21 de junio de 2007

- SIEMPRE BUENOS AIRES-



Pasado y presente de Buenos Aires


A medida que nos aproximamos al Bicentenario, la ciudadanía de Buenos Aires proyecta sobre nuestra historia un perfil a la vez subordinado y autónomo: Buenos Aires cabecera del Estado, capital, por tanto, de la República, y Buenos Aires recinto de un electorado poco sumiso, esquivo en ocasiones, de difícil sintonía con los designios nacionales de los presidentes. Si el primero de estos componentes lo justificó Juan Bautista Alberdi, el segundo lo ilustró Leandro N. Alem.

Esta dialéctica entre presidentes y ciudadanos porteños se desenvolvió -obvio es constatarlo- durante un largo trayecto. A partir de 1880, una vez establecida la capital en Buenos Aires, luego de una sangrienta batalla, la ciudad quedó bajo la jurisdicción directa del presidente de la Nación. Fue una victoria que ponía patas arriba una situación en cuyo decurso tres presidentes constitucionales (Mitre, Sarmiento y Avellaneda) habían ejercido su poder desde un lugar sobre el cual no tenían jurisdicción. Eran, como se decía entonces, meros huéspedes del gobernador de la provincia de Buenos Aires.

Esta relación tendida entre dos poderes instalados en una misma ciudad se selló en 1880 con el triunfo militar y político de Julio A. Roca. La ciudad, subordinada a los poderes nacionales, perdió su antigua autonomía, pero siguió creciendo en tamaño y prestigio. No elegía a su jefe de gobierno, pero sí lo hacía con respecto a los legisladores nacionales y, desde luego, al presidente de la Nación.

Ante este nuevo esquema, Alem sentenció que la Argentina se encaminaba hacia un irremediable destino de centralización. Acaso tuvo razón, en vista de lo que más tarde habría de acontecer: concentración demográfica, concentración de la riqueza, concentración de las decisiones. Sin embargo, ese pronóstico no fue ajeno a un temperamento ciudadano (que el propio Alem encarnó con entusiasmo) siempre dispuesto a enarbolar la bandera de la oposición. Los presidentes habían, sin duda, conquistado el poder administrativo de Buenos Aires, como creía Alberdi, pero les costaba un trabajo ingente atraer para sí el poder electoral que emanaba del ejercicio del sufragio.

La rebeldía tuvo momentos críticos. En todo caso, no era fácil ajustar el dominio de los presidentes sobre la ciudad capital, aun en períodos en los que imperaba el fraude. Más significativas fueron las pruebas que tuvieron que soportar los presidentes ungidos por mayorías populares. Cuando gobernaron Hipólito Yrigoyen y Marcelo T. de Alvear, los socialistas obtuvieron varios espaldarazos del electorado; cuando le tocó en suerte a Juan D. Perón, ya instaurado el sufragio femenino, el padrón masculino seguía votando a la oposición. Durante la presidencia de Arturo Frondizi, Alfredo Palacios volvió a subyugar a los porteños en 1961 y regresó en triunfo al Senado. En 1973, Fernando de la Rúa contuvo en el distrito la marea electoral que había entronizado de nuevo al peronismo. Cambios en la ideología; continuidad en el talante opositor. Tal vez esta remisión al pasado y a los hilos invisibles que van enhebrando las tradiciones sirva para comprender lo que está ocurriendo en el último tramo de la campaña electoral de Buenos Aires: una oposición de raigambre local, sin referente nacional alguno, se enfrenta por interpósito candidato al propio presidente de la Nación.

Aunque en los últimos días haya disminuido la intensidad del compromiso de Néstor Kirchner, las estrategias en juego marcan, por un lado, una extendida reacción de autonomía del electorado (ya verificada en la primera vuelta) y, por otro, una propuesta más vasta (proyecto o modelo nacional, lo llaman) capaz de abarcar un ambicioso juicio sobre el pasado y porvenir del país. Este contrapunto se ubica en varios planos superpuestos. En primer lugar, hay una evidente asimetría entre las propuestas de la fórmula gubernamental y las de la fórmula de oposición. No obstante, la estrategia circunscripta de la dupla Macri-Michetti puede servir de vehículo para expresar un descontento mayor, que comprende tanto a la administración municipal como al gobierno nacional. La elección se ha nacionalizado no tanto por las intenciones de esa clase de oposición municipalista, sino por el tono de batalla decisiva impuesto desde la presidencia. Una derrota de la fórmula Filmus-Heller equivaldría, entonces, a una derrota del Gobierno. De aquí la importancia, para estos últimos, de cosechar el mayor número de votos para forjar, de esta manera, un capital electoral que podría también ser decisivo en los comicios de octubre.

En segundo lugar, no hay que olvidar que en la larga secuencia histórica del voto porteño el electorado suele representar el rol del ciudadano autónomo, proclive a manifestar su independencia, mientras que el gobierno nacional asume el papel de un gran elector, capaz de volcar a la liza dinero, recursos y propaganda. El gran elector pretende subordinar el distrito a su imperio; la mayoría del electorado, por su parte, se resiste a ello.

Las tácticas de último momento hablan por sí solas: omnipresente publicidad negativa, campañas dirigidas a despertar el instinto del miedo en los empleados públicos, con objeto de inclinar el favor de esa masa crítica; movilización activa de figuras y referentes sociales.

Toda esta ambiciosa escenografía podría desplomarse frente al voto opositor, tanto o más relevante que el de la primera vuelta, si el Gobierno no guardase en su manga un instrumento de control de sobra conocido. La autonomía política de la ciudad de Buenos Aires es, en efecto, mucho más estrecha que su autonomía electoral. Capital de la República y provincia inscripta en el régimen federal, ese carácter híbrido hace que la ciudad remede un cuerpo político amputado que, por ejemplo, carece de soberanía en materia de seguridad y de transportes, debido a la ley que estableció su aparente autonomía.

Merced a este esquema, los porteños deben convivir con las facultades de control del Poder Ejecutivo Nacional sobre ámbitos cruciales. ¿Qué sentido tiene, en efecto, proclamar ante el electorado una política de seguridad o de transporte frente al caos urbano cuando no se cuenta con los medios institucionales para llevar a cabo tales propósitos? Así planteado el problema, en determinadas materias las elecciones en la ciudad de Buenos Aires tienen un contenido más simbólico que real.

Mientras un generoso acuerdo de los partidos en la Legislatura porteña no obtenga del Congreso una reforma legislativa urgente y necesaria, el gobierno nacional conservará sus prerrogativas. Gobernará desde el Ministerio del Interior o desde la Secretaría de Transporte a los habitantes "capitalinos" (según palabras del presidente Kirchner). Así, aunque haya fracasado como gran elector, seguirá haciendo las veces de un gran vigilante que planea sobre una ciudadanía devota de su autonomía.

Esta contradicción no será superada fácilmente, entre otros motivos porque está vinculada a los resultados que arrojen las elecciones nacionales de octubre. El recorte de las apetencias hegemónicas podría tener el efecto saludable de que, por fin, puedan coincidir en la ciudad de Buenos Aires la autonomía electoral de los ciudadanos con la autonomía federal del distrito. Para ello, es preciso recuperar la virtud de la deliberación y el sentido del compromiso.

Por Natalio R. Botana
Caricatura: Alfredo Sabat
Para LA NACION

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