17 de mayo de 2008

- CAMPO/GOBIERNO -




Epopeyas en colisión


Por JAMES NEILSON, periodista y analista político,
ex director de 'The Buenos Aires Herald'
Ilustración: Pablo Temes.
Revista Noticias



Aficionada como está a los “relatos”, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y su marido, padrino y “consigliere” Néstor Kirchner, quisieron hacer del conflicto del campo un episodio más de una lucha épica protagonizada por su gobierno contra el mal encarnado por el golpismo militarista, medios de comunicación capitalistas, el neoliberalismo y todo cuanto sucedió en los horribles años 90. Por su parte, los que se oponen al gobierno de Cristina prefieren interpretar la confrontación como una lucha de “la gente” por un país más republicano, más tolerante, más tranquilo y más equitativo, en que predomine el respeto mutuo y no la Argentina que efectivamente existe.

Desgraciadamente para la familia reinante y para quienes la apoyan, el segundo relato suena decididamente más atractivo, de ahí el colapso de la popularidad de Cristina en cuanto la ciudadanía tuvo la posibilidad de familiarizarse con ella. Sucede que, a estas alturas, pocos toman en serio la noción de que detrás de los productores rurales esté una cofradía de conspiradores militares, especuladores financieros, magnates periodísticos, latifundistas riquísimos y otros blancos predilectos de la retórica oficialista. En cambio, muchos están hartos de oír las diatribas de quienes creen vivir aún en la Argentina convulsionada y sanguinaria –plagada de teorías fantasiosas– de hace más de treinta años.

Claro que a algunos dirigentes rurales les cuesta cumplir un papel de neoprogresismo, una corriente incipiente que tiene poco que ver con la favorecida por los Kirchner cuando todavía apostaban a la transversalidad. El ruralista hoy en día más célebre, Alfredo De Angeli, sabe que tiene que cuidar su imagen, ya hay quienes lo toman por un típico matón barrial pendenciero que, de tener la oportunidad, no vacilaría en salir a romper cabezas o, como dijo Rubén Manosovich, el mandamás de Fedecámaras, ser “el jefe de la Gestapo”. Para que sus simpatizantes de la clase media urbana no se equivoquen, De Angeli ha elegido últimamente subrayar que “somos gente civilizada, respetuosa de los resultados electorales”, y citó a Jorge Luis Borges, confesando que la alianza con los grandes productores no se debe al amor, sino al espanto. Menos reticente que De Angeli es el jefe de la Federación Agraria, Eduardo Buzzi, que afirmó querer que los Kirchner se animaran a emular al presidente boliviano Evo Morales y nacionalicen todo, salvo –es de suponer– sus propios predios y aquellos de los chacareros que encabeza. En vista a lo que ocurre en Bolivia de resultas del camino tomado por “el compañero” Evo, sorprendería que muchos estuvieran dispuestos a emprender una aventura parecida cuyo desenlace sería previsiblemente desastroso.

De todos modos, que el Gobierno se las haya ingeniado para que personajes como Eduardo Buzzi se alíen coyunturalmente con quienes quisieran ver despojados de sus propiedades, es evidencia de la torpeza realmente extraordinaria con la que ha manejado la protesta del campo. Gracias, en buena medida, a su agresividad verbal y a su voluntad de encuadrar todo en el relato paranoico cristinista, los Kirchner han sido incapaces de aprovechar las diferencias enormes que se dan entre las cuatro organizaciones rurales más importantes cuando debería haberles sido muy fácil separar a las “revolucionarias” de las “oligárquicas”. Para estas, la visibilidad mediática de Buzzi y De Angeli ha sido un regalo del cielo, ya que sería difícil imaginar hombres menos indicados de lo que son ellos para desempeñar los roles que insisten en adjudicarles Cristina, Néstor y voceros oficiosos, como Luis D'Elía, Emilio Pérsico, Carlos Kunkel, el infaltable secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno y, por razones meramente tácticas, el camionero en jefe Hugo Moyano.

De más está decir que el protagonismo de tales personajes es motivo de preocupación no sólo por la rusticidad que los caracteriza, sino también porque los debates a distancia que celebran con su vehemencia habitual, tienen menos que ver con la Argentina real que con un país abstracto que inventaron a partir de teorías caseras confeccionadas décadas atrás cuando eran jóvenes fascinados por ideas truculentas. Mientras amplias zonas del Interior que hasta hace poco disfrutaban de cierta prosperidad están experimentando lo que, de profundizarse mucho más, podría llegar a ser una depresión económica, con el desplome de las ventas y desocupación masiva, los dirigentes más locuaces platican en torno al imperialismo neoliberal, oligarquías, lo bueno que sería nacionalizar el petróleo y, desde luego, futuros golpes de Estado que, según la siempre febril imaginación oficial, ya están gestándose. Nostálgicos de planteos irremediablemente desactualizados, bajo la mirada estupefacta del resto del mundo, miembros del Gobierno y sus fieles hacen cuanto pueden para impedir que la Argentina se aleje de uno de los períodos más miserables de su breve historia.

