24 de marzo de 2007

- CUIDACOCHES -



Cuidacoches, una mafia urbana

El reciente recital del músico Roger Waters dio pie para que en las inmediaciones del estadio de River Plate asistiéramos a un ejemplo más de los atropellos de una de las más persistentes e impunes mafias urbanas: la de los cuidacoches, vulgarmente denominados "trapitos". Ya fuese por espíritu ahorrativo o porque estaban abarrotados los estacionamientos legales, miles de automovilistas que trataron de estacionar en la vía pública fueron víctimas de las exacciones de esa plaga que actúa a vista y paciencia de todo el mundo, incluida la policía.

Entre 10 y 20 pesos por vehículo, según el lugar y la hora, tuvieron que abonar los conductores. Quienes se negaron a oblar ese tan insólito canon fueron amenazados y compelidos a abandonar el espacio que pretendían ocupar. Y quienes les confiaron el cuidado de su auto a esos sujetos tan particulares, obviamente comprobaron, al regresar a buscar el vehículo, que nadie lo estaba cuidando.

Como se expresó en otras oportunidades en que LA NACION se ocupó aquí de este tema, los mal llamados cuidacoches son adultos hechos y derechos, de infaltable presencia en cuanto espectáculo deportivo o festival artístico es realizado, al igual que en las inmediaciones de locales gastronómicos, clínicas privadas y hospitales públicos, museos y lugares frecuentados por el turismo. Infringen expresas disposiciones del Código Contravencional de la Ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, nadie -ni la Policía Federal ni la Guardia Urbana- controla su ingrata presencia o se ocupa de hacer cumplir la normativa vigente.

Hace poco más de tres años, las autoridades porteñas dispusieron reglamentar esa labor, que sería llevada a cabo al margen de la desarrollada por los vendedores legales de tarjetas de estacionamiento. Entidades de bien público, fundaciones y organizaciones no gubernamentales se encargarían de controlar el estacionamiento en las áreas frecuentadas por los "trapitos", mediante la designación de personal carente de antecedentes penales, provisto de un chaleco especial y facultado para ofrecer y cobrar una contribución voluntaria.

Al igual que otras iniciativas de esa misma época, el sistema tuvo efímera vigencia y muy pronto quedó de lado. Reaparecieron los cuidacoches clandestinos y sus bravuconadas, proferidas a diestra y siniestra bajo el amparo de solapados respaldos, duchos en facilitarles la posibilidad de actuar sin interferencias.

Entretanto, las autoridades locales hicieron la vista gorda a esa contravención y a cuanto se oculta detrás de ella, pues por lo menos en algunos casos -el de las amenazas- se convierte en delito liso y llano. Por desidia, conveniencia o indiferencia, se despreocuparon del cumplimiento de normas que ellas mismas han refrendado para mejorar la calidad de vida de los porteños.

La persistencia de esa molesta situación es inadmisible. Se trata de la imposición de una suerte de tributo paralelo y forzoso que es menester pagar sí o sí por causa de la inacción de quienes deberían evitarla. La solución salta a la vista: bastaría con que fuesen arbitrados los medios para resucitar con todo vigor la modalidad de hace tres años. Pero es obvio que llevar adelante esta iniciativa requeriría la decisión política de los mismos personajes que hoy están tolerando tantas y tan graves irregularidades.

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