19 de junio de 2007

- ENERGIA -


El día que se acabó la energía

Por Nicolás Eliaschev


Para La Nación - Opinión

Caricatura: Alfredo Sabat

La falta de energía es una realidad, no sólo un mal recuerdo. Es el momento de intentar una reflexión con la vista en el largo plazo, para superar la recurrente tendencia al pensamiento mágico que nos lleva a creer que es posible contar con un suministro energético adecuado sin afrontar sus costos.

Está de moda denostar las políticas adoptadas en la década del 90 como las responsables de todos los males de la Argentina. No obstante, deberíamos tener la inteligencia de diferenciar y preservar las cosas que se hicieron bien. Ello no implica convalidar los errores cometidos en otros campos.

La energía es una clara muestra de lo bueno de los 90. Tomemos, por ejemplo, el sector eléctrico. Junto con el gas, la electricidad fue privatizada y transformada, no por un decreto presidencial, sino por una ley sancionada por el Congreso. Y la modificación no se limitó a un cambio de manos en la titularidad de los bienes o en la prestación de servicios, sino que fue una reforma profunda.

El marco regulatorio eléctrico aprobado por la ley 24.065, de 1992, constituyó un instrumento avanzado, elogiado y hasta copiado en muchos lugares del mundo. El sector fue dividido verticalmente en generación, transporte y distribución. Se creó el mercado eléctrico mayorista, que fomentó la competencia en el sector de generación y permitió a los grandes usuarios comprar libre y directamente la energía eléctrica a sus productores. Uno de los principios esenciales fue la sanción de precios en función de criterios estrictamente económicos. El sistema estaba dirigido a incentivar la innovación tecnológica, la eficiencia y la reducción de costos.

Los resultados fueron contundentes. Entre 1992 y 2001, la capacidad instalada para generación de energía eléctrica aumentó un 80 por ciento, con inversiones por 2855 millones de dólares en infraestructura de generación de electricidad de avanzada. En el mismo lapso, los precios mayoristas de la energía descendieron un 60 por ciento. La calidad del servicio residencial, por su parte, se elevó notoriamente. Disminuyeron sustancialmente los cortes y bajas de tensión. Sin embargo, cuando hoy falta energía, los dedos acusadores de muchos se dirigen a la década del 90.

Ignoran esos críticos que son precisamente las inversiones efectuadas en esos años las que permitieron un abastecimiento normal de energía en el período 2002-2007, y que en este período no se ha agregado capacidad adicional de generación de energía eléctrica.

Es en la política adoptada en 2002 donde deben buscarse las causas de la escasez actual. Esa política hoy vigente ha tenido un imperativo principal: evitar que los usuarios residenciales sufrieran aumentos en sus facturas de electricidad. Ciertamente que ello constituyó un objetivo razonable en las postrimerías de la gran debacle en los años 2002 y 2003. Hoy, en pleno crecimiento, a tasas asiáticas, el congelamiento tarifario se ha transformado en un masivo subsidio a los sectores acomodados de las clases medias y altas. Así, en lugar de subsidiar a nuestros compatriotas realmente castigados por la pobreza y la indigencia, el congelamiento de tarifas implica una dádiva para los sectores más pudientes: una tarifa "social" para countries y usuarios de los barrios con familias de mayor nivel económico.

El congelamiento de precios y tarifas incide dramáticamente en el sector. Y tiene tanto impacto porque estos precios congelados están cada vez más divorciados de los verdaderos costos y riesgos de la actividad del sector eléctrico y privan a sus empresas de ingresos indispensables para efectuar las inversiones necesarias. La falta de ingresos se traduce en falta de inversiones y, como hemos comprobado en los últimos días, la falta de inversiones causa en definitiva, que no haya suficiente energía.

El Estado ha debido subsidiar a numerosas empresas que no alcanzan a cubrir sus costos de combustible, importando con fondos públicos fueloil venezolano. Los cuantiosos subsidios estatales implican la posterior ausencia de fondos para inversiones públicas.

Pero dejemos por un momento los gobiernos y las políticas. Sin dudas, el Gobierno actúa de un modo comprensible -con una visión de corto plazo- cuando mantiene los congelamientos de precios y tarifas. Un aumento de tarifas tendría un costo político muy elevado. Como muestra de ello, basta ver las reacciones airadas de sectores de la clase media porteña cuando se producen mínimos cortes de energía.

Esa misma clase media, sin embargo, convalida con un nivel de consumo creciente los aumentos que se dan en los más variados productos. Esto se verifica en el crecimiento del consumo en supermercados a pesar de los aumentos de precios.

Pero cualquier aumento tarifario es visto por esos sectores como un robo o un abuso.

Y así llegamos al meollo del problema. Si algún defecto cabe achacarle a la reforma energética de los 90, no está en su contenido, sino en una cuestión política, cultural y educativa. El marco regulatorio eléctrico, vigente desde 1992, implicó un cambio filosófico: el precio de la electricidad se determinaba a partir de su real costo, y el usuario debía pagar por la electricidad lo que realmente costaba. Esto no fue, empero, acompañado de un cambio cultural, dirigido a hacerle entender a la gente que la magia no existe y que la energía es un bien valioso cuyo costo se transmite a un precio que debe ser pagado.

¿Representaban los principios económicos consagrados en la regulación eléctrica el real sentir de la ciudadanía? Tal vez ésta y otras preguntas no se plantearon con la fuerza necesaria, como tampoco se dio la necesaria discusión y búsqueda de consenso que permitiera que los nuevos conceptos pudieran ser internalizados realmente por la sociedad. Es posible que los legisladores y reguladores de entonces hayan preferido actuar al amparo de la holgada legitimidad que proveían factores exógenos a la regulación tales como la estabilidad de la moneda argentina y su alto poder adquisitivo.

Así, la gente siguió pensando que la energía no tenía costo y que, por ello, podía ser un bien que podía consumirse con prescindencia de su real valor. Seguramente, también contribuyó a ello que en los 90 los precios de la energía en el mundo eran notoriamente baratos. Hoy pagamos las consecuencias. En un contexto mundial de aumento exponencial de los precios de la energía, con agotamiento de recursos, es patente que sólo si se reconoce y remunera la energía por su real costo podremos disponer de ella en forma adecuada a nuestras necesidades. Si no entendemos esta realidad, sólo nos queda seguir confiando, como hasta ahora, en las bondades de la magia y los azares climáticos.

El autor es abogado, especializado en regulación energética, con un máster en la London School of Economics

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