El máximo responsable de esta situación deprimente es, obvio es decirlo, Néstor Kirchner. Desde mayo del 2003, el ahora ex presidente se dedica a sembrar la cizaña que, una vez cosechada y debidamente procesada, le permitió acumular una cantidad de poder descomunal. Pudo hacerlo porque en aquel entonces la Argentina era un país muy pero muy enojado y a muchos les encantaba que un presidente repartiera culpas contra el universo, como un vecino indignado en guerra. Pero, con el tiempo, Kirchner perdió el monopolio del rencor: por él y su esposa, aquel sentimiento estéril se ha propagado con mayor rapidez que el yuyito que salvó al país. Otros, entre ellos políticos opositores, peronistas disidentes y algunos líderes de la rebelión del campo contra el zarpazo impositivo más reciente, ya hablan con tanta dureza como él, aunque hasta ahora ninguno ha podido equipararse con el defensor más furibundo del kirchnerato, el piquetero D'Elía, que amenaza con luchar con sus huestes –“Vamos a ser millones”– contra el paro agrario “en toda la Argentina”, incluyendo a Gualeguaychú, por creerlo una maniobra imperialista y neoliberal.

Por ser la Argentina una democracia, no una republiqueta bananera que pueda manejar a su antojo un puñado de autócratas de campanario, lo lógico sería que la prioridad del Gobierno consistiera en recuperar el apoyo de los sectores rurales que hace menos de medio año tanto contribuyeron al triunfo electoral cómodo de Cristina. Si no logra hacerlo, terminará en soledad, acompañado sólo por quienes toman al pie de la letra el extravagante relato de la Presidenta y sus asesores más influyentes. Huelga decir que no podrá contar indefinidamente con la “lealtad” de Moyano y los suyos: a los camioneros les gustan las peleas, pero, como diría el ex presidente Carlos Menem, no suelen comer vidrio. En cuanto les sea claro que el kirchnerismo se haya jibarizado hasta tal punto que sólo provoque espanto, irá en búsqueda de su sucesor como movimiento aglutinante.

Moyano y sus camioneros no serían los únicos que, de agravarse mucho más una crisis ocasionada por el apego a hipótesis trasnochadas, abandonarían a los Kirchner a su suerte. Todos los gobernadores del país están bajo observación por los interesados en detectar señales de insatisfacción con la Presidenta y su entorno. Por lo pronto, Kirchner ha conseguido disciplinar a la mayoría –al fin y al cabo, continúa siendo el dueño de las llaves de la caja–, pero no siempre le ha sido fácil. Lo mismo ocurre con los intendentes que tienen que dar la cara ya que los productores rurales de sus distritos suelen ser viejos conocidos suyos, y muchos legisladores están ocupados calculando el pro y el contra de identificarse con entusiasmo untuoso con el “proyecto” de la pareja santacruceña. Todavía no se trata de un desbande, pero el cambio de clima ha sido tan repentino y tan notable, que hay un riesgo auténtico de que el kirchnerismo se quede reducido a los Kirchner más algunos piqueteros resueltos a seguir combatiendo a los enemigos fantasmales de su credo particular.

Los presagios son alarmantes. Que un kirchnerista tan comprometido como Kunkel se haya sentido obligado a insistir en que “no tenemos ningún helicóptero escondido en la terraza de la Casa Rosada”, nos dice mucho sobre el estado de ánimo de quienes podrían sentirse constreñidos a usar uno. Tampoco es alentador que Néstor Kirchner parezca dispuesto a subordinar absolutamente todo a su gran objetivo de humillar al campo para que los productores rurales se arrodillen ante él y le supliquen perdón por haberlo desafiado, lo que le permitiría hablar de la derrota deshonrosa que gracias a su firmeza les haya sido propinada.

Sólo una minoría cada vez más chica comparte su deseo de que la Argentina se limite a ser un reñidero de gallos en que los vencedores se jacten de sus hazañas y no haya piedad para los vencidos. Por cierto, el proyecto mezquino así supuesto no tiene nada de épico. Si la mayoría quiere algo, esto es que sea un “país normal” en el que se antepongan los intereses del conjunto a las aspiraciones insensatas de líderes de turno que, acostumbrados a la impunidad, sencillamente no saben qué hacer cuando los vientos comienzan a soplarles de frente.

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