29 de agosto de 2007
- MERCOSUR -
Sincerar el Mercosur
Por Julio María Sanguinetti
Para LA NACION
Caricatura: Alfredo Sabat
El Mercosur vivió ocho años de auge, a partir de su creación, en 1991. Coincidían con una expansión fuerte de sus economías, que generalizaba el buen humor y el espíritu constructivo.
Cuando la devaluación brasileña de enero de 1999 cambió la situación, se inauguró un tiempo sombrío. La brusca y sorpresiva modificación de la situación cambiaria desnudó la fragilidad de un esquema de integración que adolecía de una notoria falta de coordinación macroeconómica.
Cuatro años de economías en crisis hicieron dudar, incluso, de su sobrevivencia, hasta que, desde 2003 comenzó a vivirse un crecimiento mundial sin precedente, llegado a nuestra región a través de precios formidables para la exportación agropecuaria.
La oportunidad se presentaba de nuevo. Podíamos retornar a la idea original de la integración, pensar en un comercio sin trabas en la región, en una real complementación económica, en un acuerdo tipo Maastricht que coordinara nuestras políticas bancocentralistas, en una proyección hacia afuera abriendo el sendero de los acuerdos de liberalización comercial y, como consecuencia de ese esfuerzo, en una política exterior seria que –más allá de los diferentes matices nacionales– nos mostrara en el mundo como un actor activo, respetable y en ascenso. Todo lo cual imponía, naturalmente, una institucionalidad más firme.
Hoy en día, hay que ser muy optimista para imaginar que en algo nos hemos aproximado a esas metas.
La liberalización económica está agredida constantemente por episodios puntuales y el Mecanismo de Adaptación Competitiva, suscripto entre la Argentina y Brasil para legitimar medidas unilaterales de restricción comercial, hirió el corazón mismo del sistema, puesto que por un lado, se negoció entre las dos economías mayores, sin dejar participar a nadie más, mientras que, por el otro, cambió la dirección del proceso y hubo un retorno a las viejas políticas proteccionistas bajo un nuevo nombre y un adecuado maquillaje.
La complementación en el desarrollo está cada vez más lejos. Cada cual defiende lo propio y trata de atraer las inversiones que mejor le convengan. Ni siquiera en la energía hemos logrado un entendimiento razonable.
A la inversa, Chile se organiza para importar gas del Oriente y no de Argentina, mientras que Petrobras acelera sus inversiones locales y norteamericanas, desconfiando de Bolivia.
Nos encontramos hablando de fantasiosos gasoductos por encima de la Amazonia y de proyectos igualmente teóricos, al mismo tiempo que se mantienen bajo sospecha a las mismas empresas que harían viables las obras efectivamente realizables.
Ni hablemos de la coordinación macroeconómica. Hoy la Argentina apuesta al tipo de cambio devaluado, mientras que Brasil hace lo contrario y Uruguay y Paraguay navegan en el medio, confundidos y desconcertados.
La proyección exterior no puede ser peor. Poco hemos avanzado en el acuerdo con la Comunidad Europea y mucho menos en un eventual Tratado de Libre Comercio (TLC) con los Estados Unidos, un tratado que es mala palabra para mucha gente de gobierno de nuestros países.
Tratamos de preservar las relaciones con los Estados Unidos. Menudean las fotos en el Salón Oval y hasta el presidente brasileño es recibido en Camp David como amigo dilecto. Pero a la hora de dar los pasos que cambiarían el rumbo de nuestras economías, incorporándolas de verdad al mundo globalizado, nos quedamos atados a los viejos prejuicios, a las sospechas ideológicas, al temor a las protestas antiyanquis de los habituales grupos movilizados, a los que, desgraciadamente, el gobierno norteamericano les ha regalado para su solaz el desastre del Irak.
Ampliación inoportuna
Para peor, nos hemos lanzado a la ampliación geográfica del Mercosur, cuando se imponía profundizar su estructura. La discutida incorporación de Venezuela, aceitada por la diplomacia de petrochequera, nos ha instalado en un área de confrontación retórica que no es la política de ninguno de los cuatro socios, ni tampoco de los asociados como Chile.
Retumba la retórica sesentista, menudean las dádivas y, tentados por ellas, hicimos que resurgiera el viejo escenario de la América latina adolescente, voluntarista, atada a caudillismos autoritarios, que dilapidan la bonanza de los excedentes comerciales en aventuras, mientras poco o nada avanzamos en la inversión y la innovación.
No decidido aún el tema de Venezuela, invitamos también a México y a Ecuador, en acciones unilaterales. O sea que, paso a paso, nos vamos alejando de la idea del Mercosur para reproducir la idea de la Aladi.
Como los vecinos, no logramos coordinarnos de verdad, incorporamos a países más lejanos, de muy difícil adaptación. ¿Cómo hacemos para integrar a México, que tiene su formidable acuerdo comercial con los Estados Unidos? ¿Cómo hacemos con Venezuela, por más plazos que ofrezcamos, cuando vive en un restrictivo sistema de cupos de importación y control oficial de las divisas?
Somos un matrimonio con dificultades que, en lugar de sincerar sus diferencias, resuelve tener otro hijo. O sea, ampliar el problema con una nueva carga…
Las instituciones, entre tanto, desnudan sus limitaciones. La Argentina y Uruguay, los dos países más afines, hijos de una matriz histórica común, que hace doscientos años iniciaron el proceso de independencia bajo sus mismos ideales, procesan sus diferencias en Europa. Como no hemos podido resolver un tema estrictamente técnico de medio ambiente, litigamos en La Haya y prendemos velas para que la Corona española haga el milagro de ayudarnos a buscar una solución que no ha aparecido adentro de los mecanismos institucionales de la integración.
Estas instancias europeas nos eximen de todo comentario.
Somos, desde el inicio, militantes del Mercosur. Seguimos creyendo en él como opción estratégica. Pero pensamos en un regionalismo abierto y no en proteccionismos cosméticos. Soñamos con una integración al modo de Europa y no con esta torre de Babel en que todos hablamos lenguajes distintos.
Para salir de ella, el único camino es sincerarnos, ser claros, concretar los entendimientos, respetar los compromisos, sacudirnos polvorientos prejuicios y superar, de una buena vez, los personalismos que nos hipotecan.
Si los presidentes no se entienden, ¿por qué los ministros no hacen un mayor esfuerzo y se comprometen de verdad? Cuesta creer que no sea posible algo que la realidad nos ordena con tanta evidencia.
Julio María Sanguinetti fue presidente del Uruguay en dos oportunidades: de 1985 a 1990 y de 1995 a 2000
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