14 de agosto de 2007

- INSEGURIDAD -


La inseguridad nos sigue acosando


A los no pocos ni leves problemas que desde siempre han sido característicos de la vida cotidiana, los habitantes del área metropolitana, integrada por la ciudad de Buenos Aires y su conurbano, han debido sumarle el enorme peso del acoso de la inseguridad. Esa inseguridad provocada por el auge de los delitos y que, insólitamente, es despreciada por algunos funcionarios que pretenden identificarla con "una sensación infundada y pasajera".

El temor se ha exacerbado y ya nadie, excepto algunos pocos optimistas, vive como vivía hasta hace algunos años. Ahora, quienes pueden hacerlo se han protegido tras los muros de countries y barrios cerrados, de un tiempo a esta parte probadamente ineficientes, o mediante rejas y la infaltable cobertura de la seguridad privada. Nadie camina por la calle plenamente confiado; ni en los suburbios ni en el centro porteño. Dolorosas experiencias demuestran la conveniencia de desconfiar de todo y de todos.

Uno de cada cuatro porteños ha sido víctima de la inseguridad delictiva; cuatro de cada cinco de ellos reconoció, según un estudio de victimización, efectuado por el Ministerio de Gobierno local y la Universidad de San Andrés durante el primer semestre de este año entre 24.000 personas, que el hecho ilícito sufrido fue grave o muy grave.

Se trata de una proporción muy alta, en comparación con otras metrópolis mundiales. Sobre todo, si se repara en que infinidad de perjudicados no hacen la correspondiente denuncia policial porque están convencidos de que no sirve para nada. Forman parte de los grupos sociales que no creen o creen muy poco en la eficiencia policial: sólo tres de cada diez consultados consideran positiva la forma en que la Policía Federal fiscaliza en sus barrios la comisión de delitos, de acuerdo con otra encuesta proveniente de las mismas fuentes.

Ese dato no es para nada satisfactorio: la sociedad debería empezar a confiar plenamente en la institución a la cual financia, instruye y arma para que cuide de ella, y la policía debería hacerse merecedora de esa confianza.

La franja sur de la ciudad es la más afectada por el auge del delito. Comprende los barrios de La Boca, Barracas, Parque de los Patricios, Pompeya, Villa Lugano, Villa Soldati y Villa Riachuelo. Por la inversa, Palermo y Recoleta tienen la menor incidencia del quehacer delictivo, pero no están en modo alguno exentos de él.

Desde la módica rotura de la ventana de un automóvil estacionado para arrebatarle la radio o algún objeto a la vista hasta el extremo del homicidio en ocasión de robo o por "ajuste de cuentas", la lista de los ilícitos insertados en los espacios periodísticos dedicados a las noticias policiales es interminable, agobiante y dolorosa. Es algo así como una maza que a diario modela con golpes durísimos la sensación de impotencia que embarga a los honestos frente a los insidiosos embates de la delincuencia.

Gravísima situación. Tal como se ha insistido desde esta columna editorial, la impotencia y el temor forman una mezcla explosiva que puede llegar a tornarse incontrolable e inducir a la anárquica tentación de hacer justicia por mano propia. Las autoridades deberían tomar en cuenta una referencia alarmante: pese a la plausible y razonable campaña de desarme civil llevada a cabo por las autoridades y por diversas entidades de bien público, un notable porcentaje de la población reconoce que en su domicilio posee y guarda algún arma de fuego, por lo general para defenderse y enfrentar al delito.

Entretanto, el gobierno nacional ha preferido enredarse en una áspera discusión con las autoridades electas de nuestra ciudad, retaceándole su autonomía mediante la negativa a concederle los recursos que le permitirían sustentar a la policía propia.

Al delito no se lo puede enfrentar en forma lineal o parcial. Tiene muchos progenitores, desde el consumo de drogas hasta la pobreza y la falta de instrucción, y habría que empezar por identificarlos a todos, de manera tal de encarar la solución más idónea para cada uno de ellos. La lucha contra el delito, pues, debería asentarse sobre una sólida política de Estado. Sobran motivos para que nuestros gobernantes se aboquen a ese menester, que ya no justifica más demoras.

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