11 de julio de 2007
- UN MUNDO DE AMOR -
David, Goliat y el falso patriotismo
Por Carlos Escudé
Para LA NACION
"Equilibrar la ansiedad por la disputa con la cordura parece un desafío excesivo para la sabiduría humana. La soberbia del ingenio ha atareado a siglos enteros con la discusión de asuntos pueriles, y el orgullo del poder ha destruido ejércitos con el fin de ganar o defender inútiles posesiones."
Con esta sentencia de valor universal comenzaba Samuel Johnson su memorable panfleto de 1771 sobre las islas Malvinas. Bien podría aplicarse a la malhadada aventura iraquí de George W. Bush o, con mayor razón, a la obsesión iraní con la bomba atómica.
Esta fue mi reflexión cuando se difundió la noticia de que el 27 de junio, iracundos ciudadanos iraníes habían incendiado medio centenar de estaciones de servicio, furiosos por el racionamiento de nafta. ¿Puede el cuarto exportador y productor de petróleo del mundo sufrir una crisis energética?
Es asombroso, pero las autoridades de Teherán impusieron un límite de cien litros por mes para cada vehículo. Los persas producen y exportan enormes cantidades de petróleo, pero carecen de las refinerías para producir combustible para su propio consumo. Por eso, importan treinta millones de litros por día. El año pasado gastaron cinco mil millones de dólares en esas importaciones, pero el presupuesto de 2007 permite sólo la mitad. De allí el racionamiento.
No obstante, el régimen teocrático desafía al mundo con su proyecto nuclear. También interviene en una guerra ajena y alejada de sus fronteras, financiando las actividades terroristas de Hezbollah en el Líbano y de Hamas en los territorios palestinos. Su política engendra sanciones internacionales que agravan su situación interna. Todo contribuye a retrasar la construcción de las refinerías que necesita para liberarse de su dependencia de la nafta. Se privilegia la búsqueda del gran poder, simbolizado por la bomba, y la intervención en Medio Oriente, antes que la infraestructura necesaria para un desenvolvimiento económico sano y un mayor bienestar ciudadano.
Similares son los casos de Corea del Norte y Venezuela. El armamentismo de ambas se financia con la perpetuación del subdesarrollo y la miseria. No otra cosa representa la visita de Estado de Hugo Chávez a Rusia y Belarús, también de fines de junio. Su aspiración es comprar nueve submarinos misilísticos y un sistema de defensa antiaérea. El presidente comandante dice que necesita esos equipos para defenderse de una invasión norteamericana. Los expertos nos recuerdan que en el improbable caso de que se produjera, esos submarinos no podrían acercarse siquiera a un portaaviones norteamericano y a su grupo de batalla.
A semejanza de Irán, en Venezuela se sacrifican los intereses de la gente en aras de la perversa quimera de la ilusión de poder. ¡Como si pudiera haber influencia internacional duradera sin desarrollo!
Este es un síndrome típico de política de poder sin poder, que se repite con variantes en algunos países del Tercer Mundo. Nosotros lo sufrimos en el pasado, no sólo en los tiempos del gobierno militar, con su afición por invadir territorios litigiosos y enriquecer uranio, sino también durante el de Alfonsín, que quiso producir un misil balístico capaz de transportar una bomba atómica mil kilómetros, en sociedad con Saddam Hussein. El hecho de no haber reincidido nos permite suponer que algo hemos aprendido.
Las políticas autodestructivas de este cuño casi siempre vienen acompañadas por un lenguaje metafórico que equipara a los Estados con los individuos. Los proyectos más trasnochados han sido justificados con alusiones al honor y otros atributos más propios de una persona que de un ente colectivo. Estos conceptos oscurecen el hecho de que, muchas veces, cuando un Estado débil desafía a uno poderoso, generando un alto costo para sí, no protagoniza una gesta de coraje como lo hiciera el individuo David frente al gigante Goliat. Más bien, está al servicio de la vanidad de sus elites, a costa del bienestar y a veces también las vidas de grandes multitudes. Traiciona su propio contrato social.
La analogía que equipara la relación entre el Estado y el orden mundial, con el vínculo entre el individuo y su propio Estado, es profundamente falaz y conduce a graves errores normativos. El equívoco, que suele enunciarse en términos antropomorfos, queda ilustrado con una anécdota. En 1984, un periodista me preguntó por radio si debía tolerarse que la Argentina estuviera arrodillada frente al FMI. Contesté que no siendo economista, no quería opinar sobre nuestra deuda, pero que de una cosa sí estaba seguro: la Argentina no tiene rodillas. Después de un instante de alucinado desconcierto, mi interlocutor comprendió y planteó las cosas en un marco más fructífero: ¿qué política hacia el Fondo era la menos costosa para nuestra gente?
Porque de eso se trata: de la gente. Para que una política exterior sea buena, es condición necesaria que aspire a contribuir al bienestar general, evitando gastos y conflictos innecesarios que obstaculizan el desarrollo. En contraste, las malas políticas exteriores persiguen otros fines. Abandonan a la gente.
Esas malas políticas frecuentemente se apoyan en una confusión muy generalizada, vigente desde los tiempos de Emmerich Vattel (1714-67): la falsa premisa de que es cosa buena y necesaria que tanto el Estado como el individuo busquen su "libertad".
Hay pocas falacias tan funestas. La libertad estatal y la individual pueden estar en oposición la una con la otra. Si una nación fuera a tener plena "libertad" para maniobrar en el mundo, entonces su población tendría que someterse a todos los sacrificios necesarios para alcanzar los fines de su Estado. Esto supondría a veces la imposición de brutales limitaciones a la libertad individual y otros derechos cívicos. Pero como desde una perspectiva democrática la vigencia de esos derechos es la mismísima razón de ser del Estado, tal maximalismo es inmoral.
Como gustaba recordar Hans Morgenthau, el individuo puede decir fiat justitia, pereat mundus (hágase justicia aunque el mundo perezca), pero el Estado no tiene el derecho de sostener lo mismo en nombre de los millones de ciudadanos por cuyos derechos debe velar.
Este razonamiento nos conduce a una de las más grandes paradojas del predicamento de las naciones: cuanto mayor es el poder de un Estado, mayor es su capacidad para operar internacionalmente, incluso aceptando confrontaciones, sin sacrificar a su gente. Y ésta es la fuente de una doctrina muy resistida por todos los nacionalismos: la que entiende que cuanto mayor es el poder de una nación, más legítima es su participación en el establecimiento de las reglas de juego del orden mundial. Pasa aquí como con las empresas: algunas son formadoras de precios y otras, no.
Esta asimetría se encuentra en el origen de organismos como el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que discriminatoriamente instituye a cinco miembros permanentes con poder de veto. Y es asimismo el motivo por el que afirmo que algunos Estados tienen menos derecho a la bomba que otros. La pregunta crucial que debe hacerse un estadista en esta vital cuestión es: ¿cuánto le cuesta esa bomba a la gente de mi país?
Los patrioteros del mundo han vociferado su condena a este principio. Pero, como también nos enseñara el inefable Johnson con un dictum que ya es cliché, ese patriotismo suele ser el último refugio de un canalla.
El autor es director de Centro de Estudios Internacionales de la Universidad del CEMA
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