13 de diciembre de 2007
- LATINOAMERICA -
Los populismos de América latina
Por Carlos Escudé
Caricatura: Huadi
Para LA NACION
El populismo latinoamericano presenta diversas texturas. Bajo el mismo rótulo, incluimos fenómenos muy diferentes entre sí. Quizá su único denominador común resida en una de sus causas: la concentración del ingreso y su correlato, la pobreza masiva. Aunque, según la Cepal, en el último año se ha producido una modesta pero alentadora mejora, ése y otros organismos reiteradamente nos advierten que América latina se distingue de las otras regiones del planeta por su abrumadora brecha entre pobres y ricos. Hay regiones aún más pobres, pero nuestra inhumana polarización en la distribución del ingreso no tiene paralelos.
Siendo éste el caso, no sorprende que aquí la democracia frecuentemente arriesgue el futuro en favor del presente. El triunfo de la oposición en el reciente referendo venezolano y la persistencia de estadistas que no son populistas, como Michelle Bachelet, Alvaro Uribe y Tabaré Vázquez, no deben llevarnos a engaños respecto de la tendencia general. En vigencia del sufragio universal, cuanto mayor sea la población por debajo de la línea de pobreza más proclives seremos al populismo. La gente sin esperanzas no suele apostar al futuro, especialmente cuando ha sido sistemáticamente traicionada. Razonará que es mejor pan para hoy y hambre para mañana, que hambre para hoy y para mañana también.
Aunque en mayor o menor medida la mayoría de los países de la región siempre han tenido una clase marginal masiva, lo que ha cambiado en el último cuarto de siglo es que ahora nuestros sistemas políticos están mucho más cerca de ser democracias electorales plenas. Aun en los casos afortunados en que se evitan los excesos demagógicos, cuando el ingreso está muy concentrado cada elección resulta una especie de ruleta rusa. Obviamente, la fuente de este mal no es la democracia, sino la codicia de nuestras burguesías prebendarias, que ha sido mayor que en otras partes del mundo.
No obstante, la diversidad entre nuestros populismos es enorme. Hay un populismo de izquierda y otro de derecha: los gobiernos de Carlos Menem en la Argentina y Alberto Fujimori en Perú ilustran el segundo caso, frecuentemente ignorado por los analistas. Tienden a conquistar el poder con los métodos del populismo clásico y luego instrumentan políticas que concentran el ingreso, distribuyendo prebendas entre empresas amigas.
Pero no es ésta la única diferencia. Hay un populismo que se encarna en un líder carismático, como el de Hugo Chávez en Venezuela, y otro anclado en un partido populista tradicional, como el de Néstor Kirchner en la Argentina.
Además, como señaló recientemente el politicólogo Kenneth Roberts, el populismo a veces se ejerce desde arriba hacia abajo, como lo hace Chávez en su país y antaño lo hizo Juan Perón entre nosotros. En este caso, el hombre fuerte, magnánimo y paternal seduce por medio de la distribución de beneficios, que en alguna ocasión ni siquiera fueron reclamados. Se adelanta, cosechando premios políticos. Pero otras veces es al revés, y el populismo resultante es un emergente que viene de abajo hacia arriba. Es lo que ocurre con Evo Morales en Bolivia. Allí, el gobernante ofrece lo que exigen unas mayorías enardecidas, que están conscientes de haber sido dominadas y explotadas durante siglos.
Este es el caso más extremo, que ilustra con claridad que no es con voluntarismo como se supera el populismo. En Bolivia no sólo nos encontramos con una polarización abismal en la distribución del ingreso. Su situación se agrava porque la minoría que domina la economía se diferencia étnicamente, de una manera visible, de la mayoría que domina el sistema político.
Como lo diagnosticó Amy Chua, una distinguida profesora de derecho de la Universidad de Yale, en su libro World on Fire (2003), en tales circunstancias tiende a generarse un etnonacionalismo potencialmente catastrófico, que enfrenta a una minoría étnica opulenta y odiada con una mayoría autóctona iracunda, fácilmente movilizable por políticos que buscan votos.
En estos casos, la democracia se convierte en el motor de la conflagración étnica. Más allá de América latina, dos casos extremos en los que esta combinación condujo al genocidio son la ex Yugoslavia y Ruanda. En Yugoslavia los croatas eran la minoría dominadora de la economía. Bajo el comunismo de Tito hubo estabilidad, pero con la democratización, la historia se enderezó hacia la tragedia. La mayoría serbia pasó a controlar el sistema político, los croatas optaron por la secesión y los serbios se lanzaron a recuperar la integridad territorial, desencadenando venganzas genocidas contra los croatas, a quienes odiaban, y contra los bosnios, a quienes despreciaban. Eventualmente, todas las partes se volvieron genocidas. Un caso análogo fue el de Ruanda, donde los tutsis representaban el 14% de la población pero dominaban la economía. En cuanto se estableció la democracia, la mayoría hutu dominó el sistema político. En 1994, civiles hutus masacraron a 800.000 tutsis.
En otras ocasiones, la minoría económicamente dominante fue expulsada, como ocurrió con los blancos en Rodesia. A su vez, en la ex Unión Soviética una minoría judía económicamente privilegiada se sintió obligada a emigrar. En casos más venturosos, como el de Sudáfrica, se pudo evitar el genocidio, pero no sin peligrosas turbulencias que pudieron terminar muy mal.
Cuando se produce este divorcio entre una mayoría que domina el proceso electoral y una minoría étnicamente diferente a simple vista, que domina la economía, típicamente se genera un proceso que sobreviene en tres fases. La primera es un impulso hacia la confiscación de la riqueza de la minoría dominante. La segunda es una reacción defensiva de la minoría opulenta contra la democracia electoral. Agotada esa instancia (que suele ser la de las dictaduras militares), la tercera fase se caracteriza por una violencia, a veces genocida, contra la aborrecida minoría.
El parecido entre los casos mencionados y el incierto drama que se desencadena actualmente en Bolivia es estremecedor. La mayoría de la población es indígena, pero Morales es el primer presidente de ese origen en su historia. La mayor parte de los recursos naturales se encuentran en cuatro departamentos cuya población es percibida como blanca. En forma permanente, crece la tensión entre los empobrecidos indígenas de las tierras altas y los terratenientes de tez más clara de las tierras bajas.
Santa Cruz, Tarija, Beni y Pando albergan ambiciones secesionistas. Se oponen a LA NACIONalización de los hidrocarburos y a las confiscaciones de tierras del gobierno, exigidas por la mayoría indígena de las sierras. La situación no es demasiado diferente de la de la ex Yugoslavia antes de su guerra civil. Y, en menor medida, se viven situaciones similares en Ecuador, Perú y algunas regiones mexicanas.
Por lo tanto, en América latina nos encontramos con dos tipos de problemas estructurales complementarios, originarios de nuestros diversos populismos.
Por un lado, están las clases masivas de marginados, acrecentadas por obra de mecanismos de concentración del ingreso que sistemáticamente fueron puestos en funcionamiento por burguesías prebendarias que capturaron a todos nuestros Estados.
Por el otro, en algunos países está el conjunto de fenómenos emergidos de la dominación crónica de grupos autóctonos mayoritarios por parte de minorías étnicamente diferentes. Ambos fenómenos se agravaron, en tanto la democracia electoral finalmente ha dejado de ser una ficción y las mayorías sumergidas han pasado a dominar los sistemas políticos.
En este contexto poco promisorio, la buena noticia para los argentinos es que, según un informe anual de la Cepal titulado Panorama social de América latina 2007, el nuestro es el país de América latina en que más se redujo la pobreza durante 2006.
En aquellos países que aún pueden evitar una eventual catástrofe, éste es el único camino para la superación del populismo.
El autor es director del Centro de Investigaciones Internacionales de la Universidad del CEMA e investigador principal del Conicet.
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