19 de abril de 2007

- HEGEMONIAS -




Hegemonías con
pies de barro



En el país chocan dos procesos políticos que, en el plano social, coinciden con dos actitudes. Por un lado, experimentamos a diario el contrapunto entre las pretensiones hegemónicas del Gobierno y las reacciones colectivas que tales intenciones generan; por otro, en un nivel acaso más profundo, este duelo insistente entre la hegemonía gubernamental y la contestación de toda clase de grupos de veto confronta el ideal de una sociedad civil representada por el régimen de la democracia republicana con la agresiva realidad de una sociedad que a menudo presenta perfiles de incivilidad.

Ideales y realidades: el componente civil a que aspiramos y el componente incivil que nos interpela y desnuda nuestras incapacidades. El ideal de una democracia republicana alude a una sociedad civil apta para ejercer la ciudadanía porque sus miembros tienen igualdad de oportunidades para educarse, trabajar, tener acceso a la salud y a la propiedad y gozar, al cabo, de los beneficios de una vida digna.

La sociedad civil es, en suma, una sociedad educada por la calidad de la educación que se imparte en las instituciones establecidas a tal efecto y por la educación práctica que, en una forja continua, es capaz de desarrollar las virtudes cívicas del buen gobierno republicano.

La representación política, a través de los partidos y del ejercicio pleno de las libertades, corona este edificio que, como cualquier obra humana de larga duración, nunca estará completamente terminado. El ideal de la sociedad civil no se contrapone, pues, con la política, como predican algunas teorías trasnochadas, actualmente en boga. Lejos de ello, la sociedad civil supone la política y la integra en un mismo espacio crítico de deliberación y debate.

Desde hace por lo menos un lustro, estos ideales padecen en la Argentina los efectos de un constante deterioro.

Sobre el trasfondo de una incivilidad espontánea marcada por el crecimiento de la criminalidad y la barbarie de los accidentes de tránsito, frecuentemente fatales, se están desenvolviendo otros tipos de incivilidad: la de quienes conciben a los gobiernos nacional, provinciales y municipales al modo de un coto cerrado, impermeable al diálogo y al compromiso, y la de aquel otro conjunto de la población que, sin sentirse políticamente representado, actúa de manera directa en el espacio público, reclama, protesta y sufre en ocasiones el impacto de una acción represiva que cobra víctimas humanas. En este sentido, la incivilidad alumbra una escena en la cual la legitimidad de los reclamos se confunde con bloqueos de rutas, toma de edificios públicos, escraches, etcétera.

En el caso de los gobiernos hegemónicos (que no sólo operan en el orden nacional, como lo muestra la reciente crisis de Neuquén, que costó la vida de un maestro), el temperamento predominante es la confrontación: los gobiernos hegemónicos se resisten a compartir una mesa de negociaciones y también a escuchar el punto de vista de otros actores; en el caso de los sectores en los que cunde la contestación social, el temperamento más difundido es el que se condensa en el llamado de la calle.

Esta sensación de desborde y ausencia de reglas, teñida de sangre y de mártires de la protesta, es partera del miedo de los gobernantes.

Thomas de Quincey escribió que el poder se mide por la resistencia. Si no hay resistencias visibles, el poder hegemónico avanza sin dificultades y actúa con efectividad sobre los flancos institucionales más débiles (partidos, Parlamento, Justicia, Fuerzas Armadas, burocracias, manejo discrecional de los recursos presupuestarios y fiscales); si, en cambio, hay resistencias y estas resistencias suelen estallar en la calle la hegemonía se contrae o, mejor, se encoge como tela mojada. Hay, entonces, dos hegemonías en acción: una efectiva y otra virtual, la que se ejerce con prepotencia y la que no se ejerce por cálculo o temor.

La paradoja que se desprende de este juego impregnado de bravatas y de silencios igualmente sugestivos no deja de despertar interés. Si bien la hegemonía debería generar en el país sentimientos de gobernabilidad, aun al precio de disminuir los contenidos republicanos de nuestra democracia, la contestación social con sus arrestos anárquicos arroja la impresión de un gobierno débil, encerrado en palacio, que no da la cara y no atina a reaccionar. Hegemonías de pies de barro, las hemos llamado en otra oportunidad.

Naturalmente, estos obstáculos podrían superarse si los partidos lograran recuperar la autoridad y prestigio que tuvieron en el momento en que despegó nuestra democracia y la pusimos en marcha.

Esta es la tarea que se impone. Hoy, en efecto, no tenemos una democracia con un sistema de partidos competitivo y diferenciado, sino un sistema armado en torno de un partido presidencialista que, desde esa posición predominante, acrecienta su popularidad (si las encuestas que esto señalan son confiables) y dispone de recursos. La popularidad deriva de los resultados económicos (ahora erosionados por la inflación) y los recursos del abundante superávit fiscal, del control de los impuestos en detrimento de las provincias y del aumento del gasto público.

Frente a este poder más o menos compacto de presidentes, gobernadores e intendentes, que divide a los antiguos partidos y absorbe a sus dirigentes, se alza un conjunto de coaliciones opositoras. Cada una de ellas reivindica un tipo de coalición sustentada en criterios morales (Carrió), en criterios de gobernabilidad (Lavagna) o en alianzas posibles con nuevos emergentes sociales (Macri-Blumberg). Cada una de ellas, por otra parte, comparte con las otras el rasgo común que busca colmar un vacío de mediación.

Nuestro gran problema es que no tenemos, como antaño, mediadores políticos de la sociedad civil. Los estamos recreando, paso a paso, con lentitud, porque los partidos, o su eventual renovación, no se improvisan de la noche a la mañana. Mientras tanto, en la vereda opuesta, las movilizaciones de la contestación social se organizan con mucha más rapidez. Se constituyen velozmente al ritmo de los intereses que el grupo juzga necesario defender sin tomar en cuenta otros derechos afectados, como, por ejemplo, la libertad de circulación o la garantía de entrar y salir del país.

Los mediadores de la sociedad incivil están, de este modo, mejor adaptados para aprovechar los coletazos de la crisis de representación. Les basta con volcar al terreno de las demandas públicas sus reclamos y frustraciones (muchos de ellos anclados en privaciones de justicia tan repetidas como abundantes) y aguardar a que las imágenes de la televisión difundan o amplifiquen su cometido. Los líderes políticos, en especial los más recientes, ávidos de conocimiento público, buscan a los medios audiovisuales para hacerse conocer; los medios, por su parte, buscan a los líderes de la contestación para reflejar el hecho social que protagonizan.

Este es el contexto de una campaña electoral en la que corresponde apostar, contra viento y marea, a la reconstrucción de nuestro sistema de partidos. Sin la presencia de estas asociaciones voluntarias de la sociedad civil, tal vez uno de los productos más relevantes del arte de la política, nuestra democracia seguirá renga o, lo que es aún peor, presa de la incivilidad: de la que viene de arriba y de la que proviene de abajo.

Por Natalio R. Botana
Para LA NACION

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