UU. o a Australia. Se van porque para los palestinos la vida aquí es muy difícil."

Maro Zakarian vive con su familia en el convento armenio. Dice que ella no tiene rencores y que su mejor amiga es judía. "Pero mi suegra, que tiene 95 años, ella sí los odia. Ella atravesó todas las épocas; vivió aquí con los turcos, con los británicos, con los jordanos y ahora con los israelíes, y su sueño es que esto sea palestino alguna vez. Ella no les perdona a los judíos que hayan ocupado su ciudad. Yo le digo que ellos tienen cosas malas y cosas buenas, como todos los hombres. Porque la verdad es que desde que los judíos ocuparon este lugar, hace 40 años, hicieron muchas cosas buenas. Se quedaron con todo, es verdad, pero hicieron escuelas, hospitales; de la nada construyeron un país y se vive mejor acá que en cualquier país árabe. A mi suegra no le importa, ella es palestina y también odiaba a los jordanos. A su marido lo mataron en 1948, cuando estaba pasando las murallas de la Ciudad Vieja para volver a su casa. Mi suegra tenía tres hijos y estaba embarazada; no los puede perdonar."

El hervidero humano del barrio musulmán, con sus calles atestadas, su proliferación de tiendas, de mercaderes que pelean hasta el último centavo el precio de cada venta (ya sea de una baratija o de una alfombra persa original), desaparece en menos de un minuto como por arte de magia. Es el mediodía y el llamado de la Mezquita vacía las calles. No hace falta ser musulmán para sentir el efecto sobrecogedor de ese llamado, esa voz que parece salida del fondo de los tiempos y que, en este sector de la Ciudad Vieja, tiene el poder de dejar la ciudad en suspenso. Terminado el momento de la oración, las calles vuelven a llenarse como ríos caudalosos.

También repican las campanas de la cristiandad. En la iglesia donde fue sepultado Jesús, el Santo Sepulcro, ubicada al lado de la Mezquita de Omar, los peregrinos cristianos se amontonan. La presencia de lo católico aquí es minoría total frente a la Iglesia Ortodoxa Rusa, la Armenia y la Griega. Se ve la otra cara de la cristiandad, los cristianos de Etiopía, los coptos, los cristianos de Egipto.

Algunas mujeres de la iglesia ortodoxa cubren con pañuelos sus cabezas. Un grupo se arrodilla frente a la lápida en donde el cuerpo de Jesús fue lavado antes de que se lo sepultara, y desparrama sobre el mármol las compras del día: cruces, pesebres, rosarios, inciensos son colocados sobre la piedra en busca de la bendición, en una extraña ceremonia que parece mezclar el sentimiento religioso con un confuso fetichismo pagano.

Aquí también la lógica del mercado supera las diferencias religiosas: no importa de qué origen sea el dueño ni qué religión profese, todos venden cruces, estrellas de David, pesebres, la pequeña mano judía que simboliza la protección de Dios, los candelabros de Hanuka y réplicas de la luna musulmana.

Pero no hace falta ser creyente para rendirse ante la innegable potencia simbólica de este lugar y ante su extraordinaria belleza. Cuando cae la tarde, cuando las almenas que coronan los muros de la antigua fortaleza ya no se distinguen con nitidez y parecen apenas sombras mudas de la historia, cuando los sonidos de la noche se funden en la explanada que antecede al Muro de los Lamentos, es difícil que incluso una conciencia laica y secular pueda sustraerse al hecho de que fue aquí, en este exacto punto del planeta -donde hoy las religiones se disputan piedras y profetas, mitos y pedazos de historia-, fue aquí donde todo comenzó.

En un pequeño bar próximo a la puerta de Jaffa, a pocos metros de los monumentos fundamentales de las tres religiones, Leonardo Senkman, historiador de la Universidad de Jerusalén, dialoga con LA NACION. A través de las ventanas se ve el desfile de miles de fieles que entran en la ciudad en busca de los lugares santos. "Muchos peregrinos conocen mejor la geografía de la Biblia, desde el Monte de los Olivos hasta el río Jordán, que la geografía de sus propios países", dice. Cuando Buenos Aires fue destruida por segunda vez, recuerda Senkman, la crónica de la época que narra los hechos lo comparó con la destrucción de Jerusalén en la época de Tito. Lo mismo en México, con Tenochtitlan: Cortés en su crónica habla de fundar una nueva Jerusalén.

Senkman dice que hay un concepto que Jerusalén no comparte con otras ciudades sagradas: la idea de tierra prometida. "Por más conflictos que haya, nunca termina de defraudar porque es la tierra de la promesa, del deseo. Ni siquiera tiene que ver con el exotismo, acá lo espiritual siempre fue más fuerte. El exotismo de Oriente versus el magnetismo de la espiritualidad."

