17 de mayo de 2007
- EL NUCLEO -
La Argentina frente a la cuestión nuclear
Por Carlos Escudé
Para LA NACION
En la década del 90 la Argentina adoptó una política exterior de cooperación con Occidente a la que llamé "realismo periférico". La mayor parte de la prensa local la tildó de "relaciones carnales".
Esta política, que nunca fue popular, encuadró a nuestro país en todos los acuerdos vigentes contra las armas de destrucción masiva. La Argentina firmó y ratificó el Tratado de No Proliferación Nuclear, de orden global, y el de Tlatelolco, de alcance regional. Interrumpió el enriquecimiento de uranio y sus esfuerzos por producir plutonio. Renunció al misil balístico Cóndor II, que una vez puesto a punto hubiera podido recorrer mil kilómetros acarreando una ojiva nuclear de peso promedio. Restableció relaciones con el Reino Unido. Profundizó una amistad con Chile que había renacido durante la previa gestión radical. Y se alineó explícitamente con nuestra civilización de origen.
Al adoptar estas medidas, cuestionadas desde un amplio espectro ideológico, el país abandonó una rica historia de confrontaciones con las grandes potencias occidentales y algunos Estados vecinos.
Debido a esa trayectoria, desde el exterior se nos percibía como un país potencialmente peligroso. Considérese que no necesitábamos uranio enriquecido, porque nuestros reactores funcionan con uranio natural. Que al misil Cóndor II lo habíamos desarrollado en sociedad con el Irak de Saddam Hussein. Y que el Estado que llevaba a cabo esos programas sospechosos era el mismo que, en 1978, casi le hizo la guerra a Chile y que, en 1982, invadió las Malvinas.
Nuestro realismo periférico fue inspirado en la convicción de que un país con un perfil externo de esas características sería boicoteado por Occidente. Esta hipótesis, a su vez, se abonaba en trabajos historiográficos que documentaron las graves sanciones sufridas por la Argentina como consecuencia de su dudosa actuación durante la Segunda Guerra Mundial. Comenzando en 1984, desde el Instituto Torcuato S. Di Tella se había desarrollado un amplio programa de investigaciones sobre estos temas, mucho antes de que Guido Di Tella fuera canciller y Carlos Menem, presidente.
Más allá de errores y aciertos, la política exterior argentina de la década del 90 tuvo un fundamento científico como pocas en el mundo. Y su motivación, aunque pueda suponerse malhadada, fue patriótica, no de cipayos. Buscó eliminar aquellos obstáculos para el desarrollo provenientes de un exceso de confrontaciones externas. Sus gestores sabían que una buena política exterior no puede, por sí sola, generar desarrollo socioeconómico, pero entendían que una que desatara graves sanciones por parte de los poderosos podía destruir toda posibilidad de progreso. Aunque extremo, el caso de Irak ilustra trágicamente esta premisa.
Sin embargo, desde entonces muchas cosas han cambiado. Si el realismo periférico tuvo algún modesto éxito parcial, el principal fue la eliminación de la imagen agresiva que el país se había granjeado en décadas previas. Ya nadie considera a nuestro país como potencialmente peligroso (excepto algún uruguayo, no sin motivos).
Por otra parte, también cambió el mundo. La capacidad de los Estados Unidos para aplicar sanciones ha disminuido, porque está demasiado comprometido con sus guerras como para darse el lujo de hacerse más enemigos. Además, la gran potencia norteamericana ha demostrado no estar a la altura del papel de gendarme mundial que pretendió ejercer.
Por cierto, no sólo los argentinos sino también los brasileños fueron convencidos acerca de las adversas consecuencias de continuar con nuestros planes nucleares y misilísticos. Para evitar males mayores, debíamos someternos al corsé de los regímenes de no proliferación.
Pero cuando llegaron las detonaciones de la India y Paquistán, países que no se sometieron, ¡no pasó nada! Después llegó la bomba norcoreana. Y ahora, con la amenaza iraní, está por desencadenarse un alud de programas nucleares. El 14 de abril, The New York Times informaba que, motivados por la natural paranoia engendrada por los ayatollahs, Arabia Saudita, Egipto, Turquía y Siria están alentando programas atómicos propios.
Mientras tanto, a pesar de las limitaciones impuestas por los tratados vigentes, en nuestro vapuleado país la industria nuclear sigue cosechando éxitos. El reactor argentino recientemente inaugurado en Australia es la mejor prueba de que aquí no todo ha colapsado. Habiendo demostrado tal capacidad de supervivencia, esa actividad merece ser incentivada y homenajeada.
Nuestra moraleja de hoy: la Argentina no debe apartarse del cumplimiento de sus obligaciones (incluidas las que emanan del Tratado de No Proliferación). Debe permanecer aliada a Occidente en la lucha contra el terrorismo islamista, el narcotráfico y el lavado de dinero. Debe regresar a la plena cooperación con vecinos y no victimizar al Uruguay.
Pero nunca más debe aceptar la imposición de acuerdos que limiten nuestro desarrollo de tecnologías de vanguardia.
Ya no se justifica. Las ecuaciones del realismo periférico se han transformado.
El autor es director del Centro de Investigaciones Internacionales de la universidad del CEMA.
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