16 de mayo de 2007

- EMBAJADORES -



Todos somos embajadores

Por Cecilia Scalisi
Para LA NACION


En una entrevista que mantuve en Berlín con el famoso tenor argentino José Cura, me hizo un comentario sobre algo de lo que, en diferentes versiones, adolecemos a menudo quienes hemos vivido muchos años en el exterior. Después de viajar por todo el mundo como estrella de la ópera, su experiencia le indicaba que la falta de orgullo nacional es un gran problema argentino. Se refería a ese bien entendido orgullo que tienen los europeos a la hora de defender a su propia gente, de cara al extranjero. "El argentino hace exactamente lo contrario -decía Cura-. Es como si tus propios padres fueran a desacreditarte frente a los demás... Como país es algo triste y como sociedad implica un fracaso."

Este comentario me sugirió las siguientes reflexiones. Para empezar, es verdad que muy poco se oye al europeo criticando seriamente a sus países. ¿Y eso sucede porque países como Inglaterra, Alemania o Francia son sociedades perfectas, donde nadie tiene nada que reclamar? No. Pues, como sabemos, en la aldea global casi no hay paraíso posible. Lo que sí se advierte en ellos es una suerte de conciencia tácita de que eso sencillamente no se hace y de que no está bien lavar los trapitos sucios delante de extraños.

Nosotros, por nuestra parte, aceptamos como una verdad revelada si, por ejemplo, un inglés critica nuestra democracia (mientras ellos sostienen a la más arcaica y escandalosa monarquía del planeta), si un alemán nos alecciona sobre los derechos humanos (cuando ellos no juzgaron por sí mismos, como sí lo ha hecho ejemplarmente la Argentina, los atroces crímenes de sus dos dictaduras -la nazi y la comunista-), o si un norteamericano nos explica lo que es la corrupción y la libertad (mientras justifican la sangrienta ocupación perpetrada en Irak con una abierta mentira).

Somos tan ingenuos que ni siquiera reaccionamos en defensa propia. Mientras las potencias, que han venido causándole estragos a la humanidad, arrasando a mansalva con millones de personas y culturas, durante siglos y en toda la faz de esta tierra, no soportan que ningún extranjero se lo recuerde. Hasta se dan el lujo de disfrazar esos monumentales atropellos de románticas gestas civilizadoras y algunos de nosotros, todavía más ingenuos, hasta llegamos a aplaudir tanto coraje y hazaña.

Pero no es que proponga aquí una apología de nuestros errores y defectos, ni mucho menos pronunciarme por nada parecido a un nacionalismo "con zeta". El punto es aprender algo de estos países y reflexionar sobre la responsabilidad que nos toca cuando, aun en la más trivial de las situaciones, representamos a la Argentina. Pues no sólo una misión diplomática o la selección nacional de fútbol, sino también el turista y el residente afuera cumplen implícitamente con esa función.

Los ataques más feroces a nuestro país los he escuchado de los propios argentinos. Contaré algunas experiencias respecto de esta cuestión. Algunos argentinos ejercen aquello que llamo "lucrar con nuestras miserias y desgracias". Son artistas, intelectuales, periodistas, políticos, simples turistas o residentes que difunden por el mundo la peor de nuestras imágenes, hablando a destajo en nuestra propia contra, pretendiendo ser así "otra cosa". Ser algo mejor. Como si hablar mal los eximiera de todos esos males. Tres ejemplos para ilustrar: una importante operadora cultural de Buenos Aires recomendaba a una autoridad alemana "no fiarse jamás de la promesa de un argentino". En otro caso, cuando el gobierno de Berlín reunió a representantes de las importantes instituciones culturales de esa ciudad para considerar un festival con Buenos Aires, un profesional argentino residente allí aconsejó "no hacer nada con el gobierno de Buenos Aires porque estaba en manos de corruptos" (todo por un fracasado proyecto personal que lo había dejado resentido con el gobierno de turno). El tercer ejemplo, en plena crisis de 2001: un reconocido escritor con doble nacionalidad, ante un destacado foro berlinés, hizo el más cruel y desesperanzado pronóstico del futuro de nuestro país, incluyendo en ese acto una negación pública de su nacionalidad argentina.

Otros casos más conspicuos son los de aquellos que cobran en euros por dar conferencias y dictar cátedra acerca de nuestras desgracias. El público concluye, claro, que si nosotros mismos lo decimos será que somos en verdad esa "manga de ladrones e incapaces". Excepto ese señor, por supuesto, que se lució con su conferencia, recibió aplausos y conmiseraciones de los asistentes. ¿Pero qué logró? Sólo desprestigiarnos un poco más en el mundo.

Esto lo viví a diario en Alemania durante la peor crisis de nuestra historia, en 2001. Era triste comprobar cómo, mientras muchos argentinos dábamos la cara por rescatar algo de nuestro país en medio del desastre, otros sacaban vil tajada como verdaderos profetas del apocalipsis. Cuanto más cruento y dramático el relato, más lucro les dejaba la actividad. Si hasta deben de haber llegado a pensar cuán rentable sería una "guerra civil argentina", como anunciaban los diarios de Europa.

