19 de diciembre de 2007

- MIRO -

La obra de Joan Miro en Buenos Aires

Una arqueología del cielo



El Centro Cultural Borges inaugurará el miércoles a las 19 “La magia de Miró”: 35 dibujos y 28 grabados que el gran artista catalán (1893-1983) realizó desde los 60, curados por la especialista Marisa Oropesa, también catalana. En esas piezas, igual que en los óleos, las esculturas, los murales o los tapices, Miró plasmó sueños felices, monstruos y profundos misterios.

Por Judith Savloff
Diario Perfil





Joan Miró casi siempre es un niño que va de cacería con el padre. Están las armas y las presas, las víctimas, pero él levanta la vista, excava y dice que el cielo es lila. Miquel, orfebre y relojero de próspero negocio, se ríe. Joan se enoja tanto que se calla y vuelve a indagar más allá de lo superficial, con líneas o garabatos, sobre tela, papel, paredes, cerámicas, esculturas o tapices, una y otra vez, durante el resto de su vida.

Miró es hasta los 90 el retraído chico-draga. También el alumno mediocre, salvo en geografía, donde a veces adivina qué lugar es ese punto en el mapa. El adolescente que comprueba en la escuela Llotja su poca destreza para el trazo, mientras obedece el mandato de estudiar contabilidad. O el joven que trabaja en una empresa dedicada a químicos y materiales de construcción hasta que se enferma de los nervios y de tifus y decide, durante la convalecencia en la casa de campo familiar de Montroig, que será, de todas formas, pintor. Entonces, la madre llora y la familia prepara un consejo: le convendría ser soldado o fraile para no morirse de hambre.

Puede que sea cierto que creemos en Pablo Picasso porque sabemos que podía dibujar como Ingres. Miró, en cambio, confesó: “Yo no podía distinguir una recta de una curva. –Francesc– Galí me hizo pintar una naturaleza muerta sin apenas colores: un vaso, un cubo, una patata. Pues bien, ¡hice una puesta de sol!”. En Miró creemos por la autenticidad.

La academia de Galí difundía ya en la década de 1910 a los fauvistas además de Van Gogh y Cézanne, música (había conciertos todos los sábados) y, sobre todo ayudaba a los alumnos en la búsqueda de estilo. Allí Miró, el “torpe”, dibuja basándose en el tacto, a ciegas, de memoria, y la sensualidad hace que le gane la batalla al dibujo más correcto.

En tanto, se alista en el Círculo Artístico de San Lluc, federación que propagaba virtudes cristianas. Dice de vez en cuando: “¡Y, sobre todo, quiera Dios que no me abandone la Santa Inquietud!”. Y promete: “Romperé la guitarra” (de los bodegones cubistas).

En el ‘18 funda el grupo Coubert, en honor al pintor Gustave, con colegas de San Lluc, para pasar por encima de “cadáveres” y “fósiles”. En una muestra del grupo, repleta de colores vigorosos, alguien, un colega, comenta: “Si esto es pintura, yo soy Velázquez”. En el ’37, Miró le cuenta a su representante en los Estados Unidos, Pierre Matisse –el hijo de Henri–, que busca una obra que pueda “medirse con un Velázquez”. La expresión puede haber sido casualidad. Pero no lo fue que poco después de esa crítica iniciara lo que J.F. Ráfols, uno de los coubertistas, llamó su “fase detallista”, y el biógrafo Jacques Dupin, “realismo poético”.

Su obra de esta etapa se centra en la exaltación de lo supuestamente insignificante. El lila del cielo. Pinta paisajes rurales con geometrizaciones y delicadeza de estampas japonesas. Los cultivos son filigranas y la hierba o las nubes, murmullos incesantes. “¿Por qué ignorarla? –comenta–. La brizna es tan bella como un árbol o una montaña.”

