6 de junio de 2007
- NO TAN BUENOS AIRES -
El primer fraude en la Ciudad
POR PACHO O’DONNELL
Diario Perfil
Juan de Garay no vino a través del océano a refundar una villa en el Río de la Plata el 11 de junio de 1580, sino que navegó el Paraná desde Asunción, a donde había llegado hacía más de veinte años.
Ya en 1573 había fundado Santa Fe, “puerto preciso para amparo y reparo” en la boca del Paraná. A su pregón, casi nadie respondió para alistarse. En Asunción nadie olvidaba lo despiadado que el Plata había sido con sus conquistadores, de lo que había dado fe el clérigo Martín González: “No hallarán soldados ni gente que quieran ir, porque es tanta la mala fama que ha cobrado aquella tierra que, en mentándola, escupen”.
“Santa María de los Buenos Aires” fue un importante centro de contrabando que convocó a mercaderes, aventureros y granujas de todo el mundo. Inevitable, también, que sirviera para el tráfico de esclavos, abastecedor de Potosí, Cuzco, Tucumán y Santiago de Chile.
El florecimiento del comercio ilegal perjudicaba a Lima y a la Corona, por lo que fue enviado Hernando Arias de Saavedra para ponerle coto. A Hernandarias, “hijo de la tierra” nacido en 1564 en Asunción y yerno de Garay, su fama de hombre recto le valdría ser cinco veces gobernador del Paraguay o del Río de la Plata, y líder de los criollos y mestizos “beneméritos”, hijos y nietos de españoles de la conquista, sociedad feudal apoyada en la tenencia de la tierra, la encomienda de indios y el aprovechamiento de los “cimarrones” que campeaban libremente en la pampa; del otro lado, los “confederados”, el contubernio de los corruptos funcionarios de la Corona y los contrabandistas inescrupulosos, en su mayoría portugueses “marranos”, judíos falsamente conversos huidos de la Europa inquisitorial.
Hacia 1630, en Buenos Aires, un esclavo costaba 100 pesos, mientras que el traficante lo adquiría en Africa por 40 y lo revendía a Potosí en 800. En Santiago de Chile se vendían a 600, en Lima a 450 y en Cartagena a 300. Esta es una de las razones por las cuales pocos negros se afincaron en nuestro territorio: el beneficio estaba en venderlos, y no en conservarlos.
Leal a sus principios, Hernandarias se opone a esa corruptela y logra, en 1603, que el rey de España dicte una cédula ordenando la expulsión de los portugueses de Buenos Aires, que llegaron a ser tantos y tanto su poder que el Plata era, virtualmente, un enclave comercial del Portugal. La expulsión fue por ser “sospechosos en asuntos de fe”. Tiempos de Inquisición, se dijo.
Un escándalo, porque los porteños, sin minas ni indios para encomendar, subsistían gracias al tráfico ilegal. Los mercaderes ponen en acción sus influencias y sobornos, y logran que el obispo de Asunción, fray Loyola, dictamine que la cédula real sea “reverenciada, pero no cumplida”, lo que parece tener vigencia en nuestros días ante no pocas leyes. “No hay cosa en el puerto tan deseada como quebrantar las órdenes reales”, se quejaría el gobernador Dávila en 1638.
El comercio ilegal, instituido como “normal”, merecería en 1810 la reprobación de Mariano Moreno: “¡Con qué rubor deben recordarse esos gobiernos, en cuya presencia brilló el lujo criminal de hombres que no conocían más ingresos que los del contrabando que protegían!”.
Sin rendirse, Hernandarias solicitó en Madrid el envío de “pesquisidores” de la Corona para sancionar a los funcionarios corruptos, cómplices de los mercaderes. En 1605 llegan el tesorero real Simón Valdez y el escribano Juan de Vergara, ambos con fama de incorruptibles. Pero Buenos Aires hará su efecto y muy pronto ambos serán cabecillas de los “confederados”, banda de funcionarios y contrabandistas cómplices que dominan el mercado.
Fue entonces cuando se gestó el primer fraude electoral de la historia porteña. El 1° de enero de cada año, el Cabildo saliente elegía al entrante. Los “beneméritos” contaban con ocho votos, en tanto los “confederados” solamente con dos: Simón de Valdez y el contador Tomás de Ferrufino, también enviado por la Corona para moralizar a Buenos Aires. Se corrompió al alcalde de segundo voto, Francisco Manzanares, y al regidor Felipe Navarro, prometiéndoles un futuro mejor remunerado.
Como los demás cabildantes se han resistido al soborno, Vergara y los suyos actúan más drásticamente: en la noche del 31 de diciembre, hacen detener al regidor Domingo Griveo. Y ya que las puertas de la cárcel se han abierto, dejan salir a su colega Juan Quinteros, preso por delitos comunes, quien compromete su voto “confederado” a cambio de su libertad. Ya están cinco a cinco. Mateo Leal de Ayala, entonces gobernador, preside la sesión y desempata, proclamando alcalde de Buenos Aires a Juan de Vergara.
Ya no hubo necesidad de disimular: el tráfico de negros y el contrabando de productos europeos se harían a pleno sol. Otra consecuencia: Hernandarias dio con sus huesos en la cárcel, y sus propiedades se remataron a precio vil.
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