Incluso a los agnósticos y a los ateos, a los desencantados de todos los credos, Tierra Santa parece tenderles una trampa, algo así como una nostalgia de absoluto, una promesa de sentido que acá se intensifica. El río Jordán es un escenario privilegiado de ese fenómeno. Aun en medio del shopping religioso que vende hasta túnicas para ir a bautizarse al mismo lugar donde Juan el Bautista bautizó a Jesús, hombres y mujeres entregados a la emoción mística se sumergen en las frías aguas del río mientras otros rezan fragmentos de la Biblia al borde de las lágrimas.

Conscientes de ese enraizamiento profundo de lo religioso, muchos de los analistas políticos que trabajan para destrabar el conflicto que mantiene en vilo al Medio Oriente -entre ellos el diplomático e historiador Shlomo Ben-Ami y Saman Khoury, miembro del equipo de negociación palestino para el acuerdo de Ginebra y director del Foro para la Paz y la Democracia de Jerusalén Oriental- creen que hay que tratarlo como un problema político, no religioso. Si se maneja el conflicto en su dimensión religiosa, dicen, habrá más guerras; hay que tratarlo desde lo secular, cuidando lo religioso.

¿Y todos estos años de secularización no cambiaron nada? La secularización, dice Senkman, no fue tan radical como para borrar del todo ese núcleo sagrado, tan metido adentro de nuestra sensibilidad.

Dilemas morales

Reina en su enclave de colinas, entre valles pedregosos y paisajes que parecen tomados de la Biblia, Jerusalén –con sus casi 700 mil habitantes, de los cuales cerca de 200.000 son árabes (el 8% de ellos cristianos y el 92% restante musulmanes)– es para muchos el confl icto dentro del conflicto palestino-israelí, la ciudad que los dos estados reclaman como capital.

La sola descripción de su geografía alcanza para explicarlo. No sólo la Ciudad Vieja, con su kilómetro cuadrado de superficie, está dividida en cuatro (el barrio judío, el musulmán, el armenio y el cristiano, cada uno con sus lugares de culto), sino que además, como un anillo que rodea el corazón histórico, la ciudad se reparte también en dos sectores: Jerusalén Este, –el sector palestino– y Jerusalén Oeste –el sector israelí– , ciudad moderna y pujante cuyas fachadas de piedra blanca (piedra de Jerusalén) rinden homenaje a tiempos antiguos.

Saman Khoury, como muchos otros palestinos en las calles y los negocios, enumeran otras difi cultades: imposibilidad de conseguir permisos para construir mientras se siguen autorizando nuevas construcciones judías; negativa para obtener carta de ciudadanía (los palestinos de Jerusalén sólo tienen un documento que les permite votar en elecciones municipales) y una situación de aislamiento humillante que impide los vínculos habituales con Cisjordania.

“Aunque los impuestos que se recaudan del lado palestino de Jerusalén representan el 35 por ciento de los ingresos públicos –dice Khoury–, la inversión en el sector Oriental no alcanza al 11 por ciento.“

Después de la última intifada, con su secuela de ataques y de muertes, hoy la frontera entre ambos sectores ya no es sólo cultural y social: una cerca de alrededor de 100 kilómetros, que en algunos tramos se convierte en un muro de cemento concreto de 9 metros de altura, es la prueba más contundente de la desconfi anza acumulada. Cuarenta años después de que Israel anexara el sector Oriental –que ahora estaría dispuesta a devolver si hay garantías de seguridad– , la ciudad sigue dividida. “Ninguna persona de un lado se siente segura y relajada cuando está del otro lado”, escribió Zaid Abu Zayyad, ex ministro de la Autoridad Palestina y fundador, junto con Victor Cygielman, del Palestine-Israeli Journal, una de las pocas publicaciones en donde las distintas voces del conflicto pueden dialogar para llegar a un concepto de paz.

Sergio Gryn, licenciado en Ciencias Políticas y director académico del Instituto Internacional Histadrut, en la ciudad de Kfar Saba –donde hace dos años un adolescente recién llegado de la Argentina murió tras un ataque suicida perpetrado en el shopping de la ciudad– admite lo que muchos otros israelíes también sienten: las cercas de seguridad, los muros, constituyen verdaderos “dilemas morales”. De hecho, tienen muchos detractores entre los mismos israelíes y hubo dictámenes de la Corte Suprema que obligaron a modificar algunos trazados.

Los palestinos detallan las calamidades que el muro les impuso (aislamiento, pérdida de fuentes de trabajo, separación de escuelas y centros asistenciales, servicios deficientes).

Los israelíes responden con otras estadísticas: las que muestran el indiscutible descenso de los atentados a partir de la construcción de las barrera de seguridad.

No hay comentarios.: