21 de diciembre de 2007

- PUNTO -



El

punto
de

partida






Por Natalio R. Botana
Caricatura: Huadi
Para LA NACION



En una democracia, la asunción de un nuevo gobierno supone para la ciudadanía un punto de partida. Si en lugar de una reelección otros liderazgos toman a su cargo la conducción del Estado, se abre un período de expectativas ciudadanas: un lapso en el cual habrá de ponerse en acto el potencial de cambio ínsito en las promesas electorales. Hay, al respecto, episodios cruciales en el último siglo, como, por ejemplo, el conformado por los cien días que dieron comienzo a la presidencia de Franklin Delano Roosevelt en los Estados Unidos, en 1933.

En la Argentina de este fin de año no pretendemos tanto, pero al menos es un deber reconocer, en los discursos electorales de la candidata victoriosa, una invocación al cambio y un llamado a recuperar la calidad institucional. Luego, ella misma, en su mensaje de inauguración, habló de esas “grandes esperanzas” con vistas (podríamos añadir sin modi ficar, acaso, el sentido de la frase) a nuestro Bicentenario. Siempre la esperanza se recorta en el horizonte de la historia. Es más: la política democrática puede ser vista desde este ángulo como una encrucijada en la cual convergen y chocan múltiples estados de ánimo que presentan sus deseos como posibles. En gran medida, éste es el panorama cruzado de conflictos que se abrió ante nosotros a partir del 10 de diciembre.

Dejemos de lado el cúmulo de conjeturas que apuntaban a que el traspaso de poder no significaba otra cosa que una reelección encubierta. Lo cierto es que, más allá de estos ejercicios mentales, la lectura que hicieron el propio gobierno y los sectores sociales más activos de esa sucesión consistió en una franca ratificación de la continuidad. Por eso no hubo respiro ni “luna de miel” entre el país y el Gobierno. Hubo, más bien, una instantánea prolongación de conflictos, una insistencia en los alineamientos en la política exterior y en el armado hegemónico del poder presidencial y hasta una vuelta de tuerca acerca de una visión del pasado que concluyó calificando la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay como “la guerra de la triple traición”.

Los historiadores –sine ira et studio– siguen preguntándose quién traicionó a quién en esa terrible contienda. ¿Sería posible, alguna vez, hacer del pasado un objeto de estudio y no un instrumento al servicio de memorias militantes? Tal vez sea mucho pedir en una cultura que tiene la peculiaridad de revivir constantemente sus pasiones y de proyectarlas, en son de conflicto, a nuestros países hermanos.

En todo caso, si volvemos nuestra mirada hacia estos días tensos, plagados de palabras inflamadas, ésta no es para muchos actores la cuestión principal. En rigor, la madeja de problemas que conforman esta cuestión se irradia no tanto hacia el pasado sino hacia el porvenir inmediato: en el frente sindical, en el de los sectores productivos que se rebelan y toman las rutas frente a decisiones que los perjudican, en el contexto externo, que añade, en relación con las alianzas establecidas con Hugo Chávez y el maltrato del conflicto con Uruguay, nuevos condimentos a la tensión regional e internacional.

Por otra parte, habrá que aceptar el hecho de que la tan mentada recuperación de la calidad institucional estará condicionada, en el punto de partida de este gobierno, por lo que en otras oportunidades hemos llamado “la emergencia perpetua”, vale decir, unas leyes de emergencia –se acaba de aprobar la última– que transfieren poderes del Congreso al Ejecutivo Nacional. De este modo, las decisiones se concentran en la englobante esfera de la Presidencia, mediante la atribución concedida, entre otras, de fijar, reducir o aumentar retenciones no coparticipables al comercio exterior con simples resoluciones administrativas.

Cuesta trabajo imaginar que el Senado, sede histórica, por imperativo de la Constitución, de la igualdad entre provincias que propone el federalismo, consienta por amplia mayoría, año tras año, esta puesta patas arriba del régimen fiscal. En verdad, con el nuevo gobierno se ha mantenido incólume el esquema del federalismo electoral adosado al unitarismo fiscal.

Este desequilibrio impulsado por la presidencia anterior, lejos de desaparecer, se ha acentuado: un Estado nacional pertrechado tras un superávit fiscal, producto de las retenciones, que se empina sobre un conjunto de provincias con probables desajustes presupuestarios.

Nada, por cierto, está dicho de antemano, sobre todo cuando se abren políticas constructivas en los campos de la educación, la cultura, la ciencia y la tecnología. Aun así, es preciso tener presente que estas inclinaciones a reforzar el espacio de la dominación presidencial pueden aparejar el efecto de contar con una presidencia cada vez más poderosa en términos institucionales que, paradójicamente, es cada vez más débil en términos de las demandas crecientes de los sectores sociales.

Si la Presidencia está pertrechada de este modo, entonces todos los rayos del descontento se proyectarán sobre ella. Esta lección derivada de las tradiciones republicanas –tanto antiguas como modernas– adquiere entre nosotros el perfil de una dialéctica más intensa entre el gobierno nacional y los sindicatos.

En este sentido, los motores se pusieron en marcha de inmediato, con el agravante de que no es equivalente una discusión salarial en un contexto de estabilidad de precios que en el marco de un proceso inflacionario. La carrera por mejorar la distribución del ingreso –en sí misma necesaria– se acelera e incorpora nuevas formas de conflicto.

Son paradigmáticos, según este punto de vista, los sindicatos de camioneros, por ahora en control de una disputada conducción de la CGT, porque su comportamiento suma a las tradicionales exigencias laborales el método de los grupos de veto de control del espacio público.

Por estos caminos convergentes, el espacio público sigue siendo un objeto de conquista para reclamar y protestar (un botón de muestra de los extremos a que puede llegar la violencia piquetera y anómica es el ataque al Ministerio de Desarrollo Humano de la provincia de Buenos Aires).

Conflictividad social en ciernes a la que no es ajeno el contexto externo. ¿Podemos acaso seguir navegando por más tiempo entre una lealtad a la política exterior de Venezuela y un distanciamiento pronunciado con los Estados Unidos? Pongamos entre paréntesis el espeso caldo en ebullición en que se encuentra el escándalo de la llamada “valija bolivariana” y vayamos al meollo de la inserción de la Argentina en el mundo. Alinearse con Chávez del modo en que lo hace la Argentina –muy diferente del temperamento de que hacen gala Brasil, Uruguay y Chile– depara inevitablemente contratiempos, sospechas y, en el peor de los casos, conspiraciones cuyo disparador se ignora. En los hechos, esto se debe a que el país sigue desguarnecido sobre su flanco crediticio y depende de un líder cada vez más cuestionado hacia afuera y hacia adentro de su país.

¿Habrá campo, a la luz de los desafortunados acontecimientos de esta última semana, para rehacer el tejido de la confianza? Es una pregunta cuya respuesta urge. La Argentina no puede quedar pegada a la aventura que propone Chávez, como tampoco puede hacer caso omiso, al igual que Brasil, de su vocación de país capaz de mediar y poner paños fríos en las disputas regionales. Poco se ha hecho hasta el momento, con lo cual este punto de partida sigue rodeado por una atmósfera nublada, de pesada incertidumbre.

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