6 de julio de 2007
- INTELECTOS -
Imposturas intelectuales
Por Damián Tabarovsky
Diario Perfil
Aacabo de terminar de leer un libro muy interesante: Comment parler des livres que l’on n’a pas lus? (¿Cómo hablar de los libros que no hemos leído?) de Pierre Bayard, recientemente publicado en Francia. El título remite a otros libros como ¿Cómo ganar amigos? o ¿Cómo ver un cuadro? o a algún otro manual de autoayuda y reglas de civilidad. Sin embargo es un libro serio, publicado en la muy prestigiosa editorial Minuit.
El ensayo comienza con una cita de Oscar Wilde que ya marca el tono: “Jamás leo un libro sobre el que tengo que escribir una crítica; eso me influenciaría demasiado”. Luego, de manera provocadora (tono que recorre el libro, al mismo tiempo marcado por una gran erudición; como si para hablar acerca de la conveniencia de no leer libros, antes habría que haberlos leídos todos), afirma: “Un postulado implícito de nuestra cultura es que es necesario haber leído un libro para hablar con precisión. Ahora, según mi experiencia, es absolutamente posible mantener una conversación apasionante sobre un libro que no se ha leído, sobre todo con alguien que tampoco lo ha leído”.
Y de allí, salta a una afirmación categórica: “No hay una gran diferencia entre un libro leído (en caso de que esa categoría tenga algún sentido), y un libro hojeado”. No se por qué, pero me imagino la gran recepción que el libro va a tener en Buenos Aires, donde la editorial Anagrama ya adquirió los derechos. Quiero decir: así como existe el test de alcoholemia y se cobran multas, si aquí se hiciera un test de “lecturemia” (es decir, la lectura de los libros sobre los que se habla), es probable que muchos editores, periodistas, escritores, profesores e intelectuales tuviesen que pagar más de una contravención municipal. Conozco cátedras enteras, y hasta alguna revista de crítica cultural, que correrían serios riesgos de cumplir condenas de prisión efectiva. Bayard devela el secreto del truco: el oficio: “No leí Ulises, de Joyce; pero sé que es una reescritura de la Odisea, que trabaja sobre el flujo de la conciencia del personaje, que la acción ocurre en Dublín en un solo día, etc. Permanentemente en mis clases hago referencia a Joyce”. El oficio es la muerte de la lectura.
Pero lo mejor del ensayo son los estudios de casos. La aparición de la no lectura en la propia literatura. En especial, se destacan dos capítulos; uno, llamado “Los libros que hemos hojeado”, donde describe a Paul Valéry como un maestro en la escritura de artículos sobre libros que no leyó. Sobre En busca del tiempo perdido, de Proust, escribe una reseña hecha de frases huecas, donde nunca cita un pasaje concreto, un solo nombre de algún personaje o de alguna situación reconocible. Hasta que, hacia el final del artículo, agrega: “Cualquiera sabe, incluso yo, por el pequeño fragmento que hasta ahora tuve el placer de leer, que se trata de un libro extraordinario”.
El otro buen capítulo, llamado “Los libros que hemos olvidado”, está dedicado a Montaigne y a su elogio de hojear los libros en lugar de leerlos, como forma de recordar mejor su contenido. Montaigne sólo recordaba los libros que no le habían gustado o que no había leído completamente. Obviamente, Bayard concluye que la lectura es ante todo una forma del olvido, idea algo borgeana y ciertamente trillada, pero que no le quita mérito al libro.
¿Cómo hablar de los libros que no hemos leído? hace de cierta liviandad, el sentido del humor y la erudición provocadora sus mejores atributos. Pero también es un libro desencantado, algo pesimista. Ocurre que la gente que lee los libros de punta a punta (entre ellos, yo) no lo hace como una forma de sufrimiento, ni para cumplir con el mandato escolar, ni por ninguna razón moral; sino como una forma de optimismo, de esperanza. Lo hacemos guiados por el anhelo de que incluso en un libro terriblemente malo, más adelante haya oculta una frase genial, una idea maravillosa, un pasaje perfecto. Con eso solo, alcanza para que la lectura se convierta en una experiencia radical.
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