22 de abril de 2007
- CRISIS TOTAL -
La crisis del principio de autoridad
El principio de autoridad genuina está hoy, en la Argentina, debilitado. Está en crisis, en primer lugar, la autoridad de la ley, que en un régimen institucional republicano es, sin lugar a dudas, la más importante de todas. Allí donde la ley no es respetada, los derechos de los ciudadanos no están debidamente garantizados y la convivencia pacífica, valor supremo de toda sociedad organizada, se encuentra permanentemente en riesgo.
La autoridad de la ley es desconocida por una razón a la vez simple y grave: falta en el país la voluntad de cumplirla y de hacerla cumplir. Estamos en falta los ciudadanos, que no nos preocupamos por respetar las normas de derecho vigentes. Y está en falta el Estado, que no se preocupa por asegurar la primacía del orden legal. La anomia -es decir, la ausencia de disposiciones jurídicas con efectiva vigencia- es una de las enfermedades más devastadoras que puede sufrir una sociedad. La Argentina padece esa enfermedad y nada indica que estemos en camino de empezar a combatir ese inquietante mal.
No sólo está debilitada la autoridad de la ley. Está en crisis también la autoridad de los poderes públicos, que se enfrentan unos con otros, y vulneran y avasallan sus respectivas esferas de competencia. Por un lado, se reiteran violaciones del principio que garantiza la independencia del Poder Judicial, provenientes casi siempre de los responsables del poder político. Por el otro, existe también un permanente desconocimiento de la autoridad del Poder Legislativo, debido a que el Poder Ejecutivo no cesa en sus desembozados avances sobre aquellas esferas de responsabilidad que la Constitución nacional consideró exclusivas del Congreso de la Nación.
Está en crisis, asimismo, la propia majestad de los órganos de la rama ejecutiva para fijar los límites de la protesta social mediante el ejercicio responsable y ponderado del poder de policía. Como consecuencia de esto último, la autoridad policial carece hoy del poder necesario para impedir que la calle sea ocupada por los grupos que salen a manifestar su descontento y a peticionar y presionar a las autoridades. Ninguna instancia institucional se siente hoy con fuerza para poner un límite a los desbordes y afectación de los derechos del resto de los ciudadanos con que piqueteros y manifestantes acompañan sus reclamos .
Desde luego, está en crisis también, por descontado, la capacidad de las estructuras policiales para reprimir el delito y para ofrecer a la población niveles mínimos de protección ante los embates de una ola de criminalidad cada día más agresiva y perversa. Esto se patentiza y se evidencia con la sola observación de la realidad cotidiana y con la lectura atenta de las crónicas policiales de los medios de comunicación. Desde esta columna editorial hemos reclamado mucha veces del poder público el restablecimiento de la seguridad individual y colectiva en los ámbitos urbanos y rurales de todo el territorio nacional.
La falta de acatamiento de las normas de tránsito -y su principal consecuencia: el elevado índice de mortalidad que se registra en las rutas y en las calles- debe ser mencionada también como un ejemplo contundente y concreto de la situación que estamos atravesando los argentinos.
La superposición de la crisis del principio de autoridad con la tendencia de la administración a la acumulación de poder -simultaneidad, en verdad, paradójica- constituye un fenómeno que puede ser atribuido a diferentes motivaciones históricas y sociales. Acaso el Estado esté pagando las consecuencias de los dilatados períodos de autoritarismo político que sufrió la Nación. La destrucción de los controles establecidos para garantizar la transparencia del sistema de gobierno republicano determinó -de 1930 en adelante- que las Fuerzas Armadas se incorporaran de hecho al sistema institucional argentino, mediante la virtual institucionalización de los golpes de Estado. En múltiples oportunidades -en 1930, en 1943, en 1955, en 1962 y en 1966-, las instituciones armadas se adueñaron del poder político, consolidando la supremacía de las vías de hecho por encima de los principios que consagraban la legalidad y el orden democrático. En más de un caso, por cierto, la sublevación militar fue una respuesta a notorias desviaciones previas del sistema institucional imperante. Tal fue el caso de la revolución de 1955, que derrocó -como es sabido- a un gobierno personalista y dictatorial. Pero, por un camino u otro, la autoridad del sistema se vio irreparablemente mellada.
