21 de marzo de 2007
- OPINIONES TV -
De eso no se habla
Por Gustavo López
Para LA NACION
El 98% de los hogares argentinos tiene televisión y el 100% de esos mismos hogares posee, por lo menos, un aparato de radio. Es decir, que formamos nuestra opinión y nos entretenemos a través de los medios electrónicos. Sin embargo, la ley que aún nos rige es la de la dictadura militar.
¿Podemos pensar que los militares hicieron una ley que garantizara los derechos de los ciudadanos y la pluralidad de opiniones en esos medios? A nadie se le puede ocurrir semejante disparate. Pero, a pesar de ello, a más de 23 años de recuperada la democracia, la ley de radiodifusión sigue siendo aquella que establece que el organismo será comandado por un directorio formado por un integrante de cada una de las Fuerzas Armadas de nuestro país.
Desde que la radio es radio, sucesivos gobiernos establecieron una serie de normas con el único objetivo de controlar y censurar el discurso político.
En 1934, las Instrucciones para las estaciones de radiodifusión del gobierno de Agustín P. Justo establecían: "[ ] no debe permitirse que los comentaristas [ ] se desvíen al terreno de la polémica o del ataque personal o tendencioso [ ]", y que "[ ] se prohíbe la irradiación de aquellas canciones o letras cantables que contengan en cantidad abundante el lunfardo (modismo del hampa) y cocoliche (remedo de otros idiomas)."
En 1954, el decreto 25.004 estableció que "[ ] no se incluirán expresiones antiargentinas o conceptos que implícita o explícitamente atenten contra el estilo de vida colectivo [ ]", por lo que obviamente quedaba a cargo de la autoridad de aplicación establecer qué es el "estilo de vida argentino", y en 1957, la ley 15.460 restringía la participación a aquellas "expresiones políticas no democráticas", en una clara alusión de censura contra el peronismo.
Es a partir de 1972, con la llamada doctrina de la seguridad nacional, como se perfeccionan las leyes de control sobre los contenidos en los medios electrónicos. La ley 19.798 establecía un paralelismo entre la radiodifusión y la seguridad, y asignaba a las Fuerzas Armadas prioridad para el uso del sistema nacional de telecomunicaciones y creaba la Comisión Nacional de Zonas de Seguridad dentro de una ley de radio y televisión.
Finalmente, en 1980, se dicta la ley 22.285, que llevaba las firmas de Videla, Harguindeguy y Martínez de Hoz y aún hoy se encuentra vigente.
Lo curioso es que las modificaciones que en los últimos dieciocho años sufrió la ley, casi todas ellas por decretos de necesidad y urgencia, no fueron hechas pensando en los ciudadanos, sino en los dueños de los medios.
Así, la ley 23.696, en el período Menem-Cavallo de reforma del Estado, permitió la conformación de los grupos multimedia al quitarse la prohibición que pesaba sobre los diarios para adquirir radios o canales. El decreto 1062/98 facilitó la transferencias de los paquetes accionarios en momentos en que se conformaba el grupo CEI-Citicorp, que auspiciaba la segunda reelección del entonces presidente, y, en 1999, el decreto 1005 consolidó la conformación de monopolios al ampliar la cantidad de estaciones de radiodifusión por cada dueño, pasando de 4 a 24 en todo el país. De esta forma, se legalizaba la situación irregular del CEI y se abrían las puertas para la concentración. Sin debate parlamentario, claro.
Todo esto se coronó con el decreto 527 de 2005, que prorrogó las licencias por diez años, sin permitir la competencia en la materia.
Como vemos, a pesar de los años transcurridos y de la importancia vital que hoy los medios electrónicos tienen en nuestra cotidianidad, la democracia se ha ocupado muy poco de ello.
El Congreso debe una ley y el Ejecutivo la voluntad de impulsar los cambios. Cambios que garanticen transparencia, libertad, derechos, pluralidad y protección de los menores.
¿Por qué de esto no se habla? Por un lado, porque la política no termina de entender que se necesitan instituciones fuertes y democráticas en el sistema republicano de gobierno. Los países centrales enfrentan los mismos problemas de concentración de la información y de la producción de contenidos, pero tienen en cuenta que sólo con normas claras y organismos de control transparentes, que funcionen en defensa de los ciudadanos y sean previsibles, se puede regular en la materia.
Por otro lado, los grandes grupos creen que la mejor ley es la que no existe, pero cuando se trata de otros sectores de la sociedad, sí reclaman organismos de contralor que funcionen con calidad institucional. Saber quién es el dueño de un medio es un derecho del ciudadano. Si pretendemos construir ciudadanía, la regulación democrática de los medios electrónicos es fundamental para la consolidación de nuestra democracia y para mejorar la calidad institucional anhelada.
Cuando tuvimos la oportunidad lo intentamos. En el artículo 1° del proyecto de reforma a la ley que elaboramos en el Comfer, cuando fui interventor, se expresaba: "La comunicación mediante los servicios de radiodifusión, en ejercicio del derecho de libertad de expresión, constituye asimismo un bien social necesario para el desarrollo cultural, educativo y económico de la población, y esencial para el adecuado funcionamiento del sistema republicano, representativo y federal de gobierno [ ]".
Es decir que hablábamos de libertad, de cultura, de educación, desarrollo y, fundamentalmente, de democracia.
Si seguimos postergando este debate, estaremos cimentando una sociedad pretendidamente democrática, que no habla ni se ocupa de la forma en que se construye buena parte del relato de nuestro tiempo.
Debemos debatir una ley que garantice derechos, no que los cercene. Una ley que proteja al menor, no que censure. Una ley transparente, tanto para el radiodifusor como para el ciudadano.
La construcción de un país en serio requiere instituciones fuertes y democráticas. La calidad institucional no puede ser un eslogan, sino un deber para el funcionamiento de una república.
El autor fue secretario de Cultura de la ciudad de Buenos Aires e interventor en el Comfer.
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