5 de agosto de 2007

- POLICIA PARA LA CABA -


Influencia perversa

Por Pepe Eliaschev
Diario Perfil

La novela policial que ocupa las volátiles agendas de la Argentina exhibe, con formidable elocuencia, rasgos centrales de la enfermedad nacional. Si en el Gobierno hubiese profunda y sólida identificación con las necesidades de una moderna reforma, no estaría mordisqueando el trofeo de la Policía, reclamo insatisfecho que queda obturado en desnuda puja por cajas monetarias y trozos de poder territorial.
La “oferta” tramposa que le hace el Gobierno a Mauricio Macri: quédense con la Policía, pero páguensela ustedes. La Ciudad de Buenos Aires quiere competencia policial y judicial, pero eso debe ir de la mano de la correspondiente transferencia de recursos.

El Gobierno se niega y mira hacia otro lado, alegando cumplir con el compromiso previamente asumido. Agrega, con humildad típica del kirchnerismo: “Macri puede tomarlo o dejarlo”.
El Gobierno presentará en Diputados un proyecto de ley jibarizado, que sólo deroga el artículo 7 de la llamada ley Cafiero para que la Ciudad organice su propia fuerza policial local. El ideólogo de la negativa es Alberto Fernández. Su argumento: “Kirchner ya le dijo a Macri que el único problema que había era el traspaso del dinero. El resto de las administraciones provinciales no estaría de acuerdo con pagarle a una ciudad autónoma cuando eso no ocurre en ninguna otra provincia”.

Razonamiento esencialmente oblicuo: hoy, la Nación argentina en su conjunto paga a los agentes de la Policía Federal que recorren la Ciudad de Buenos Aires, ¿cuál sería la diferencia? Evitar que otros solucionen problemas irresueltos.
Todo tiene su contexto. Al excluir una alternancia de modelos, gobiernos y personas, la política argentina es una carnívora batalla a todo o nada, presidida por un nefasto maximalismo encarnado en la conducta gubernamental.

El pasado 24 de junio, el 61 por ciento de los porteños, mayoría descomunal, eligió a Macri como jefe de Gobierno de Buenos Aires. Se viene dando una transición ordenada entre autoridades salientes y electas, sin empellones ni insultos soeces; logro serio y sustancial que es mérito de Jorge Telerman.

Macri y Telerman vienen armando una agenda común y asumieron compromisos en favor del interés general, demoliendo lo que el astuto viceprimer ministro de Italia, Francesco Rutelli, ha denominado “la influencia perversa de la incoherencia”.
Pero para superar esa influencia negativa, toda sociedad que busque gobernabilidad razonable, acotada pero fehaciente, debe asumir costos y riesgos, los rasgos positivos de una moderna democracia de alternativas que supone renunciar al monopolio de la razón y a la pretensión de poseer la verdad absoluta.
En similar pentagrama italiano, el más importante candidato del centroizquierda a reemplazar a Romano Prodi como jefe del gobierno, el ex comunista Walter Veltroni, predica que “llamarse democrático significa hoy trabajar sobre todo para abrirle a la democracia horizontes más amplios”.

¿Pueden conjugar estos verbos civilizatorios las cabezas más prominentes del gobierno de Kirchner? En ellos, en su jefe y en la candidata presidencial oficialista, pareciera que lo único que cuenta es preservar poder y marginar a quienes están fuera de él.
Este paradigma de soledad despótica no sólo se patentiza en la batalla por quedarse con las comisarías porteñas de la Policía Federal. Emerge también en la rutinaria práctica burocrática del oficialismo, como lo demuestra el viaje presidencial a México.

Era una formidable oportunidad para que los Kirchner invitaran a participar de la gira a expresiones políticas que no mandan hoy en el país. Pero, ¿hubiera sido un disparate surrealista que, puesto que en Ciudad de México el Presidente fue recibido por un alcalde opositor al gobierno del presidente Felipe Calderón, nuestro país fuese representado por Kirchner pero también por Macri? ¿Por qué no?

La razón es siempre la misma: Kirchner no comparte espacios sino con subordinados. Por eso subió al Tango 01 a Miguel Bonasso, que nunca tuvo el número suficiente de firmas para conseguir la personería de su Partido Revolucionario Democrático en la Capital Federal, mientras que la Casa Rosada no imaginó que en una visita donde el neoliberal cristiano Calderón recibía al presidente argentino se podría haber armado una cumbre transideológica entre los alcaldes de ambas megalópolis.

De hecho, la historia del exilio argentino en México de 1974 a 1983 muestra expresiones de vigorosa individualidad, desde montoneros hasta radicales, pasando por socialistas y marxistas del ERP. Uno de ellos, exiliado en México fue el irreemplazable Juan Carlos Portantiero; de estar vivo hoy, ¿lo hubiera invitado Kirchner a México como expresión de una Argentina plural, pese a sus severas y póstumas críticas al modelo oficial de acumulación de poder?

Estos argumentos no penetran la dura piel del oficialismo. Lo demuestran los reiterados y deliberados destratos a la prensa argentina, minuciosamente ejecutados con peculiar ánimo agraviante. En sus estrambóticas intelectualizaciones para justificar por qué no reconoce al periodismo argentino, el establecimiento gubernamental alega comunicarse directamente con el pueblo y que los periodistas nos quejamos de puro llorones, porque ya no somos intermediarios necesarios; pobre y pedregosa argumentación, que pretende justificar lo injustificable, apoyada en similar repertorio conceptual de orgullosa autosuficiencia.

A veces parecen perderse lecciones centrales de los grandes terremotos mundiales de hace apenas quince años, cuando un entero bloque totalitario se derrumbó como castillo de arena y el apartheid sudafricano se esfumó de la faz de la tierra. Esos acontecimientos, unidos a la luminosa resurrección de formas civiles representativas en una América latina azotada por lustros de despotismos sanguinarios, mostraban un hartazgo planetario por los regímenes políticamente excluyentes.

No se ha sabido, empero, construir sobre esas fundaciones una cultura civil superadora y aparecen de nuevo, en grotesca extemporaneidad, gobiernos embriagados en el mesianismo más repulsivo; grupos humanos que, al apoderarse de las máquinas de gestionar, decretan que con ellos empezó la historia, como le anunció esta semana a la CNN en Español la senadora Cristina de Kirchner, cuando proclamó ante una estupefacta periodista mexicana que “hemos logrado reinstalar el sistema constitucional democrático de la República Argentina”.

Así, directamente, sin anestesia ni pestañear, subrayaba características del sistema de poder organizado en la Argentina, tragicomedia de apariencias donde todo quiere decir exactamente lo contrario.

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