Contado desde otro ángulo, a los países desarrollados les fascina comprar las pobrezas más exóticas en fotos blanco y negro. Una suerte de ejercicio de redención, quizá, de las espantosas historias que cargan sobre sus espaldas. Pero nunca falta, por nuestra parte, el artista vanidoso dispuesto a colgar en alguna galería los rostros de nuestros chicos de la calle o los penosos paisajes de nuestras villas miseria. Y es una verdad de pacotilla la sensibilidad del Primer Mundo. Es tan sólo un esnobismo, y la pena por el hambre de esos niños se acalla brindando con champagne. ¿Y de qué sirvió entonces exhibir tan crudamente la cara de esos chicos? No hay respuesta a este punto que no sea vergonzosa.

En una oportunidad me tocó asistir a la proyección de una película "piquetera" en Berlín. Ya desde el inicio, con los títulos, comenzaron los abucheos de la platea por la pésima factura técnica del film, seguidos luego por las imágenes de saqueos, piquetes de encapuchados, usurpaciones y otros cuantos vandalismos. El representante del film (cuyos pasajes a Alemania, hoteles, comida y otros gastos pagamos todos los argentinos por intermedio de un organismo estatal) comenzó a plantear los reclamos de esos grupos y a denunciar ante el público al propio funcionario argentino que le había financiado esa visita a Berlín tildándolo de "asesino" y corresponsable de las muertes de la "represión de diciembre de 2001". Los alemanes quedaron atónitos frente al espectáculo, pues la primera regla de un país civilizado es el respeto por las normas, y ningún vándalo estaría en condiciones de exponer reclamos luego de cometer hechos que en Alemania son delitos.

A nadie le estaría permitido conculcar el derecho de otros ni deliberar fuera de sus representantes democráticamente elegidos. Nuestro piquetero, sin embargo, habló "del Tercer Mundo y del Primer Mundo", habló del valor del trabajo y de "la dignidad". ¿Y en qué terminaron ese falaz discurso y el esfuerzo por mandar a este hombre hasta Alemania en medio de una crisis en que los argentinos no veíamos ni una vaga rendija de luz hacia el futuro? En una escena patética, en una carcajada colectiva en la que algún ocurrente estudiante del público propuso risueño que se pasara una gorra para ayudar a este señor. Y nuestro representante, el mismo autorizado para reclamar "dignidad" en un foro internacional, aceptó de muy buena gana pararse en la puerta de la salida del cine con una gorra y recibir una limosna en euros, los míseros centavos que casi como una burla le entregaba un par de estudiantes aburridos al abandonar la sala. ¿Qué conseguimos entonces? Que la cara se nos cayera de vergüenza y que hayamos malogrado nuestro dinero en una propaganda de país nefasta.

A la corta o a la larga, entonces, el tema es como decía José Cura: como si tu propia familia saliera a desacreditarte para que todos tus emprendimientos fracasen. Y como si alguno de nosotros experimentara una especie de extraña satisfacción en esa absurda derrota. "La falta de orgullo es algo negativo. Como país es algo triste -afirmaba- y como sociedad implica un fracaso." Y ésa es exactamente la conciencia que, guerras y salvajes exterminios mediante, tienen grabada a fuego los países de Europa: trabajar por el bien de todos es trabajar por el bien propio. La frase suena naïve , pero es una realidad comprobada y es lo que hay que aprender de ellos.

Se sabe también que los países desarrollados invierten fortunas en persuadir a extranjeros, de países en vías de desarrollo, de las bondades de sus sistemas. Eso incluye invitar a argentinos a que cuenten allá lo peor de nosotros, se convenzan de la "superioridad" del otro y la divulguen incondicionalmente a su regreso. Pero, como dije al comienzo, el tema plantea una extensa serie de derivaciones que no se agotan en un relato.

En estos años que viví afuera, he tenido el privilegio -para mí enorme e invalorable- de representar a la Argentina, desde mi trabajo como periodista, en situaciones muy diversas, y siempre he sentido una gran responsabilidad por lo que mi imagen, mi conducta, mi proceder y mis palabras revelaran respecto de mi país. En esas situaciones siempre he deseado verme reflejada en la Argentina de un Borges, un Favaloro, un Barenboim, una Gabriela Sabattini. Sabiendo que somos muchos los que deseamos mirarnos en el espejo de esa Argentina, he llegado a la conclusión de que la capacidad de sentir orgullo es un don positivo, es un motor para crecer y mantener -aun en las peores tormentas- la frente bien alta.

Y a modo de reflexión, para aquellos otros que no están tan convencidos de la idea, me viene a la mente el gaucho Martín Fierro, pronunciando -como corolario de este artículo- esos sabios versos que rezan: "Los hermanos sean unidos,/ porque ésa es la ley primera./ Tengan unión verdadera/ en cualquier tiempo que sea;/ porque si entre ellos pelean,/ los devoran los de ajuera".

La autora es periodista en temas culturales; estuvo radicada ocho años en Alemania.

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