La masía, de 1921, es la obra maestra de ese período. Fue comprada por Ernest Hemingway en el ’25, después de que un galerista le propusiera venderla en trozos y él la trasladara a su taller. Tierra labrada, del ’23, mismo tema, señala el nacimiento de su mundo simbólico singular, propio. Ese donde Miró traduce la naturaleza y las emociones a un código de formas orgánicas y colores puros libre, arbitrario. Y despliega, desde el terruño catalán, un juego de alcance universal. Entre La masía y Tierra…, Miró viaja y se instala en París. Es el correcto burgués de la Rive Gauche, el dadá y el surrealismo. Por los bolsillos flacos (o por más), saca ideas de las alucionaciones que le produce un ayuno monacal.

Y entre Tzara y Reverdy, Hemingway y Ezra Pound, después de leer a Apollinaire y a Goethe, le arranca a Breton: “El más surrealista de todos es él”. Man Ray cuenta en Autorretrato que durante una discusión en los años 30, sobre un tema que no precisa, la avant garde le pide que se pronuncie. Pues bien, se calla. “Max –Ernst– tomó entonces un rollo de cuerda (...) mientras los otros le sujetaban los brazos, se la pasó por el cuello y amenazó con ahorcarse si Miró no hablaba. (…) Cuando vino a posar para mí, tuve la pérfida ocurrencia de colgar una soga tras de él como complemento.” No hizo ningún comentario. Tosco. Parco. Los nervios siguen sacudiéndole las pestañas incluso cuando se convierte en el primer pintor de la vanguardia europea que expone en Nueva York después de la Segunda Guerra.




Tras los años locos, Miró continúa construyendo su repertorio de imágenes barrocas, despojadas, naïves, aterradoras, eróticas, orgánicas, fantástica y, sobre todo, armónicas. Va y viene sobre él, como sobre el devenir del arte, extendiéndolo. Dice que los colores debían aplicarse como las palabras a un poema o las notas a una partitura, en combinaciones reveladoras,potencialmente infinitas. ¿Terminar un cuadro? Es como el aire, como el viento, siempre en movimiento.

En el ’28 viaja a Holanda y Bélgica y traduce a su código los célebres interiores holandeses. Entre el ’29 y el ’31, se aboca a collages con llaves y lijas, pensando que “asesina” a la pintura. Para algunos expertos, Cuerda y personas I, de 1935, donde aparece un rollo de sogas sobre figuritas naïves con colmillos, es la primera de sus Pinturas salvajes, las que trae el avance del fascismo, la Guerra Civil Española. Las obras más representativas, siempre discretas, son el espectral Bodegón del zapato viejo, el mural El segador para la Exposición de París del ’37 (desaparecido) y el cartel Aidez l’Espagne, con puño en alto. “Quise grabar tiempos tristes y dramáticos. Pero no tenía la intención de pintar mi Guernica particular”.

Un autorretrato del ’37 lo muestra mirando las estrellas. No estaba en la luna, pero quizá le hubiera gustado. En enero del ’40, al comienzo de la Segunda Guerra, debe dejar Normandía, pasa por Palma de Mallorca y recala en Montroig. Ese año inicia la serie de 23 aguadas que llamó Constelaciones. “Me refugié en mi interior. La noche, la música, las estrellas comenzaron a jugar un papel importante. La música (...) ahora –especialmente Mozart y Bach– desempeñaba un papel que había jugado en la poesía de los años veinte”.

La obra tardía de Miró, que se verá en el Borges, trae su economía cromática, sus líneas preciosistas, trazos gruesos espontáneos y una fuerte presencia del negro, tanto que mientras dialoga con las manchas del action painting parece inédita. En el ’66, un viaje a Japón aviva sus haikus visuales. Y en algunas de esas piezas sus pájaros se transforman en cuervos críticos del franquismo y sus astros flotan entre un optimismo deslumbrante y un vacío oscurísimo.

Se calcula que Miró creó más de 2.000 óleos, 5.000 dibujos y collages, 3.500 piezas para grabados, 500 esculturas y 400 cerámicas, además de murales (como La pared del Sol para el edificio de la Unesco en París). En todas buscó “la elocuencia de la exclamación admirativa de un niño cuando mira una flor”. Lo aprendió en las cacerías. Porque, como le dijo a Dupin, su padre era “muy realista”.

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