10 de junio de 2007

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Vericuetos legales, falta de control efectivo y un alto grado de tolerancia social parecen ser la mezcla perfecta para que la lucha por la transparencia quede siempre en la nada

Por Laura Zommer
Publicado en la Edición impresa
Noticias de Enfoques
La Nación



Visto con ojos argentinos, parece un cuento. Pero no lo es. Hace doce años, Mona Sahlin era ministra de Igualdad Social de Suecia y la preferida en las encuestas para suceder al primer ministro socialista Ingvar Carlsson. Con una tarjeta de crédito otorgada por el Estado, cargó nafta en su vehículo oficial -lo cual estaba permitido-, pero además compró un chocolate Toblerone y un perfume y los abonó con la misma tarjeta. Cuando llegó el resumen al Ministerio, ella ya había informado que quería pagar esos gastos personales, pero se vio obligada a renunciar porque la sociedad sueca no le perdonó que hubiera utilizado la tarjeta para un fin diferente al establecido. La anécdota no hace más que ilustrar que los suecos, al menos dentro de sus fronteras, tienen una muy baja tolerancia a la corrupción, algo que, claro está, no ocurre en la Argentina.

Suecia es el país donde tiene su casa matriz la empresa Skanska, que obligó a renunciar a la cúpula de su filial local cuando sus miembros admitieron el pago de "comisiones indebidas" en su participación en la ampliación de un gasoducto impulsada por el Ministerio de Planificación Federal.

¿Hay algo en la Argentina que favorezca especialmente la corrupción, que hace que hasta las empresas suecas se comporten en estas tierras de manera corrupta? ¿Es quizás el mal funcionamiento de algunas instituciones, como la Justicia o las fuerzas de seguridad, que usan sistemas poco eficientes para investigar delitos complejos? ¿O el problema tiene más que ver con la existencia de ciertos instrumentos legales (como los superpoderes, los fideicomisos o los decretos de necesidad y urgencia) que tienden a concentrar poder y debilitar los controles? Más pesimistas, más resignados, algunos creen que se trata principalmente de un problema cultural, que se relaciona con la educación y el valor de la palabra y con ciertas conductas aceptadas en nuestra sociedad.

"La Argentina es un proyecto que fracasó. La corrupción financió y financia la política -dice Manuel Garrido, titular de la Fiscalía de Investigaciones Administrativas (FIA)-. Por eso, debe haber un consenso político -que hoy no existe- de que éste es un tema importante en el que debe trabajarse seriamente y sin distinciones partidarias."

Garrido, al igual que los demás consultados por LA NACION, descarta las soluciones simples y mágicas y la fantasía de corrupción cero, y afirma que las políticas que hoy no existen deberían aumentar el costo económico y social de la corrupción. Sin embargo, coinciden, los países con mayor debilidad institucional son los que presentan los menores costos a los corruptos.

Los affaires de corrupción de funcionarios y empresas nacionales y extranjeras se sucedieron casi sin cesar durante el gobierno de Carlos Menem, mientras el sueño del 1 a 1 hacía que los argentinos viajaran por el mundo sin preocuparse por los robos locales. ¿Qué pasó con aquellos casos? No mucho.

El fin del gobierno de Fernando de la Rúa comenzó cuando se conoció que el Poder Ejecutivo Nacional habría pagado sobornos a senadores a cambio de la aprobación de una ley de reforma laboral. Entonces, no hubo privados involucrados sino sólo representantes del pueblo. Tampoco por ese caso, de inusitada gravedad institucional, cambiaron las reglas de la política.

A fines del año pasado, le llegó el turno al gobierno de Néstor Kirchner, que tampoco hizo mucho después de la difusión del primer gran caso de corrupción de su gestión. Tras restarle importancia durante meses, el Presidente echó a algunos funcionarios de segunda línea. ¿Pasará algo esta vez? Casi nadie es optimista. Los responsables de los principales organismos de control del país y expertos en la lucha anticorrupción de la Argentina (que no son demasiados) coinciden en que el panorama del futuro más o menos cercano es desolador. Igual que muchos, sospechan que el caso Skanska no es un hecho aislado.

Un juez del fuero federal porteño, donde se tramitan los principales casos de corrupción del país, dice algo que, viniendo de quien viene, asusta un poco: "Las estructuras políticas pelean por el botín de las cajas. Disputan un espacio para ver cuánto dinero manejarán. Y, con los años, no hicieron otra cosa que optimizar sus métodos".