Hacia la década del 70, la irrupción del terrorismo subversivo en la escena nacional determinó que la sociedad argentina se viera sometida trágicamente al fuego cruzado de una sangrienta ofensiva criminal, con apoyo en los polos opuestos del extremismo ideológico. El desenlace a que condujo esa explosión de violencia es conocido: el gobierno militar instalado en 1976 llevó a un período de nuevas violencias y nuevos abusos. Como resultado de todo ese descontrol, se precipitó a la Nación en una guerra irracional en el Atlántico Sur, con las consecuencias que todos conocemos, sin olvidar que a fines de 1978 estuvimos al borde de un enfrentamiento bélico con Chile.
Ese largo proceso causó sensibles daños en la estructura moral argentina. Y determinó que una propaganda insidiosa, maliciosamente impulsada desde sectores ideológicos extremos, provocara un creciente descrédito del concepto mismo de la autoridad y de todo poder institucional, incluido no sólo el de las órbitas militares y policiales, sino también el de las esferas de la vida civil. Es probable que en la base del fenómeno que condujo al deterioro del principio de autoridad hayan gravitado factores psicosociales de profunda incidencia, estimulados con insidia desde sectores políticos interesados.
No es fácil reconstruir las estructuras de la autoridad pública allí donde se han desintegrado. La autoridad -ya se sabe- tiene siempre una base de sustentación que toca las fibras espirituales de una sociedad. El poder de las instituciones reposa, básicamente, en su ascendiente moral. En la base del respeto que sus integrantes inspiran hay siempre un sedimento vinculado con la esfera de las relaciones psicológicas y morales.
Toda reconstrucción institucional comienza con la recomposición de un prestigio y una autoridad que sobrepasa lo material. Los argentinos tenemos por delante, en ese sentido, una dura tarea. Hay que reconstruir la autoridad en el núcleo mismo de la vida familiar. Hoy el sistema de costumbres padece las consecuencias de la falta de autoridad en los grupos familiares. Y no es que la autoridad tradicional de los padres haya sido reemplazada en todos los casos por el diálogo que acerca y dignifica a todas las partes. En muchos casos, lo que se advierte es el avance de nuevas formas de incomunicación y una distancia intergeneracional que nadie sabe cómo se debería acortar.
Hay que reconstruir, asimismo, la autoridad en el campo educativo. Cuando en el aula no existe la disciplina necesaria para que el trabajo conjunto de maestros y discípulos fructifique y progrese en un ámbito de auténtica armonía y de fecundo entendimiento, la educación queda herida en el núcleo mismo de su estructura creativa y se desvanece su principal fuente de energía moral.
Hay que reconstruir, desde ya, la autoridad de las fuerzas policiales, de modo que la seguridad pública quede garantizada y la lucha contra la delincuencia sea librada con el rigor necesario. Que la Argentina vuelva a ser un país confiable y que la presencia policial en las calles vuelva a ser una garantía de tranquilidad y protección para todos los habitantes. Que esa misma policía sea capaz de asegurar la paz y la convivencia social en todo el territorio de la Nación y que el espacio público vuelva a estar a total disposición de los ciudadanos, libre de las interferencias que impiden el libre tránsito de las personas o el libre desenvolvimiento de las actividades privadas.
Esas tareas de reconstrucción no están separadas unas de otras. Forman parte de un proceso de recomposición integral con el cual deberemos comprometernos todos los argentinos sin excepción.
Hay que dejar de buscar culpables históricos o institucionales. El principio de autoridad debe retornar de la mano de la reconciliación, de la superación de los enconos del pasado, del encuentro de cada argentino con su propia esencia y con sus mejores tradiciones históricas. Necesitamos volver a ser un país que cree en sus propios valores y confía en su propia capacidad de recuperación.
Si somos capaces de recomponer el principio de autoridad desde sus raíces morales, habrá República para mucho tiempo en la Argentina. Habrá convivencia en paz. Y habrá -de cara a la celebración del Bicentenario- un país en marcha hacia la recuperación de los ideales que presidieron, hace casi dos siglos, su nacimiento a la vida independiente.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario