21 de abril de 2007
- LECTURA -
Todos los lectores, el lector
Por Eduardo Fidanza
Para LA NACION
IL mondo é bello perché é vario -el mundo es bello porque es variado- suelen decir los italianos. Pensando en la lectura y en el libro -que en estos días nos convocan-, la expresión resulta certera: hay distintas formas de leer, soportes diferentes, lectores múltiples. Si nos complace la pluralidad, deberemos tal vez agradecerla a la caída de los cánones, un estallido de voces que nos precipita en la belleza polifónica.
Además de belleza, la diversidad estimula el afán clasificatorio. Los libros en sus estantes o secciones; los lectores según sus costumbres y estilos. La sociología de la lectura intenta ordenar este universo. A veces con lucidez, otras con trivialidad, nos instruye acerca de la distribución social de los lectores y los no lectores; de los motivos por los que se lee o no se lee; de los modos que adquiere la lectura, según las intenciones de quienes se acercan a ella.
Aunque condicionados por al margen de error y las metodologías que se empleen, conocemos algunas magnitudes: en la Argentina aproximadamente la mitad de la población adulta lee libros con alguna asiduidad, mientras la otra mitad no lee y tal vez, de acuerdo a sus características sociales y psicológicas, nunca lo hará. En España, para establecer una comparación, el reparto es similar. También tenemos una idea aproximada de los tipos de lectores y de su distribución: una porción menor de ellos, que equivale al 6 o 7 por ciento de la población total, son apasionados por los libros, lectores voraces y creativos; personas a las que les sería muy difícil vivir en un mundo sin libros. Otro 10 por ciento está conformado también por lectores sistemáticos, aunque de menor intensidad; se parecen a los apasionados, aman al libro y lo tienen a tiro, pero dedican menos tiempo a leer.
Luego, entre los lectores constantes y los no lectores existe una franja, equivalente a un tercio de la población, que lee circunstancialmente, al compás de estímulos externos, que van desde la publicidad hasta el llamado de atención del prójimo: lee este libro que te va a gustar, o lo vas a necesitar. Los best sellers , la literatura de divulgación, las novelas históricas, los manuales de autoayuda o de capacitación, suelen ser los géneros más frecuentados en este segmento. Aunque los críticos soberbios (no los soberbios críticos), suelen denostar ese tipo de lecturas, para la gente es motivo de genuino entretenimiento, o la oportunidad de aventurarse en temas que despiertan interés, aunque sea coyuntural y liviano. (Desde que un viejo librero me explicó que, en ciertos casos, se llega a los clásicos empezando por los best sellers , dejé de creer en los estragos de la literatura chatarra).
Algo más, que conviene atender, nos informan nuestros sociólogos de la lectura: las probabilidades de leer se desvanecen a medida que disminuye el nivel socioeconómico de los individuos y las familias. Es decir: la pobreza se lleva mal con la lectura. Para las familias que no llegan a fin de mes el libro no es prioridad, y, que sepamos, las bibliotecas públicas no suplen esa deficiencia.
¿Se lee más o menos que antes? Para esta pregunta recurrente no hay una respuesta taxativa. El sentido común indica que la televisión atenta cada día más contra el libro, pero faltan investigaciones sistemáticas y longitudinales para probarlo. Además, habría que definir con precisión qué entendemos por leer, porque si consideramos las lecturas múltiples que afloran de Internet, encontraremos una compensación inesperada a lo que la televisión roba. (La pantalla no siempre es verdugo, muchas veces es partera).
Cuando la sociología concluye su trabajo, la autorreflexión de lectores y escritores, su experiencia e historia, pueden decirnos algo más. La lectura data de siglos; como otras pocas actividades elementales, que requieren escasas herramientas y se valen del espíritu, atraviesa el tiempo, impávida ante el avance tecnológico y la velocidad creciente de las costumbres. Para el que hoy y aquí aprecia la lectura, es fascinante ver la cantidad de gente que lee en el colectivo, en el subte, o en los bares, indiferente al ruido de la ciudad. Estas ceremonias de la intimidad en el fárrago constituyen el prodigio; si se lee a Dan Brown o a Shakespeare puede discutirse después.
Sin embargo, y más allá de esos milagros cotidianos, es cierto que los cambios económicos y culturales impactan y hacen vacilar al lector. Modifican el concepto de lo que es leer, su sentido original, canónico. Lo que se pierde se idealiza. Hacerlo es inevitable, y sin ese ejercicio nos empobreceríamos. La lectura, como el amor, es, y ha sido, objeto de idealización. Y motivo de nostalgia, que el cambio histórico acrecienta.
Joseph Roth, el autor de novelas inolvidables, como La Marcha Radetzky y La leyenda del santo bebedor , tituló, irónicamente, una nota periodística publicada en un diario berlinés en 1922, "Necrológica del querido lector". Escribe allí el epitafio del lector próximo y fiel, aquel que atendía más al escritor que a la obra, y "podía imaginarse cómo vive come y bebe «su poeta»"; el que "se aprestaba a la palabra con deseo y devoción". Y lo contrapone al lector sin atributo -una derivación del hombre de Musil-, al que retrata como alguien que "no se preocupa por el expendedor de palabras. No conoce al productor de la mercancía intelectual que ha adquirido en la librería. Tampoco conoce el nombre del fabricante cuyo jabón ha comprado. El lector sin atributo compra palabras cuando tiene necesidad". Es el lector llano, el lector sin más.
Tener menester, dijo alguna vez Ortega en pulcro español, es el requisito para aprender. No puedo enseñarles metafísica, recordó a unos alumnos noveles, sólo puedo, tal vez, enseñarles a necesitarla. Volviendo a Roth: el querido lector era un prójimo de su autor, que escribía para él; el lector sin atributo es una consecuencia de la opacidad que introduce la mercancía. Pero ambos se parecen en un punto: necesitan el libro, sus contenidos y su contorno, siempre o a veces, por motivos profundos o por modas pasajeras, por propio deseo o por atracción inducida. Ningún adulto, en una sociedad plural, está obligado a leer. Si se lee, pudiendo hacer tantas otras cosas, es porque algo valioso se ha incrustado en el espíritu. Esta cualidad perenne tal vez alivie la nostalgia.
La fractura del canon de lectura multiplica los lectores, los temas, los textos. Y habilita la transgresión. Pero, según predica el Evangelio, la libertad viene después del pedagogo. En la escuela primaria se sigue presentando al libro como un emblema de la cultura que merece un trato especial. El docente enseña a tomarlo y a manipularlo, recuerda que sus partes no se doblan ni se dañan (ni se humedecen los dedos con saliva para pasar las hojas); explica la conveniencia de adoptar una postura corporal adecuada, y una actitud de respeto y devoción a la hora de leer.
El escritor cubano Guillermo Cabrera Infante rememora un episodio de su vida escolar, donde se trasluce el aliento inicial que la pedagogía es capaz de insuflar al libro y su entorno: "El libro que me dieron, no me prestaron, tenía una cubierta de colores vivos: el mismo libro estaba vivo. Me lo metí bajo la camisa y regresé corriendo a la escuela. En el aula se lo entregué a mi maestro, al que todos en el pueblo llamaban Ramonín. Todos menos nosotros los alumnos que lo llamábamos maestro. Ramonín tomó el libro con su mano izquierda, lo pasó de mano y con su mano derecha me lo devolvió. Es decir me lo entregó. -Es para ti. Como premio a la excelencia."
Después, cada uno hace su camino. Para muchos, recuerdos como éste son el último contacto con el libro. La lectura se les pierde entre los pliegues de la vida. Para otros, es la estación inicial de un viaje sin término; o el lugar al que se vuelve de vez en cuando, vaya a saber por qué. Los motivos de la lectura son tantos como los lectores: la vocación de leer como si se escribiera, en diálogo con el texto; la búsqueda de ayuda o consuelo; el puro placer o el entretenimiento; la obligación de capacitarse, el apuro por saber. La necesidad de hallar la identidad.
Marcel Proust escribió que el péndulo y el fuego no exigen respuesta. Por eso acompañan al lector sin perturbarlo, a diferencia de las solicitudes de los otros. La expresión no agota todas las formas de la lectura, pero expresa a muchas. Evoca un pacto de confianza y complicidad. La serenidad que introduce el amor incondicional. Una señora, quizás apremiada por la vida, decía en una entrevista: "Yo los tengo como compañía, son los únicos que no me apuran, los puedo agarrar y dejar y es como que está todo bien con los libros". No es Proust, pero suena a él.
Vivimos los días de la Feria del Libro. Feria quiere decir a la vez fiesta e intercambio. Transacción cara a cara. Punto de encuentro. De textos múltiples y de personas diversas. Desde el autor confeso y el sesudo lector, hasta el chico o la chica de guardapolvo blanco que engullen, distraídos, una hamburguesa en los pasillos. Cada uno en torno de la letra impresa, con razones distintas pero una sustancia común. Todos los lectores, un solo lector. Pasando las páginas del gran libro del mundo.
El autor es sociólogo y profesor de la Universidad de Buenos Aires.
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