Para peor, los expertos coinciden en que, en general, los países no reaccionan en momentos de crecimiento económico. Falta en la Argentina generar la demanda que produzca el cambio. "Si los Estados Unidos necesitaron un Watergate, nosotros necesitaremos diez", dice uno de los entrevistados, que pide el anonimato debido a su actual función.

Que el problema de la corrupción dejó de estar entre las principales demandas de la gente es un hecho. La creación de una Oficina Anticorrupción en la ciudad de Buenos Aires no fue esta vez siquiera una promesa de campaña de ninguno de los principales candidatos a jefe de gobierno, aun cuando, en la elección anterior, Mauricio Macri sí lo había incluido en su plataforma.

El asunto tampoco está en la agenda de otros distritos. De hecho, puede ponerse en tela de juicio el éxito de un proyecto que lleva adelante la Oficina Anticorrupción (OA) del Ministerio de Justicia de la Nación que tiene por objeto la creación de organismos de control similares a la OA en el nivel subnacional. Sólo siete provincias los tienen: Córdoba, Chaco, Chubut, Entre Ríos, La Pampa, Neuquén y Tierra del Fuego.

Es evidente que no hay suficiente presión social ni voluntad política para asumir este riesgo.

Para Marcela Santos, directora ejecutiva de la Fundación Soporte, creada para dar asistencia y protección a las víctimas y testigos de casos de corrupción, "el desafío en la Argentina y en la mayoría de los países de América latina es pasar del estado de hipercorrupción estructural en el que estamos (que supone que el sistema sólo funciona bajo mecanismos corruptos) a uno de corrupción residual (que implica la presencia de individuos corruptos, que siempre existirán)".

Santos identifica tres factores que favorecen la corrupción y se mezclan en forma explosiva en nuestro país: uno cultural, uno estructural y uno más bien psicológico. El primero puede explicarse así: el discurso dice que está mal quedarse con algo que no nos corresponde, pero en los hechos todos dudamos en algún momento de ello. Por ejemplo, al copiarse en un examen. El segundo comprende tanto al diseño y funcionamiento de los organismos de control como al sistema legal vigente. "En la década del 90 se terminaron los organismos de control en la Argentina, donde no hay falta de ley sino una teleraña legal. Según de qué hilo tires, podés hacer A o B con amparo normativo", precisa Santos, socióloga y abogada del estudio de Luis Moreno Ocampo.

Coincide en este punto Leandro Despouy, presidente de la Auditoría General de la Nación (AGN), que el mes último logró que el oficialismo archivara un proyecto de ley que, según casi todo el arco opositor, buscaba restarle poder al organismo que asiste técnicamente al Congreso en el control del estado de las cuentas del sector público. "La Argentina carece de una cultura del control -se queja Despouy-. Este es un tema crucial y, en países como el nuestro, es uno de los grandes vértices de la reconstrucción institucional. Por eso, es importante que la gente advierta que quien audita defiende sus intereses y que el resultado de esa tarea lo beneficia".

El tercer factor, el psicológico, se relaciona con la anécdota de la ex ministra sueca y la tolerancia social a la corrupción.

Todos los especialistas consultados acuerdan con Santos en que en el país no faltan normas para combatir la corrupción y velar por la transparencia. De hecho, durante el gobierno de Menem, la Argentina fue el primer Estado en ratificar la Convención Interamericana contra la Corrupción, se sancionó la Ley de ética en el ejercicio de la función pública, que está hoy en vigor, y la reforma constitucional le dio mayor jerarquía a la Auditoría General de la Nación.

En la gestión de De la Rúa, se creó la Oficina Anticorrupción, se modificó la Ley de contrataciones públicas, en busca de que fueran más transparentes, y se desarrolló un sistema de presentación on line de declaraciones juradas que habilita un mejor control, entre otras cosas.

Al gobierno de Kirchner se le reconoce en esta materia el dictado del Decreto 1172/3, que firmó a poco de asumir. Ese decreto regula el acceso a la información en el ámbito del Poder Ejecutivo Nacional, en las audiencias públicas, en las reuniones abiertas de los organismos y entes reguladores de servicios públicos, y prevé la publicación en Internet de las reuniones de los funcionarios, para identificar posibles conflictos de intereses. El kirchnerismo también ratificó, como Menem, la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción que, para algunos, es una luz de esperanza porque prevé un sistema de sanciones para los países incumplidores.

Pero está visto que con el fortalecimiento del marco legal no alcanza. De todos modos, sería injusto no reconocer que, en comparación con el pasado, ha habido avances, aunque sean todavía insuficientes: antes de la década del 90 no se hablaba siquiera -ni durante la dictadura ni durante los gobiernos democráticos anteriores- de corrupción. Y no justamente porque no la hubiera...

Silke Pfeiffer, directora regional para las Américas de Transparencia Internacional (TI), la organización que mide anualmente el Índice de Percepción de Corrupción en el que la Argentina se ubicó en 2006 en el puesto 93 de 163 países, y Suecia, en el sexto, agrega un elemento para tener en cuenta.

"Una cosa que genera riesgos de corrupción en la Argentina es que mucha gente está muy acostumbrada a interactuar en canales informales, fuera de la institucionalidad -trátese de conflictos, de negocios, de acuerdos-. Esta costumbre y las dinámicas que generó tienden a aprovecharse como excusa para prolongarlas -dice Pfeiffer-. En otras palabras, algunos políticos en el poder hablan de un país ´ingobernable , de una tensión entre institucionalidad y gobernabilidad, y tienen una buena excusa para centralizar poder y no apostar al fortalecimiento de la institucionalidad. La costumbre de solucionar conflictos o cerrar acuerdos por vía informal no es sólo costumbre de muchos políticos, es también propia de muchos empresarios y de otros grupos sociales".

Incentivos y cinismo

¿Cuál sería hoy el incentivo para que políticos y empresarios poderosos y corruptos quieran cambiar el sistema? "Sólo hay incentivos negativos en ese sentido -opina Garrido-, porque la impunidad hace que el costo de la corrupción individualmente sea muy bajo. Yo con las denuncias que hago desde la FIA lo único que hago es aumentar esos costos porque, al menos, los corruptos tienen que pensar en pagar abogados y asesores de prensa para defenderse en la Justicia y públicamente".

Pfeiffer está de acuerdo. Y basa su opinión en datos obtenidos de una nueva herramienta de medición de TI que se presentó la semana última y evalúa la transparencia y la rendición de cuentas en el financiamiento de los partidos y campañas en ocho países de América latina, entre ellos la Argentina. "Simplemente no existen los incentivos para que los funcionarios y representantes políticos tengan que rendir cuentas de una manera oportuna, completa, clara y transparente. Ellos mismos señalan que los informes que presentan los partidos incluyen menos del 50 por ciento de las donaciones reales. Consecuentemente, se presenta información muy poco confiable, que al final no le interesa a nadie y todo el sistema se convierte en una farsa. El resultado es cinismo puro".

¿Qué hacer entonces? ¿Sólo esperar que con el paso del tiempo estemos cada vez peor? Para Santos, es clave lograr algo que hasta ahora no consiguieron los expertos en corrupción: que la ciudadanía perciba que la corrupción es la causante de que no haya recursos para atender los reales problemas de la pobreza, el desempleo, la salud o la educación de todos los argentinos. Y que vuelva a poner el tema a la cabeza de sus reclamos y exigencias.

Cómo hicieron otros países


Umberto Eco suele decir que los problemas complejos –y la corrupción sin duda lo es– no tienen soluciones sencillas. No se trata de que la Argentina, si algún gobierno se decidiera, importe una serie de recetas o medidas implementadas con éxito en otros países del mundo; probablemente fracasaría en el intento. En la arena local, además, las políticas públicas pro transparencia se estudian poco y nada. De hecho, así como abundan las maestrías y posgrados de Economía, no existe en América latina ninguna especializada en analizar las mejores políticas anticorrupción. La razón, para algunos, es que es un fenómeno del que sólo se empezó a hablar hace poco menos de 20 años.

Sin embargo, hay ejemplos de buenas prácticas y algunas medidas sencillas y concretas que, aplicadas en forma simultánea y sostenidas en el tiempo, podrían ayudar a mejorar la situación.

Todos los expertos mencionan entre las principales medidas a adoptar la necesidad de que haya una ley nacional de acceso a la información que fomente la cultura de rendición de cuentas por parte de funcionarios y ciudadanos. Y, casi siempre, identifican también como prioritario que haya estabilidad y burocratización de la administración pública. En el país, actualmente, no tenemos ni una ni la otra.

Entre los ejemplos del extranjero, se señalan como positivas las siguiente medidas. Italia, por ejemplo, simplificó todos los trámites de la administración pública y, así, generó un desincentivo para que haya intermediarios que puedan favorecer la corrupción.

Chile y México lanzaron un sistema de compras on line, que desarrollaron con éxito primero Canadá y luego Australia. Y República Dominicana trabajó en sistema de precios testigo en el área de Salud, que cuando se aplicó como prueba piloto en algunos hospitales porteños logró un ahorro del 350 por ciento en varios insumos hospitalarios.

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