8 de agosto de 2007
- CAOS -
Las delicias del caos
Por Silvia Zimmermann del Castillo
Para LA NACION
Aquel otoño de 1997, Bruselas nos recibió luciendo un despliegue inaudito de ocres y dorados. Invitados por la Universidad Libre de Bruselas, éramos un grupo de amigos de Ilya Prigogine que llegábamos desde los más diversos rincones del mundo para asistir al homenaje que se le rendía al cumplirse 20 años del Premio Nobel que le fuera otorgado en Química por sus investigaciones sobre estructuras disipativas. Es así como matemáticos, físicos, químicos, psicoanalistas y filósofos de la India, Japón, Canadá, Alemania, Rusia, Francia, España, Estados Unidos y la Argentina nos encontramos inmersos en un intenso seminario sobre el caos y sus leyes, que Ilya Prigogine presidió con apasionada inteligencia.
Llegó el momento del homenaje público en el vasto auditorio de la universidad. Prigogine estaba visiblemente conmovido: la revisión de toda su vida, las palabras calurosas del rector, el discurso de su amiga Isabelle Stengers, la filósofa que lo acompañó en tantas aventuras intelectuales y publicaciones intrépidas, el telegrama de salutación de Boris Yeltsin, entonces presidente de Rusia, su país natal y, en el final, un regalo de la Universidad Libre de Bruselas, tan inesperado como sorpresivo. Inesperado porque Prigogine no esperaba recibir regalo alguno, y sorpresivo, por consistir en lo que consistió: un antiguo mortero argentino. De más está describir la emoción que sintió quien esto escribe, aumentada al escuchar las razones por las que la universidad había elegido tan insólita pieza: "Hemos tenido en cuenta el amor que todos sabemos siente usted por la Argentina".Prigogine recibió el mortero con honda gratitud y se explayó largamente sobre el extraño encanto de Buenos Aires, la pampa infinita, la cordialidad de los argentinos, las bellísimas mujeres, los paisajes andinos silentes e intensos, los Suplicantes, esas figuras de piedra de la cultura alamito de nuestro Noroeste que habrían fascinado a Picasso. Sí, la Argentina es para ser amada.
En ese momento, y sin otro porqué más que el declarado amor de Prigogine y el de ser yo la única argentina presente, concentré las miradas y una pregunta: ¿qué misteriosa fuerza hay en su país que embruja de tal manera a nuestro profesor?
Miré sorprendida a quien me interrogaba y respondí: "El caos". La risa de la señora Prigogine rompió el silencio circundante. "Por cierto, la Argentina es un país especialmente complejo, difícil de comprender. Un fenómeno fascinante", observó el filósofo Mike Sandbothe. Cuando relaté el episodio a Prigogine, él exclamó: "Pero ¡claro que sí, el caos! Por eso es pura posibilidad".
Así lo testimonian las más antiguas cosmogonías: en el principio fue el caos, y desde el caos emerge el orden. El caos es una fuente inagotable de creatividad, la posibilidad siempre abierta de novedades y de creación.
Sin embargo, solemos calificar al caos con un signo negativo, contraponiéndolo al orden, e identificándolo con el desorden. Pero una lectura fina de la teoría del caos, esa rama de las matemáticas y la física que trata los comportamientos impredecibles de los sistemas dinámicos, nos lleva a considerarlo de manera más benigna.
Por empezar, el caos no es desorden. Antes bien: el desorden sería casi opuesto al caos. Mientras que el caos está en el principio de toda creación, el desorden, en su grado máximo, está en el final. El caos es pura materia prima, pura energía que se ordena y reordena. Lo propio del desorden, en cambio, es la disipación, la pérdida de energía. El caos es algo así como un orden implícito que escapa a la comprensión y que evoluciona en impredecibles organizaciones. El desorden, por su lado, sólo engendra más desorden. No crea nada, sino que gasta la energía disponible, la disipa hasta alcanzar el punto de entropía en que ya no queda nada por gastar. Gasta y malgasta. No hay vuelta atrás, porque los procesos temporales son siempre irreversibles; tampoco hay avances, porque ese desorden más allá del cual nada puede gestarse, queda empantanado en sí mismo, confuso y estéril, o muere. Contrariamente, lo propio del caos es la capacidad de cambio y la adaptabilidad al cambio, la sensibilidad, la creatividad, la libertad en acción, lo novedoso. De esta manera, el desorden, en su grado último, no aniquila al orden, sino al caos en su dinámica.
Por otra parte, así como el caos es más bueno que malo por ser pura posibilidad, el orden puede no ser bueno: pensemos en el orden de un régimen dictatorial. El intelectual estadounidense Henry Adams escribió allá en el siglo XIX: "El caos engendra vida; el orden crea hábitos".
Hablamos, por ejemplo, de la inseguridad creciente, la criminalidad en desafuero, la corrupción instalada, la pobreza profundizada, la televisión sostenidamente pervertida. ¿Caos o desorden?
Desde la teoría del caos, se puede decir que las condiciones iniciales que provocaron esta situación bien podrían identificarse en la apología del individualismo, el imperio de la libertad, la cultura del consumo. De acuerdo con las leyes de esta matemática de lo complicado, los sistemas caóticos crecen en complejidad, y puesto que la mayoría de los sistemas vitales son caóticos por impredecibles, el desorden será siempre más probable que el orden. Por lo tanto, no debe sorprendernos que el individualismo exacerbado crezca en el desorden de la corrupción por codicia; que la libertad de expresión se desordene en procacidad; la cultura de consumo, en deseo incontenible; el deseo en crimen. Y todo, en pobreza estructural.
Pero hay una buena noticia: la energía disponible del caos puede producir las novedades que rectifiquen el desorden, autoorganizándose en un nuevo orden.
El peligro radica en que ese alarmante segundo principio de la termodinámica, según el cual en el universo la energía no tiene más destino que su disminución, la entropía, alcance su punto de equilibrio y ya no quede lugar para el caos, para lo nuevo. El hábito es una especie de rendición, y un mal indicio de entropía. Nos hemos habituado ya a que la corrupción es moneda corriente en los ámbitos empresariales y políticos, que la televisión está en manos de mercaderes codiciosos e inescrupulosos que guerrean por el rating con el arma barata de la procacidad en nombre de la libertad y que hay quienes patrocinan la procacidad en nombre del consumo, y que el crimen espera a la vuelta de cualquier esquina. Corremos el riesgo de que el desorden malgaste los últimos recursos del sistema hasta alcanzar el punto máximo de entropía, incontestable medida del desorden como fin.
Corremos el riesgo de quemar la energía de la libertad en la tóxica combustión del libertinaje, que ahoguemos las sorpresas del caos en la parálisis de un desorden denso y mediocre. Existe el peligro de que, habituándose a lo peor, esta Argentina que enamoraba a Prigogine ya no sepa dar lugar a la inteligencia, al saber, a la justicia, a la belleza.
¿Y entonces qué? Me atrevo a imaginar lo que hubiera respondido el científico del tiempo y de la libertad: entonces, el trabajo y la esperanza, la que, pensándolo desde esta matemática de lo no lineal, tiene más que ver con el caos que con el orden.
Han transcurrido diez años desde aquel otoño; Ilya Prigogine murió en 2003. De pronto, siento una infinita añoranza por el caos y sus delicias.
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